Crónica de un acoso (al Congreso)

España · Miguel Jorquera
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28 abril 2013
Y allíestábamos, Serrano y yo. Al llegar, antes de las siete de la tarde, el ambienteen Neptuno invitaba al sopor. Sólo unos gritos esporádicos conseguíangalvanizar a un público que, aun siendo escaso, estaba ansioso de luchapolítica y espectáculo.

Nuestrasensación empezó a ser la de cierta decepción. La verdad es que no quedamos muybien con estas palabras, pero es la verdad. Ahora me acuerdo de los prototuristas y otros desocupados que, en la Guerra, iban a la frontera francesa, aalojarse en caseríos cerca de Biriatou, para disfrutar de una buena batalla. ¡Yqué fastidio cuando lo único rojo que veían era la boina de un requeté bebiendode una bota!…. Esto lo cuenta Rafael García Serrano en Laventana daba al río.

Habíamos ido a ver alguna noticia, a ver algo grande, y a mediatarde estábamos en un Burger King al final del Paseo del Prado merendandohamburguesas.

Volvimos a Neptuno. Estaba seguro de que no iba a pasar nada, oque, si pasaba, sería por la noche. Con esta seguridad me acerqué a la barrera.Nos encontrábamos en una de las esquinas y veíamos las vallas tras las cualeshabía dos filas de policías guardando la entrada a la Carrera de San Jerónimo,así como una docena de furgones alineados. Frente a ellos, la vanguardiarevolucionaria del 25-A. Decidimos adentrarnos en ella, cruzar la primera líneade la protesta, donde estaban los más valientes, los más duros; en el fondo,los actores más importantes.

Aquello fue como penetrar poco a poco en un mundo oscuro; hastatuve la sensación de que la luz menguaba. Qué gentes, qué caras. Todos de negroo con ropas rotas. Muchos anarquistas, paradójicamente, uniformados conpantalones militares. Costaba moverse. ‘Perdonen; disculpe que pasamos; uy,perdón'.

Empecé a tragar saliva cuando una chica, con media cabeza rapaday que a pesar de ello no había conseguido desdibujar su rostro de niña, dejó demanosear a sulo que fuera para mirarmefijamente. ‘Perdón, es para pasar', dije casi tartamudeando; Serrano me cogíadel codo, como se coge a alguien para no perderse. Se ve que no ha leído nuncaaquello de siun ciego guía a otro ciego, los dos caen en el pozo. La chica me miraba ycreo que me miraba también el pecho. Al fin caí en la cuenta: estábamoscruzando el núcleo del anticapitalismo más feroz de España con una camisa azulcielo y una chaqueta de Tommy. ¿Acaso nos tomaron por policías infiltrados? Laverdad es que nuestro aspecto discordaba muchísimo del resto, casi eraprovocativo, pero era demasiado descarado, y se supone que los policías buscanpasar más desapercibidos. No creo. Fabular con esa idea sólo sirve para valorarla hazaña retrospectivamente.

Sin embargo, metidos en ese enjambre de rastas, cualquier cosaera posible. Un solo grito era suficiente para levantar el rugido de la masa.Ya lo habíamos visto en las horas de tedio: cuando la vanguardia rugía, desdemás de cien metros de distancia se secundaban los gritos sin saber porqué:‘Uuu,uuu, uuu. ¡Hijos de Putaaa, Hijos de Puta!'.

Con esta consigna pude ver uno de los episodios más grotescos dela concentración. Estábamos en Neptuno, sentados en la marquesina del autobúsintentando controlar los bostezos. Enfrente había un grupo de unas cincopersonas, de una edad que yo diría media alta. Quizá se les agotó el tema deconversación o no sé qué se les pasaría por la cabeza cuando, de repente, unadel grupo, una mujer normal sin ninguna particularidad, se volvió hacia laCarrera y abrió sus pulmones: ‘Hijos de putaaa, hijos de putaaa'. Carecía de liderazgocarismático y sólo alguno de sus compañeros -ni siquiera todos- la secundaron.Luego volvió a su conversación. Aquella mujer, que tenía cara de funcionarionivel C, se me antojaba la encarnación del resentimiento.

Cadavez que vivo alguna concentración de este estilo, siempre hay un momento en elque me acuerdo de Foxá y de sus inmisericordes, clasistas, reaccionarias ygeniales descripciones de los manifestantes de la República; de aquellas turbassucias, alimentadas de odio, que setenta años después se habían convertido enestudiantes resentidos, sucios por convicción y violentos por devoción,agitados igualmente por banderas siniestras y clerófobas:

Pasaban masas ya revueltas; mujerzuelas feas, jorobadas, conlazos rojos en las greñas, niños anémicos y sucios, gitanos, cojos, negros decabarets, rizosos estudiantes mal alimentados, obreros de mirada estúpida,poceros, maestritos amargados y biliosos. 

Toda la hez de los fracasados,los torpes, los enfermos, los feos; el mundo inferior y terrible, removido poraquellas banderas siniestras. 

No lesdesarmaba el pudor, ni la belleza, ni la valentía. Eran fuerzas telúricas oabismales, sueños prehistóricos que resucitaban. Y un odio químicamente puro.

