Crisis de valores, diagnóstico del relativismo

España · Jaime Mayor Oreja
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18 febrero 2010
Páginas Digital publica por su interés el texto íntegro de la conferencia que el europarlamentario y ex ministro del Interior Jaime Mayor Oreja pronunció el pasado 15 de febrero en Murcia.

A la hora de afrontar cualquier problema, cualquier dilema o cualquier realidad, es imprescindible llevar a cabo, como punto de partida, un correcto diagnóstico de la cuestión que queremos afrontar. Ninguna conclusión, ninguna propuesta, ninguna reacción será acertada si no se toma a partir de un diagnóstico profundo y correcto de la realidad. Y esta afirmación es igualmente válida si afrontamos un problema, una realidad, desde el punto de vista del político, del filósofo, del sociólogo o del académico.

La Historia nos ha enseñado que el mayor error que puedan haber cometido en el pasado y que podamos seguir cometiendo quienes, de una u otra manera, tenemos responsabilidades públicas radica siempre en no saber comprender la realidad del momento histórico en el que se vive.

En ese sentido, nuestro mayor adversario es, a menudo, nuestra propia incapacidad de superar la visión del día a día para elevarla a una visión histórica y de conjunto que nos permita profundizar en las raíces de un diagnóstico global de la realidad.

Y es ese diagnóstico el que hoy querría compartir con ustedes: un diagnóstico de la realidad de nuestra sociedad en su conjunto, de la realidad de Europa y, de manera más concreta, de la realidad de España. Para ello, querría partir de una reflexión de carácter general. Hemos vivido una década, el período 2000/2010, que tuvo un terrible comienzo. En el año 2001, el mundo occidental sufría el ataque terrorista más terrible de la Historia, el atentado de las Torres Gemelas. Un suceso que ha tenido una influencia determinante, que ha marcado nuestras vidas a lo largo de estos últimos años.

Y esa década está teniendo también un terrible final: la profunda crisis económica y financiera en la que estamos sumidos. Y ante estas realidades debemos plantearnos y reflexionar en torno a una serie de cuestiones: ¿Es sólo una coincidencia que a lo largo de esta década al mayor ataque terrorista de la Historia le haya seguido la peor crisis económica en décadas? ¿La crisis que estamos viviendo es solamente una crisis económica y financiera? ¿Por qué los terroristas se han atrevido a atacarnos donde nunca antes lo habían hecho, en el corazón mismo de nuestros países, por así decirlo, en nuestro propio hogar?

¿Son estos ataques terroristas la principal causa de la crisis o son consecuencia de una crisis que ya padecíamos? ¿El terrorismo es causa o consecuencia de la crisis? Ésa sería, a mi juicio, la primera reflexión que habría que hacerse. Deberíamos reflexionar si Europa y el mundo occidental en su conjunto no se había vuelto más débil, más vulnerable ante las amenazas externas, como el terrorismo, por una crisis previa, una crisis que afectaba y afecta a la misma esencia de ese mundo, a los principios y los valores que lo sustentan. Del mismo modo, debemos igualmente plantearnos si esa misma debilidad moral, esa debilidad en sus valores, es igualmente la causa de que al ataque del terrorismo le haya seguido la llegada de una profunda crisis económica.

A mi juicio, en el corazón de esta década anida un problema previo a la misma. Los acontecimientos de esta década se derivan de manera directa de un largo proceso que ha vivido en su conjunto el mundo occidental, un proceso de progresiva relativización de los valores, las creencias y las convicciones.

El mundo occidental es testigo impasible de cómo sus propios dogmas, sus propias referencias, se han ido derrumbando, se han ido debilitando, han entrado en crisis, en una crisis de orden moral, que nos ha hecho más débiles y más vulnerables, ya sea ante la amenaza externa del terrorismo, ya sea ante nuestros propios errores, que nos han llevado a la actual crisis económica y financiera.

Somos más débiles, más vulnerables, desde el punto de vista moral, desde el punto de vista de nuestras convicciones, nuestros principios y nuestras referencias. Somos, en definitiva, víctimas de nuestro propio relativismo colectivo e individual.

