Coronavirus. ´Dios no es un mago´

Mundo · Federico Pichetto
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12 marzo 2020
Aunque al principio todos lo infravaloraron un poco –incluido el que escribe–, el virusCoVid-19 ya está cambiando nuestras vidas y ha supuesto varias vicisitudes. Después del primer impacto, que sobresaltó al norte de Italia en un fin de semana de asalto a los supermercados, siguió un periodo aún más complicado, con numerosos e insólitos hashtag que reflejan la superficialidad con que nos hemos acostumbrado a tratarlo todo, pensando que lo que nos sucede, incluido el trabajo, el amor o la salud, es solo un fenómeno transitorio y no un acontecimiento.

Aunque al principio todos lo infravaloraron un poco –incluido el que escribe–, el virusCoVid-19 ya está cambiando nuestras vidas y ha supuesto varias vicisitudes. Después del primer impacto, que sobresaltó al norte de Italia en un fin de semana de asalto a los supermercados, siguió un periodo aún más complicado, con numerosos e insólitos hashtag que reflejan la superficialidad con que nos hemos acostumbrado a tratarlo todo, pensando que lo que nos sucede, incluido el trabajo, el amor o la salud, es solo un fenómeno transitorio y no un acontecimiento.

A mi juicio, en este sentido avanza el gran desafío que tenemos por delante. Lo que está pasando estos días no es un hecho transitorio, una alteración del estado de ánimo colectivo ligado a algo a lo que se da demasiado o demasiado poco peso según el fin de semana, sino un acontecimiento, algo que define sin medias tintas un antes y un después.

El primer paso que la libertad de cada uno debe dar es, por tanto y ante todo, el de reconocerlo como tal. Obviamente, como todo acontecimiento, el segundo paso viene dado por la cuestión de la confianza. Cuando sucede algo perturbador como el amor de un hombre o una mujer, un dolor, un luto, una pérdida o una enfermedad, hace falta fiarse de algo. Benedicto XVI solía decir que lo que le falta al hombre occidental en este inicio de milenio no es tanto la fe como la concordancia del intelecto con una verdad religiosa, la fe como virtud social, hasta el punto de que la encíclica que simboliza el paso del pontificado de Ratzinger a Bergoglio lleva justamente el nombre de “Lumen Fidei”.

La crisis de la fe es la crisis de nuestra capacidad para confiar en alguien, alguien que –decía el Siervo de Dios don Luigi Giussani– se impone. Ante un caso epidemiológico, lo que se impone como más autorizado es la medicina: de los médicos esperamos que la política, la economía y la sociedad tomen sus consejos para el bien común porque es de naturaleza médica lo que está sucediendo. Lo que pasa esos días es un hecho sanitario y debemos mirar a los médicos con simpatía y disponibilidad. Lo digo porque creo que estos días, en los que se han dicho tantas cosas y de los que más adelante podremos hacer una síntesis más completa, muestran en pocas palabras dos consecuencias nada desdeñables. Por un lado, asistimos de hecho a la rendición de cuentas entre una economía no pensada para el hombre y el propio hombre. Por primera vez desde la caída del muro de Berlín, Occidente tiene que elegir entre la salvaguarda del propio sistema económico, financiero y productivo, y la supervivencia concreta de la gente.

Ciertamente, este no es el primer momento en que nos enfrentamos a este conflicto, pero en el pasado siempre ha habido algún espejismo ideológico que nos impedía ver lo que estaba en juego. Eso ya no existe. Es evidente que cerrar un país o una región significa claramente condenar económicamente a la zona que se cierra, pero también está claro que una economía que fracasa porque debe detenerse para salvar vidas humanas es una economía que ya ha fracasado porque está en contra de lo humano, contra el motivo por el que nació: el bien de todos. El coronavirus es un rechazo frontal al modo en que hemos organizado las relaciones económicas y productivas durante estos dos siglos, el pródromo más significativo al encuentro que el Papa quería dedicar –precisamente en marzo– a la economía sostenible, que cuando se celebre, en noviembre, encontrará en los hechos de estos días una documentación impresionante del camino por el que trabajar y moverse.

Por último, hay otra consecuencia que empieza a vislumbrarse entre los confusos hilos de estas semanas. Se ha abierto camino entre algunos creyentes la tentación de no fiarse de la medicina ni de las decisiones comunitarias sobre cómo moverse, sino de la “fe”. Está claro que con los mismos ingredientes se puede hacer otra menestra, pero la fe de la que estamos hablando en este caso no tiene nada que ver con el imponente fenómeno de la razón que se abrió paso en el mundo occidental desde los primeros siglos. Esa fe a la que muchos parecen querer aferrarse en estas circunstancias se parece más a una forma de magia que hace de Dios el más potente de los magos. La benevolencia de Dios, que existe, y los milagros de Dios, que existen, no son fruto de ritos o fórmulas sino de una inteligencia dócil que obedece a la realidad hasta la mendicidad. El hombre atiende, pero es Dios quien sana. Dirigirse sencillamente a Dios sin atender las indicaciones de la comunidad civil –tratando esas indicaciones dadas con suficiencia porque “total, si quedamos para celebrar algo no va a pasarnos nada”– no solo es sinrazón sino que tendrá efectos miopes y devastadores que hoy ni siquiera podemos imaginar. Por lo demás, que intente un estudiante pedirle a Dios sacar “dieces” sin haber estudiado una página, que intente un enfermo pedir a Dios la curación sin seguir los consejos de su médico. Dios no es algo distinto de la realidad, Dios no es un druida, Dios es quien convierte la realidad misma en camino de curación. Si bien es cierto que nuestro mundo está enfermo y alejado de Dios, solo nuestra seriedad en el momento presente tal cual es nos permitirá tener una mirada pura y libre para reconocer los milagros que Él quiera realizar. La vida no es cosa nuestra.

Cuando acaben estos meses, serán nuestras ganas de vivir e implicarnos con el Misterio lo que volverá a poner en marcha la economía, igual que –al final de cada jornada– es nuestro deseo de vida y de decir sí a la provocación de Otro que nos desafía lo que hace de esa jornada un tiempo vivido y no un tiempo perdido. Será nuestra penitencia cuaresmal, nuestra apertura para acoger con seriedad, sobriedad y humildad todas las indicaciones sanitarias y civiles que se nos den para que el flagelo de este virus –que está sembrando muerte y destrucción por todo el mundo– llegue a ser el inicio de algo nuevo, el camino para poder volver a empezar, volver a casa siendo más nosotros mismos, descubrirse en el fondo cambiados, más sinceros, más alegres, más libres, más dispuestos a sacrificarnos y a ponernos en cuestión. Mirando atrás y viendo estos días de renuncia y lágrimas como días de una Gracia extraordinaria y desconocida, como el tiempo propicio para nuestra conversión.

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