Coronavirus. Lo que estoy aprendiendo
Ha empezado el tormento para personas cada vez más cercanas. Y yo fui de los que lucharon por minimizar la amenaza del coronavirus insistiendo a todos una y otra vez en que era “poco más que una gripe”. Me parecía una locura colectiva, no podían ser razonables las medidas que contribuían a doblegar aún más a un pueblo ya con muchos problemas y una economía en recesión. “Hasta las peores gripes se pasan, no perdamos la cabeza y sigamos con nuestras vidas como siempre”. Como estadístico que soy, llevaba la cuenta de las muertes, las comparaba con el número excepcional de decesos por gripe hace tres años y todos los que sucumben cada año a infecciones hospitalarias. “Todo lo que nos dicen es un engaño, una exageración mediática”, pensaba. Es difícil aceptar cambiar, cambiar de idea y de vida.
Para evitarlo, uno puede incluso refugiarse en polémicas que usa como pretexto, convicciones consolidadas (gracias en parte a una vida rica), y hasta puede blandir principios sagrados. Durante la clausura, que al principio viví más bien como una condena, tuve que dedicar mucho tiempo a dar clases online. Me pasaba horas delante del ordenador grabando sin nadie delante, teniendo que volver a empezar cada vez que me equivocaba en algo.
A medida que pasaban los días, la realidad se fue aclarando. Las voces que había dejado en la lejanía se fueron acercando. Hasta que no pude evitar empezar a escucharlas con atención. Los recuentos y las muertes aumentaban. La preocupación se agigantaba. Se disparaban las cifras de muertos y los cálculos de coste-beneficio.
Responder a las preguntas de los alumnos, dialogar con ellos, discutir sobre las tesis, llevar adelante proyectos de investigación, seguir construyendo iniciativas culturales, llegado a cierto punto dejó de ser un intento para mantener alejados el miedo y el dolor, para cicatrizar aprisa las heridas, y empezó a convertirse en mi pequeñísima contribución al mundo, mi manera de decir “aquí estoy”, “estoy presente”. Mientras tanto, me quedaba admirado por lo que hacían y hacen muchos médicos y enfermeros. En la esencialidad y pobreza de la forma, también he visto la raíz profunda de tantas amistades.
Luego empezaron a enfermar amigos y familiares de gente que conozco directamente. El asedio se hacía cada vez más duro. Escuchando el relato de médicos y enfermeros, la enfermedad se fue presentando ante mis ojos como lo que es, una agresión contra la vida: la progresiva pérdida de la capacidad de respirar, la sensación de ahogo, el alejamiento de los familiares, la muerte en soledad.
Luego llegó el tormento de amigos que no podían acompañar a sus seres queridos al cementerio y que solo han rezar juntos por un familiar difunto a través de skype, a miles de kilómetros. También llegó la muerte de un querido amigo.
Nadie tiene ni idea de qué nos espera en el futuro, ni en el más cercano. Medirse con la realidad ahora significa para mí aceptar que no sé, no entiendo y necesito aprender de lo que sucede.
Yo también, como muchos han empezado a hacer estos días, estoy intentando retener lo que aprendo. Por ejemplo, ha cambiado el tono de las palabras, esas que ya conocía y estoy oyendo estos días. Palabras que me sorprendo escribiendo a menudo, como “persona única e irrepetible”, hoy me ponen en movimiento y me hacen suplicar que a ningún enfermo le falte un respirador. Y cuando, como me sucedió hace un par de noches, oigo a un médico que lucha en la trinchera y no se limita a decir: “es mi deber”, sino que añade: “hago este trabajo porque quiero a esas personas, mis pacientes son como mis hermanos”, entonces me doy cuenta de cuánto camino me queda por hacer.
A propósito de palabras, cuántas polémicas nos sirven de pretexto. No digo que no se deba criticar, pero ya no podemos rebajarnos a la superficialidad, a la falta de argumentación, a la deslealtad, a la falta de seriedad de no estar al tanto. De hecho, el tono de los que se las dan de saber mucho resulta más molesto de lo normal. Palabras como “sentido cívico”, “respeto”, “instituciones”, en este momento han perdido de repente su acento retórico. Nunca lo habría imaginado.
Como nunca habría imaginado que el aislamiento pudiera convertirse en una forma especial de sociabilidad, que de este modo muchos, obligados a mirarse a la cara a sí mismos, podrían descubrir al otro, que muchos pudieran experimentar una forma de libertad distinta de la que conocían, que no se limita a la responsabilidad. Sobre todo, no esperaba que tanta gente estuviera dispuesta hoy a dar su vida, su tiempo, su dinero a otros.
Todos nos estamos preguntando si esta situación nos hará mejores personas. Yo no sé responder. Solo sé que para recuperarnos del desastre, nuestro cambio personal y el de nuestras relaciones será un camino obligado.