Hay nuevos poderes en el mundo que están emergiendo a partir de valores radicalmente opuestos a los nuestros, a la cultura occidental. La prosperidad, la riqueza, el bienestar y la competitividad que antes eran patrimonio exclusivo del mundo occidental, se han de compartir ahora con nuevas potencias que han cambiado el escenario económico global.

Y nuevas amenazas han emergido con inusitada fuerza. El terrorismo yihadista, por un lado, o los nuevos regímenes políticos que han surgido en América Central y del Sur, por otro, son claros ejemplos de un nuevo orden, de un nuevo escenario, donde valores muy diferentes a los nuestros van extendiéndose mientras nosotros continuamos sumidos en la crisis de nuestro propio sistema moral, social, económico y político.

Lo que se ha vivido recientemente en Estados Unidos, con los resultados electorales de un Estado tradicionalmente demócrata, sólo un año después de un cambio inédito e histórico, es muy significativo. Como lo son también los últimos datos económicos europeos, que reflejan la confusión y la incertidumbre ante la crisis.

No sólo vivimos una crisis económica. Vivimos una crisis de valores. Yo creo que no estamos viviendo solamente un tiempo de crisis. Estamos viviendo un auténtico cambio del modelo de sociedad. Y es un cambio global, con nuevas amenazas y nuevos competidores globales.

Y es precisamente esa debilidad nuestra lo que los alimenta.

Y ese diagnóstico general puede concretarse, en primer lugar, si echamos una mirada específica a la realidad de Europa.

La Historia de la Unión Europea ha sido siempre la historia de un éxito. Un éxito frente a la tragedia de las guerras mundiales. Un éxito frente al fanatismo y el radicalismo de los regímenes comunistas que dejaron las grandes guerras. Un éxito frente al ancestral enfrentamiento entre las grandes potencias del continente. Un éxito, en definitiva, de la libertad.

Históricamente, Europa aportó grandes líderes que supieron afrontar y superar los momentos de tragedia. Líderes como Churchill o Adenauer, líderes que provenían tanto de los vencedores como de los vencidos, surgieron de los momentos de tragedia para impulsar a Europa a salir de esa tragedia.

La Historia europea nos enseña que la crisis puede ser la antesala de la tragedia. Por ello, lo que Europa necesita ahora mismo pueden ser quizás líderes, pero en todo caso lo que sin duda necesita Europa es ser capaz por sí misma de evitar, precisamente, que la crisis derive en tragedia.

¿Cuál ha sido la realidad de Europa a lo largo de los últimos años?

Durante años, la izquierda política europea, bajo el paraguas del progresismo y el socialismo, quiso modificar nuestro orden social y económico. Quiso imponer un supuesto modelo alternativo. Y fracasó allá donde gobernó. Y, ante ese fracaso, asumió una nueva estrategia: ya no se trataba de imponer un modelo alternativo. Se trataba, simplemente, de instalarse en la ‘nada', de instalarse en el triunfo del relativismo.

Tras el fracaso de su modelo, la izquierda europea puso en pie una nueva concepción de la democracia. Decidió que no hay nada más democrático que no creer en nada, que relativizarlo todo, convirtiendo ese vacuo relativismo en la máxima expresión de la libertad. De acuerdo con esa tramposa concepción moral, se parte de un falso principio: para que una persona sea auténticamente libre, lo más importante es que no crea en nada o casi nada. Las creencias, los principios, los sistemas morales, las convicciones no son más que límites y obstáculos a nuestra libertad.

Doctrina del relativismo

Ésa es la doctrina del relativismo. Un auténtico movimiento de ‘ingeniería social' que busca crear un nuevo modelo de ciudadanos. Ya no se trata de buscar viejos y fallidos postulados de la izquierda que buscaban ‘liberar al hombre de las ataduras de unas estructuras económicas opresoras'. Ahora se adopta como objetivo el liberar al hombre de ataduras más profundas, ligadas a la misma esencia de la naturaleza humana. Como ha señalado el propio Benedicto XVI en su encíclica Cáritas in Veritate se le otorga a la cuestión social un carácter y un matiz ‘antropológico'.

