Coronavirus. El valor, uno no se lo puede dar

Mundo · Giorgio Vittadini
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28 febrero 2020
Coronavirus: banco de pruebas de nuestra capacidad de raciocinio y, sobre todo, de elección. Estos son los anticuerpos que se esperan después del tsunami, en parte mediático, de un virus que ha llevado a Italia al borde del caos, si no de la recesión.

Coronavirus: banco de pruebas de nuestra capacidad de raciocinio y, sobre todo, de elección. Estos son los anticuerpos que se esperan después del tsunami, en parte mediático, de un virus que ha llevado a Italia al borde del caos, si no de la recesión.

Estos días se han disparado las preguntas que afectan a los pliegues de nuestra vida personal, que afectan a nuestro compromiso en la búsqueda continua de la verdad y el abandono del cómodo refugio de las opiniones ajenas, del “he oído decir”, de la superficialidad; la disposición a asumir el riesgo sin pretender que este disuelva todas nuestra incertidumbres; el valor de la sociabilidad que, por un lado, nos amenaza y, por otro, nos garantiza la fuerza necesaria para afrontar las dificultades.

La esperanza reside en un salto colectivo de calidad en la responsabilidad y en la capacidad de valorar lo que nos dicen los políticos, los medios y los científicos porque, aunque no seamos expertos, podemos establecer nexos con las informaciones que nos llegan.

No pueden no surgir dudas sobre las draconianas normas tomadas para garantizar la salud pública en lugares como Lombardía. No se puede no estar preocupados por las consecuencias en la vida personal y social de una nueva crisis económica, con incremento del desempleo, ulterior crecimiento de la pobreza, mayores dificultades para los estudiantes y empeoramiento de la calidad de vida para los más débiles.

Las personas que han perdido la vida porque el nuevo virus ha empeorado sus ya precarias condiciones de salud suponen una cifra inferior a los que mueren por infecciones hospitalarias. Para algunos expertos, esta nueva dolencia podría tener efectos devastadores si no hubiera estrictas medidas preventivas. Para otros, no es tan grave. El hecho es que el 95% de los enfermos se cura. Nadie renuncia a ir al hospital por el hecho de que se produzcan 38.000 infecciones hospitalarias letales cada año en Italia. Nadie deja de ir en coche a pesar de las escalofriantes cifras de muertos en accidentes de tráfico, que pueden suceder en cualquier momento y en cualquier parte; nadie abandona las grandes ciudades porque los efectos de la contaminación pueden acortar la vida. Por tanto, el problema no es que se aprueben medidas preventivas sino hacer que estas sean proporcionadas al peligro que se quiere combatir.

En este caso, como en otros (véase la crisis de las “vacas locas”), ciertos políticos han caído presa de las emociones de la gente y de los mecanismos mediáticos. En muchos casos prevalece un clima de miedo que lleva a reacciones desproporcionadas, como el asalto a los supermercados para abastecerse de alimentos y productos de primera necesidad suficientes para soportar un largo aislamiento. Si confirma una desconfianza previa hacia los demás en los lugares públicos, desde el metro a la calle, el puesto de trabajo o la comunidad de residencia. El miedo y la irracionalidad determinan el comportamiento de individuos que parecen esperar una catástrofe inminente.

Todo ello es ejemplo de una gran ley histórica: un enemigo externo solo tiene incidencia cuando una realidad ya lleva tiempo siendo minada y dañada desde dentro. Por eso esperamos el desarrollo de nuevos anticuerpos. En realidad, nuestro pueblo siempre los ha tenido, tras afrontar otras muchas dificultades. Dos guerras mundiales devastadoras, una epidemia como la “española” que cosechó millones de víctimas, la experiencia traumática de la emigración. A nivel personal, también es fácil rastrear historias de muchos que, en condiciones difíciles, aunque no dramáticas, no se han detenido ante el miedo sino que han puesto en marcha grandes recursos.

Pienso en los padres de una amiga mía que literalmente se han quitado el pan de la boca para criarla, pero siempre le han hecho creer que todo iba bien; un amigo albañil que después de la guerra reconstruyó él mismo la suya durante siete años; la madre de otro amigo que crio a sus hijos mientras su marido era un desaparecido de guerra; otro padre que durante años trabajó en la mina en el extranjero, 500 metros bajo tierra todos los días, con un sacrificio que hizo posible que sus hijos estudiaran. ¿Qué tienen en común estos ejemplos? Todas son personas que tenían un gran deseo, sostenido por comunidades que compartían su proyecto de vida y les daban la fuerza necesaria para afrontar con coraje e inteligencia los problemas y riesgos que se les presentaban.

Tener miedo es profundamente humano y útil. Permite no ser temerarios, imprudentes, superficiales, estar preparados para relacionarse con las personas y las cosas. Pero si uno tiene hambre y tiene que alimentar a su familia, puede aceptar incluso trabajos peligrosos. Hoy es necesario recuperar las grandes razones que pueden dar lugar a un valor y un deseo mayor que el miedo al virus, porque cuando uno está solo, como dice don Abondio en Los Novios de Manzoni, “el valor, uno no se lo puede dar”.

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