Y vuelvo. Estábamos cruzando la línea cuando empezaron losgritos rituales contra la policía. No había nada extraño en ellos, sólo nuestrapresencia entre esos dedos corazones al viento. Yo, por lo menos, estabaasustado. Desde nuestras posiciones de inicio, retirados a una distanciaprudencial, nada nos hubiera inquietado, pero dentro… De todas formas, esforzoso reconocer que la falta de experiencia nos hizo algo caguetas ycobardones. A nosotros el corazón nos temblaba, en losotros se les estabaenardeciendo. Los más expertos debían intuir que poco quedaba y ya empezaban asalivar.

Los gritos seguían. No habíamos abandonado el primer cuerpo derevolucionarios, estábamos cerca de hacerlo, ya no aprisionados por la masa,pero todavía confundidos en ella. De repente, arreciaron los gritos y se oyó unpetardazo que lo cambió todo. Salimos corriendo Paseo del Prado arriba.Nosotros y otros tantos. Al darse la vuelta se podía ver al núcleo de lavanguardia, donde hacía un par de minutos los ojos de una chica poseída deanarquismo me habían traspasado; se le podía ver al núcleo, digo, forcejeandocon las vallas de contención e intentar por fin el asalto al Congreso.

Parece que arrojaban algo (no lo distinguí, luego, por laprensa, he leído que piedras y huevos); otro petardazo y unas chispas, como debengala, en la primera línea.

Serrano y yo nos quedamos frente al Thyssen. Vimos bajar a losrefuerzos policiales. Un par de equipos, casi a la carrera, se dispusieron enformación de carga a escasos diez metros, mientras el oficial ordenaba: ‘¡7-12!, 7-12! Cuando baje la tercera que se una!'.

Avanzaron compacta y firmemente, protegidos con sus cascos y susescudos antidisturibios; en la última línea de la unidad, un agente apuntabacon la escopeta lanza pelotas.

Nuestro corazón estaba disparado y, por lo menos yo, ya no erayo. Lo que tantas veces había visto en las noticias, tirado en el sofá; lasimágenes que cada cierto tiempo abren los periódicos; los enfrentamientos quellenan la mediocridad tertuliera española; todo eso, delante de mis ojos. Laadrenalina, que hacía tiempo no aparecía en mis venas, se había apoderado detodo mi ser, convirtiéndome para los siguientes treinta minutos en uninconsciente fuera de sí, guiado por la necesidad de más y más sensaciones. Lascargas me llenaban de miedo; ir a la carrera entre jardines sin saber quién meperseguía y dónde estaba la policía, me asustaba al tiempo que disparaba micorazón.

Los másserenos de todos parecían los lateros. Sí, en medio de aquello, los inmigrantesque habían recorrido la manifestación con sus bolsas cargadas de cervezas,seguían sin inmutarse dando vueltas con su mercancía, ofreciéndola inasequiblesal desaliento y a las cargas. Ellos sí que no tenían nada que perder. Quizásean lo más parecido, lo único que nos quede, de la intrahistoria: debajo delruido de las olas y del estruendo de los acontecimientos, el pueblo siguelevantándose para trabajar, sin entender de revoluciones o restauraciones.

‘¡Serrano no te vayas; Serrano ven, pijo!'. En cuanto dejaba decorrer me daba la vuelta para acercarme a Neptuno. Me iba corriendo y volvía alespectáculo. A la derecha la policía, enfrente… ¿quién estaba enfrente? No creoque ninguno de los seis millones de parados estuviera allí. Tampoco ningunafamilia de esas con todos los miembros en el paro, y que ha cambiado losrestaurantes por visitas a Cáritas. Ayer salió de maniobras la extremaizquierda, violenta, con los dientes torcidos de tanto apretar las fauces concada piedra lanzada, con el alma jibarizada a base de retórica abstracta.

No, ayer no tocaba asaltar el palacio de invierno. España no hatocado fondo aún, y, en las revoluciones, el pueblo no se levanta cuando lacarestía es mayor sino cuando la situación económica ha mejorado. Aparte, enEspaña no hay pueblo, y está por ver que en un país occidental, donde con un trendingtoppic se tiene la ilusoriasensación de haber conmovido algún cimiento, haya una revolución.

La manifestación se disolvió en grupos. Algunos a Atocha, otrospara Cibeles. Los petardos ya no me impresionaban tanto, pero seguía rendidoante la orgía adrenalinera.

Desde el Banco de España vimos lo últimos roces, que ya nochoques. Algunos grupúsculos subieron más allá de Cibeles rumbo Recoletos oAtocha, no lo sé. La policía cortó el tráfico al tiempo que los perseguía. Lagente salió disparada en nuestra dirección. Nos metimos en el metro y se acabóla fiesta. En Cuatro Caminos, la tarde noche era la de un día cualquiera.

Al llegar a mi casa, me tumbé un rato en la cama. Estabaexhausto. No por el ejercicio, sino por la intensidad de lo vivido. Alrecuperarme pensé en imitar a los antisistema, que hacen manuales para enseñartácticas de guerrilla urbana o para fabricar cócteles molotovs.

Yo podría crear el manual del buen fachilla, enseñando aamordazar a un hippie con sus propias rastas, o cómo convertir el pañuelopalestino en el instrumento perfecto para maniatar incorregibles.

Ahora que me fijo, todas las propuestas son defensivas….

Luego salí a correr. Esta vez, para luchar contra mis propiosexcesos.

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