De este modo, a partir del fracaso de sus viejos postulados y la transformación de éstos en la defensa de la ‘nada', la izquierda europea se convierte en la gran promotora del relativismo moral. Y este proyecto de extensión y contagio de la ‘nada', del relativismo, que sin duda vive hoy Europa, es aún más peligroso que el comunismo y el autoritarismo. De esos males, por el momento, ya estamos vacunados. De la contagiosa plaga del relativismo, todavía no.

La doctrina del relativismo se asienta además en una serie de características que la hacen particularmente atractiva. En primer lugar, la defensa del relativismo se viste con un atractivo disfraz de exaltación de la libertad. Las obligaciones no existen. La eliminación de las obligaciones y las responsabilidades se presentan en un bonito envoltorio, como si se tratara de la ampliación o la creación de nuevos derechos. En segundo lugar, esa creación de falsos derechos se adorna más aún gracias a una manipuladora utilización del lenguaje. El relativismo crea un nuevo lenguaje, una nueva jerga, que lo hace atractivo e imbatible ante la opinión pública. Así, ya no hablamos de aborto sino de salud reproductiva y derecho de las madres a decidir. Ya no hablamos de eutanasia, sino del derecho a morir dignamente. Ya no hablamos de adoctrinamiento, sino de educación para la ciudadanía. Suprimimos obligaciones y responsabilidades. Creamos supuestos nuevos derechos. Y ponemos las bellas palabras al servicio de esa estrategia.

Y, en tercer lugar, la tercera característica de la doctrina del relativismo es su transversalidad. Es una doctrina que, en su capacidad de contagio, se extiende por todos los países europeos y supera y traspasa las ideologías. En ese sentido, tanto desde el punto de vista territorial como ideológico, el éxito del relativismo radica en que nunca sabemos dónde tiene sus líneas fronterizas. Es evanescente en su enorme capacidad de expansión y contagio. Nos alcanza a todos, se confunde a menudo con nuestras lógicas y normales limitaciones, y nos hace dudar en numerosas ocasiones.

La capacidad expansiva de esa doctrina relativista, que es un proceso de larga duración, se nutre de esa transversalidad, de no identificarse con unas siglas concretas o con un partido político concreto, impregnando así con mayor facilidad al conjunto de la sociedad, bajo la falsa apariencia de no corresponderse con una opción política específica.

Ésa es la doctrina que impera en la Europa de nuestros días. Una doctrina nacida de una izquierda que quedó desorientada, que perdió su rumbo y sus objetivos tras la caída del Muro de Berlín.

Pero, a fin de ser justos y objetivos en el diagnóstico, hay que añadir que el éxito de esta doctrina no es exclusivo de esa izquierda redefinida. El relativismo ha encontrado su caldo de cultivo en dos realidades indiscutibles.

La primera, la indolencia, la comodidad de nuestra sociedad. El relativismo surge y se extiende en una sociedad sumida en una crisis de valores. Durante años, Europa y sus ciudadanos han visto crecer sin fin su calidad de vida, su bienestar. Y eso nos ha hecho cómodos.

Hemos llegado a creer que merecíamos ese bienestar de manera natural y espontánea, sin que el mismo fuera el fruto de nuestro propio esfuerzo. Hemos abandonado valores como el sacrificio personal, el esfuerzo, el compromiso, la responsabilidad y la prudencia. Nos hemos olvidado de la austeridad. En la fábula de Esopo, nos habríamos convertido en indolentes cigarras en lugar de en laboriosas hormigas.

Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y eso, a la postre, conduce a una sociedad débil, aletargada y acomodaticia en que una doctrina basada en el ‘todo vale' encuentra su mejor escenario para expandirse.

