Crisis de identidad, auge del nacionalismo
En pleno centenario de la I Guerra Mundial, los nacionalismos vuelven a marcar la agenda política en Europa, en contra de todas las predicciones.
Se suponía que el siglo XXI iba a traer un mundo sin fronteras, transnacional. Éste era un lugar común en los años 90. Realidades como el Estado o la nación debían ceder protagonismo a nuevos actores como las grandes corporaciones multinacionales, las organizaciones intergubernamentales o las ONG. Las disputas fronterizas, las ambiciones imperialistas… quedarían sepultadas para siempre, y dejarían definitivamente paso a cuestiones globales como la protección del medio ambiente, la escasez de recursos naturales o la regulación de los mercados internacionales.
La predicción era errónea. Y no sólo en lo que se refiere a Asia, donde viejos imperios se libraron hace sólo unas décadas del yugo del colonialismo europeo. China, India o Japón tienen hoy gobiernos fuertemente nacionalistas. Pero la vieja Europa debía a estas alturas estar vacunada frente al nacionalismo, al que Einstein llamó «el sarampión de la humanidad», por tratarse de «una enfermedad infantil» que se pasa con los años. Tras la creación de la moneda única y la decisiva contribución de la Europa comunitaria a una pacífica transición hacia la democracia en los países del Este (con la excepción yugoslava), parecía al alcance de la mano el ideal de una Europa federal. Para sorpresa de muchos, en pleno centenario de la Gran Guerra, la gran catástrofe provocada por el nacionalismo, esta ideología vuelve a marcar la agenda política del continente.
De un lado, el imperialismo ruso en Ucrania nos recuerda con crudeza que nunca hay que subestimar la influencia política de factores irracionales como la grandeza imperial. Los rusos han recuperado su orgullo nacional, y para buena parte de la población esto es motivo suficiente para justificar una merma en su bienestar material. El tiempo, en todo caso, dirá hasta qué punto está dispuesta Rusia a pagar el precio de las sanciones económica (y en qué medida Europa está dispuesta a mantenerle el pulso a Putin…).
El nacionalismo ruso ha tenido un claro efecto contagio en los antiguos países del Bloque de Varsovia. Y en la Europa occidental, el nacionalismo es también protagonista de la actualidad con las tensiones separatistas en Escocia, Flandes, Córcega o Cataluña, o con el auge de partidos antieuropeos y xenófobos en el Reino Unido, Francia o Dinamarca.
La crisis de la democracia cristiana
Una explicación –sugería en junio el profesor de Princeton Jan-Werner Müller desde la edición digital de Foreign Affairs– es el declive de la democracia cristiana, la fuerza política que vertebró la Europa comunitaria tras la II Guerra Mundial (mal que le pese a la socialdemocracia, citada siempre en plano de igualdad por cortesía). Con la crisis de la democracia cristiana, faltan hoy defensores del ideal europeo.
Una causa reside en la ampliación al Este de la UE. Helmut Kohl integró a muy diversos partidos conservadores en el Partido Popular Europeo, pero la realidad es que la democracia cristiana nunca tuvo un amplio predicamento en la Europa del Este, donde ocupó ese lugar una derecha marcadamente nacionalista, recelosa siempre de ceder soberanía nacional.
En feudos históricos democristianos como Alemania, Italia o Francia, los liberal-conservadores actuales poco tienen de las convicciones católicas de sus padres políticos. Los líderes democristianos de los años 50 tendían de manera instintiva hacia Europa. Por necesidad, para superar las heridas de la guerra, y por miedo a ser engullidos por la URSS. Pero también por una concepción política “universalista”. El viejo ideal carolingio seguía vivo en ellos de forma más o menos consciente, mientras que el Estado nación (unificación de Italia y Alemania; revoluciones en Francia) aún se asociaba con los movimientos culturales y políticos anticatólicos del XIX y principios del siglo XX.
Crisis de identidad
La crisis de la democracia cristiana no se puede explicar sin la secularización que ha experimentado Europa en las últimas décadas. En este sentido, algunos análisis con mayor o menor base empírica afirman que el nacionalismo ha ocupado el hueco de la religión. Lo mismo vale tanto para fenómenos como el Frente Nacional francés (derecha pagana y xenófoba), como para los nacionalismos periféricos que han experimentado un gran crecimiento en los últimos años en regiones como Flandes, el País Vasco o Cataluña, con sociedades altamente secularizadas. (Mención aparte en este punto habría que hacer a Alternativa por Alemania, el partido que crece en este país a costa del electorado tradicional desencantado con la CDU de Angela Merkel. Pero es llamativa la falta de apoyo que ha recibido desde la jerarquía católica. A pesar de que AfD defienda de forma mucho más convincente que otros la familia o el derecho a la vida, el escepticismo europeo es visto como un “pecado” demasiado grave por los obispos).
Los “frentes nacionales” pueden explicarse como una reacción populista al miedo que provoca la globalización en un contexto de pérdida de poder por parte de los Estados. Esa misma pérdida de poder de los Estados crea a la vez al caldo de cultivo necesario para el auge del nacionalismo periférico, ya que, para el día a día de los ciudadanos, la cuestión de la pertenencia a una entidad estatal determinada ha perdido mucha importancia, lo cual hace menos costosos los experimentos.
Pero además la ideología nacionalista satisface la necesidad de pertenencia a un colectivo, y llena de algún modo el vacío que han dejado la secularización, la crisis de la familia, o incluso suple el desprestigio del patriotismo clásico. Según una reciente encuesta, sólo un 16,3% de los españoles estarían dispuestos a defender España sin dudarlo ante una agresión externa, un valor no muy diferente al que encontraríamos seguramente en cualquier otro país de Europa occidental. ¿Aumenta el nacionalismo, al tiempo que desciende el patriotismo? Contradictorio. A menos que ese nacionalismo, efectivamente, sea consecuencia de una crisis de identidad, de la pérdida de antiguas certezas y convicciones. Una religión de sustitución. Un ídolo pagano.
Hay otros ídolos. ¿Qué lleva cientos (miles ya quizá) de jóvenes europeos –ni mucho menos todos de origen oriental– a cambiar una vida relativamente cómoda y tranquila –con todos los problemas que se quiera, pero tranquila–por la yihad? ¿Qué puede mover a decenas (centenares ya quizá) de chicas de los países escandinavos a marcharse a Irak y Siria, para servir como objetos sexuales que satisfagan las necesidades de los luchadores del llamado Estado Islámico? Horizontes vitales, un sentido… Todo eso que las sociedades europeas han dejado de ofrecerles.
(La ideología yihadista, por cierto, no procede de los sectores más tradicionales de la sociedad, sino de otros fuertemente marcados por la mentalidad cientificista occidental, aunque eso tendría que ser objeto de otro análisis).