La segunda realidad es que no hemos sido capaces de presentar resistencia frente a los defensores del relativismo. Quienes propugnan ese relativismo han sabido hacer creer a la sociedad que aquéllos que defienden valores y principios no son, en realidad, buenos demócratas sino tan sólo dogmáticos, radicales y fundamentalistas.

Ese ambiente, hábilmente creado por los voceros del relativismo, ha generado un cierto miedo reverencial a discrepar de lo que es una moda supuestamente dominante, la de la socialización de la nada. Esos defensores del relativismo ya no necesitan hacer la revolución social sino servirse de la comodidad de la sociedad, de un aletargamiento colectivo que es su principal aliado y su mayor soporte. Buscan la transformación de la sociedad desde esa comodidad, desde la esclavitud de los políticos a las encuestas de opinión.

Crisis de valor

Y ello ha conducido a que, en muchos, la crisis de valores (en plural) se acabe traduciendo en una crisis de valor (en singular) a la hora de atreverse a hacer frente a esa moda de la nada y de decir y defender aquello en lo que íntimamente creen. Porque el relativismo alimenta la osadía de unos y la falta de valor de otros. Por ello, nuestro temor, nuestra preocupación ante esta siniestra estrategia no es ya tanto la revolución en sentido histórico: es el suicidio de nuestra sociedad.

A la hora de analizar la realidad europea, no debemos caer en falsos espejismos. Es verdad que el muro de Berlín cayó, que el socialismo ha fracasado en el orden económico y político en las principales naciones europeas. Pero no nos equivoquemos. Este movimiento relativista que acabo de describir sigue avanzando en el diseño de una sociedad a su medida, alejada de principios y convicciones.

Hoy es mucho más fácil estar a la vanguardia de la lucha contra el cambio climático que posicionarse en la defensa del derecho a la vida o la defensa de la Nación. Y les pongo un claro y reciente ejemplo. Cuando Nicolas Sarkoszy ha defendido una posición de vanguardia en la lucha contra el cambio climático, no ha tenido problemas. Ahora bien, cuando abre el debate de la identidad de Francia se le multiplican las complicaciones.

Dentro de esta realidad, común a toda Europa, ¿cuál es la realidad, qué sucede en España?

El retrato de España puede hacerse extrapolando una reciente encuesta que se ha realizado en Guipuzcoa sobre cuáles son los principales valores, principios y comportamientos en este territorio. En los resultados, se ve claramente cómo la pirámide de los valores está absolutamente invertida respecto a lo que debería ser conforme a la ética y la moral.

El valor predominante de la sociedad guipuzcoana en un 53% es el consumismo -comprar, gastar…- seguido de los valores de la comodidad, la competitividad, la búsqueda del éxito y la consecución de dinero. A la cola de los principales valores, en la base más baja de la pirámide, se sitúan la búsqueda del bien común, la ética y la honestidad, el respeto y el compromiso, la lealtad y la fidelidad. Sólo un 10% de los encuestados consideran éstos como valores predominantes.

Pues bien, como digo, este análisis es perfectamente extrapolable a la sociedad española en su conjunto. ¿Qué hace, a mi juicio, que esa expansión del relativismo y esa profundidad de la crisis moral que afecta a toda Europa tenga una profundidad y una relevancia mayor aún en España?

A mi juicio, dos características específicas de nuestra realidad. La primera, la exageración en la ejecución del proyecto. La exageración ha sido siempre una característica de España, un auténtico cáncer que siempre ha afectado a nuestra convivencia, una especie de maldición que nos persigue históricamente, confirmando nuestra condición peninsular europea.

Y, en segundo lugar, el hecho de que, a diferencia de otras naciones europeas, en España ese relativismo se ha convertido en un proyecto de Gobierno, en la esencia misma de una visión de España y de un proyecto gubernamental, algo que no sucede en ningún otro país de Europa.

El relativismo es la esencia del proyecto político de Rodríguez Zapatero, un proyecto que está ejecutando material e implacablemente. Un proyecto que a menudo tengo dudas de que una mayoría de españoles comprendan en toda su dimensión y significado.

A la hora de analizar ese proyecto, me veo siempre obligado a partir de una obviedad, para evitar tergiversaciones: no, no estoy diciendo que el Presidente del Gobierno quiera destruir España, aunque a veces lo parezca.

Lo que sí busca es llegar a una España debilitada, a una España alejada de los principios y valores que a lo largo de la Historia han forjado su identidad y su personalidad, una identidad y una personalidad que queden sustituidas por un vacuo relativismo.

Basta recordar los principales debates abiertos en España durante los últimos tiempos y que son el mejor retrato, la mejor fotografía y síntesis de ese proyecto.

Por una parte, está el debate de la Ley del Aborto. Por otra, estamos siendo testigos del inacabable debate del Tribunal Constitucional ante el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Y ambos debates no son sino caras de una misma moneda. Ambos debates, aparentemente de una naturaleza tan diferente, comparten en realidad una misma base, un mismo origen, como es la crisis de valores, la crisis de identidad, el relativismo que caracteriza y alimenta el proyecto político de Rodríguez Zapatero.

Y lo mismo cabría decir de otros debates, como la propuesta de eliminar el crucifijo en las aulas de los colegios públicos y concertados o la anunciada Ley de Libertad Religiosa. Todo ello forma parte de ese objetivo único que es avanzar en la relativización moral de nuestra sociedad, a partir de un laicismo radical, precisamente porque no encuentran una resistencia social y moral con la suficiente fortaleza.

Para Rodríguez Zapatero, el relativismo, la crisis de valores, es un fin en sí mismo, en la medida en que conduce a una sociedad aletargada, formada más por dóciles votantes que por ciudadanos comprometidos y decididos a tomar las riendas de su propio destino.

Es cierto que se atisban reacciones y cambios de actitud parcial y colectiva, como lo han sido las movilizaciones sociales frente a las aberraciones contempladas en la Ley del Aborto. Pero lo cierto es que, a pesar de mi convicción personal de que hay una mayoría social que sostiene y defiende valores radicalmente diferentes a los que sostienen esas iniciativas, el proyecto de Rodríguez Zapatero tiene la ventaja de enfrentarse a una sociedad inerme y en exceso conformista y acomodaticia.

Pues bien, a ese proyecto se le debe y se le puede hacer frente. Y existen instrumentos para ello.

Especial valor y consideración merece, en ese sentido, la firme defensa de la institución familiar por su importancia en este ámbito.

Yo creo que la familia es la primera y más determinante fuente de transmisión de valores en la sociedad y es absolutamente necesario que todos comprendamos las posibilidades que esto ofrece para la defensa o la recuperación de valores que se quieren destruir, pero al mismo tiempo el enorme riesgo que supone su utilización como instrumento de transmisión de esa nueva cultura del relativismo.

A mi juicio, el Sr. Rodríguez Zapatero ha entendido perfectamente la importancia de la familia y en el desarrollo de su proyecto ha dedicado una atención especial a su banalización, para que a su vez sean las propias familias las que transmitan esta corriente de banalización y destrucción de valores.

El afán por desnaturalizar el concepto de familia por parte de Rodríguez Zapatero, de difuminar su esencia y de debilitar el vínculo que supone ha sido una constante en su proyecto gubernamental.

Nos encontramos pues en un momento en que las familias pueden estar siendo utilizadas para su propia banalización y es absolutamente preciso y urgente emprender acciones decididas dirigidas a la defensa del valor de una auténtica familia.

Otra pieza indispensable es la educación. Está claro que la educación constituye una pieza clave dentro del proyecto ideológico de Rodríguez Zapatero, de ahí la infinita dificultad de alcanzar en España un Pacto de Educación.

El objetivo del proyecto relativista de Rodríguez Zapatero, ese afán de crear nuevos ciudadanos al que antes me refería, hace que el Estado se atribuya una especie de ‘misión liberalizadora' cuyo objetivo no es ya construir una sociedad sin clases sino una sociedad que algunos han llegado a definir como ‘posthumana', es decir, una sociedad que no acepta las leyes de la naturaleza humana, a la que se pretende dominar y alterar moralmente con el pretexto de su supuesta liberación.

Esa operación, que como decía antes constituye una auténtica obra de ‘ingeniería social' tiene dos ingredientes fundamentales: Primero, fortalece el papel del Estado como educador, como educador de la nueva moral. Segundo, combate de manera directa a quienes pueden ser los representantes de la moral a la que se pretende sustituir, que son básicamente las religiones y sus aliados, es decir, quienes defienden los rasgos fundamentales de nuestra civilización, la civilización judeocristiana, lo cual enlaza de manera directa con ese laicismo radical que caracteriza el proyecto de Rodríguez Zapatero.

Pero no se puede franquear el principio de que los padres son los primeros y más importantes responsables de la educación de sus hijos y son ellos quienes tienen el derecho de decidir el tipo de educación que quieren para sus hijos conforme a sus convicciones morales, religiosas, filosóficas y pedagógicas.

El Estado no puede invadir un terreno que corresponde esencialmente a los padres. Ni puede tratar de debilitar y destruir los valores esenciales que determina una estructura familiar. La trágica historia de Europa ya nos ha dicho hacia dónde conducen esas concepciones del Estado educador que siempre han pretendido la separación de los hijos de sus padres en el cimiento de su formación.

En definitiva, éste es el diagnóstico de Europa y, en especial, de España.

Como decía al comienzo, hemos vivido una década en la antesala y en la manifestación de la crisis. En la próxima década, nos corresponde vivir el desenlace de la misma.

La crisis económica y financiera tendrá su manifestación social. Probablemente, la tendrá en términos de una mayor desigualdad entre naciones, regiones y personas. Esta crisis de dimensión social y de desigualdad la estamos viendo de manera muy clara en la Euro-zona.

No es fácil pasar del diagnóstico al pronóstico, pero está claro que a lo largo de la próxima década hay razones fundadas para pronosticar etapas singularmente difíciles. Frente a quienes afirmaban que la salida de la crisis era fácil, casi inmediata, viendo sólo la dimensión económica y financiera de la misma, la realidad ha confirmado y puesto de manifiesto la profundidad de esa crisis, sus múltiples rostros, más allá del económico y financiero.

A ello se suma, en el caso de España, un proyecto gubernamental fuertemente anclado en el más agresivo relativismo, que agudiza y profundiza en nuestro país las características de esa crisis global.

Ésa es la realidad. Ése es el diagnóstico que hay que hacer del presente para poder afrontar el futuro.

Regeneración social

Y ese futuro sólo lo podremos afrontar con garantías de éxito si estamos dispuestos a llevar a cabo una profunda regeneración de nuestra propia sociedad.

Esa regeneración pasa por varios aspectos ineludibles, aspectos todos ellos que han de perseguir un fin común, como es la recuperación, la redefinición y el fortalecimiento de los valores más esenciales del ser humano.

En primer lugar, pasa por recuperar la verdad. La verdad a la hora de actuar, de hacer política, de diagnosticar los problemas que nos afectan y de aportar soluciones para hacerles frente. Hemos de volver a la política-verdad.

La política no puede basarse en un mero juego de poder, en la mera lucha de cambiar las siglas de quienes lideren un Gobierno. La política debe partir de la consideración de las personas como lo que son, como seres humanos con un proyecto vital, desde su nacimiento hasta su muerte, que implica la posibilidad de vivir, de educarse, de tener un trabajo, de crear una familia, de sentirse seguros y de saberse reconocidos. Las personas no pueden tratarse como meros votantes aletargados.

En segundo lugar, debemos alimentar los valores auténticos frente al relativismo moral que han propugnado y fomentado, en especial en España, quienes desde el Gobierno no creen en los valores sino en los antivalores. El valor del esfuerzo, de la superación, de la educación, del compromiso deben imponerse a la vacua cultura del ‘todo vale' y del mínimo esfuerzo.

En tercer lugar, debemos imprimir a la política una fuerte dosis de humanismo. La persona -y, por extensión, la familia- deben constituir el foco, el eje y el objetivo de toda acción política. La persona -sus necesidades, sus demandas, sus valores- debe constituir la principal preocupación del político, del economista, de los pensadores, de todos aquellos que de una u otra manera conforman y definen el modelo social en que vivimos.

Quiero insistir en la importancia de la persona en este cambio de comportamientos, que no solamente se refiere a los dirigentes políticos, sino a todas y cada una de las personas, a todos y cada uno de nosotros, porque acostumbrados como estamos a oír hablar siempre de instituciones, entidades, colectivos, siempre de carácter impersonal, olvidamos que la persona individual, y de forma individual, es el agente activo más importante en todas las áreas de actividad social.

Porque son personas individuales quienes gobiernan las naciones, quienes hacen sociedad, quienes componen las familias, quienes dirigen las empresas y, desde luego, quienes con su comportamiento determinan las vicisitudes de la economía.

No nos acostumbremos, por tanto, a pensar que son los gobiernos quienes nos tienen que dar las cosas hechas, ni nos conformemos con echar la culpa de todo lo que pasa a las clases dirigentes. La evolución de las cosas depende de nuestro comportamiento individual y de la forma de conducirnos en la vida cada uno de nosotros.

En cuarto lugar, debemos devolver su fortaleza a los conceptos vertebradores de la sociedad. Y con esto no me refiero sólo a la familia, como elemento esencial de la organización social, sino al concepto de nación. Porque el primer paso para construir una Europa fuerte, una sociedad occidental fuerte, es fortalecer el concepto de nación, un concepto que tan debilitado ha sido en los últimos tiempos en el caso de España por un presidente de Gobierno que ve en ese concepto algo discutido y discutible. Sólo desde una nación fuerte, con identidad propia, puede construirse una Europa fuerte.

Eso es lo que yo entiendo por la regeneración moral y política que, a mi juicio, es la única receta para superar la actual crisis de valores. El diagnóstico de lo que es el proyecto del Sr. Rodríguez no es un invento. Es una realidad. El propio Sr. Rodríguez Zapatero lo resumió, lo sintetizó, en el ‘Desayuno de Oración' al que acudió recientemente en Washington. Una vez más, le escuchamos bellas palabras, esta vez además en un marco de espiritualidad y recogimiento.

Y, como resumen de esas bellas palabras, una sentencia repleta de osadía: ‘La libertad os hará verdaderos'. Una cita propia frente a la auténtica cita evangélica: ‘La verdad os hará libres'. Esa imagen vale más que mil palabras para explicar y resumir la conferencia que les acabo de exponer.

El relativismo busca y necesita la mentira, la falsedad, para abrirse camino y desarrollarse. Como decía antes, el adversario al que tenemos que hacer frente es transversal, evanescente, contagioso, con capacidad de penetrar en nosotros mismos. Por todo ello, y ya termino, atreverse a decir la verdad constituye no sólo un imperativo moral sino también el mejor, yo diría que el único, antídoto que tenemos.

Porque atreviéndonos, todos y cada uno de nosotros, a decir la verdad, estaremos siendo capaces de crear una línea, una vanguardia de resistencia frente a este relativismo que padecemos y hacerlo es una prioridad de acción.

A lo largo de 35 años en que me he dedicado a la vida pública, he aprendido pocas cosas, pero les aseguro que algunas las he aprendido bien. Una es que hay que defender aquello en lo que se cree, sin temor y sin miedo a supuestas mayorías dominantes. La otra es que decir la verdad una vez es sencillo, no exige un gran esfuerzo.

Decir la verdad muchas veces es agotador, cansado, a veces difícilmente soportable y, en muchos casos, te lleva a ponerte en el punto de mira de quienes quieren imponer sus falsas verdades sobre cualquier voz discrepante. Pero decir siempre la verdad es un calvario, aunque también la única manera de hacer frente a esos mismos que tanto desearían nuestro silencio.

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