Contradicciones

España · Manuel Martínez Sospedra
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4 febrero 2010
No es posible tener un proyecto político coherente sin un respaldo doctrinal sólido detrás. La consistencia del discurso hace factible la coherencia del proyecto y permite reducir el fenómeno de las políticas públicas que obedecen a orientaciones incompatibles entre sí. Cuando el discurso que subyace a un proyecto político registra fisuras y encierra contradicciones es muy difícil evitar que la contradicción entre políticas públicas estalle. Algo de esto les ocurre a los dos principales partidos nacionales, a uno por activa y al otro por pasiva, con un tema de largo tiempo de maduración y de importancia estratégica crucial: la política demográfica.

El pasado abril, sin ir mas lejos, en la comparecencia en el Congreso ante la subcomisión del Pacto de Toledo que hace el seguimiento del sistema de pensiones, el comisario europeo Sr. Almunia señaló que la baja tasa de natalidad (1,4), muy lejana de la tasa de reposición que permite el mantenimiento de la población (2,1), suponía un riesgo mortal para el Estado de Bienestar, cuya viabilidad económica comprometía. Si no se actuaba, y se actuaba ya, los sistemas de protección social serían económicamente inviables en un plazo de unos treinta años.

Un sistema de protección social en el que la población activa que sostiene a la población asistida está por debajo de una relación 1 a 2 no es viable. La conclusión se desprendía por sí misma: la tasa de dependencia se debe reducir actuando sobre los dos puntos nodales: instrumentando medidas que aumenten la tasa de natalidad, y corrigiendo al alza la edad real de jubilación, que marca el paso del sostenimiento a la asistencia. En el Ministerio competente (Trabajo y Seguridad Social) lo tienen clarísimo, de ahí que no haya sorprendido a ningún conocedor del problema que el presidente del Gobierno haya sacado de la chistera la elevación de la edad de la jubilación voluntaria. Puede ser una ocurrencia, pero si lo es, lo es por el momento, no por la medida en sí.

Sin embargo, al mismo tiempo que se actúa sobre un extremo del problema no se hace lo mismo en el otro, y se  instrumentan medidas que tienden a agravar el problema en medio. España tiene un déficit de gasto social respecto de la media de la Unión Europea que se mueve entre un mínimo de cuatro puntos y un máximo de casi siete. Eso significa unos 50.000 millones de euros/año en la parte baja de la varianza. Uno de los motivos principales de ese déficit se halla en la lamentable política de protección a la familia de que gozamos. Baste un dato: España gasta en protección a la familia el equivalente al 1,4 del PIB, Francia gasta el 3,8. Y sin protección a la familia, es decir, sin apoyo financiero a los hijos, sin guarderías, sin facilidades para compaginar actividad laboral y maternidad, sin servicios sociales de apoyo, tener hijos es un negocio ruinoso. Que nadie se llame a engaño: las víctimas directas principales de esa omisión son las mujeres, que no pueden realizarse plenamente ni en el seno familiar ni en la vida laboral. Claro que eso supone mayores ingresos públicos, lo que supone mayor carga fiscal (en 2009 siete puntos por debajo de la media de la UE y a casi 17 de la de los países escandinavos, donde se vive fatal y la economía no funciona, como todo el mundo sabe). La consecuencia es bien visible: los tirios miran para otro lado y los troyanos también. Además, eso de protección a la familia es para unos peligroso, porque supone más gasto y más Estado, y para otros, cutre y casposo, con cierto resabio franquista. Unos por otros, la casa por arreglar.

Y en no arreglando el problema, aparece el Gobierno que gloriosamente nos rige y nos pone encima de la mesa una reforma de la regulación del aborto dirigida a convertir dicha práctica en una prestación de la Seguridad Social al efecto de que la misma sea fácil y las mujeres puedan "gozar libremente de su sexualidad", por citar la inmortal frase de una dirigente del partido gubernamental. Cuando los tirios quieren facilitar el aborto los troyanos, que no han movido un dedo cuando han sido poder para corregir una práctica de aborto libre en fraude de ley, se rasgan las vestiduras, eso sí, con moderación para no espantar a una parte de la clientela.

Con independencia de los problemas morales y de constitucionalidad que el diseño del proyecto en tramitación plantea, resulta sabio y prudente considerar las cosas desde el punto de vista, lamentablemente pragmático, de la sostenibilidad del Estado de Bienestar. Por conservar una referencia a unas mismas cifras oficiales (las de Sanidad), desde 1998 a 2008 la tasa de abortos por mil mujeres ha pasado del 6,0 al 11,78, casi el doble, el número acumulado de abortos durante el período es de 908.883, de los cuales 423.953 corresponden a la responsabilidad de los troyanos y el resto, los de los últimos años, a los tirios. Eso significa que en los últimos años los abortos suponen del orden de un sexto de los nacidos.

Desde la perspectiva que aquí se adopta eso significa que entre el 98 y el 2008 no han ingresado en el censo por causa del aborto el equivalente al 2 por ciento del padrón a primero de diciembre de 2009 (45.983.364, y calculen), y que esos españoles que no están, porque no se ha dejado que estén, suponen el 3,95 de la población activa en mayo de 2009 y el 4,87 de la población ocupada a esa fecha. En otras palabras: esos españoles a los que no se ha dejado nacer aumentarían del orden de tres décimas la tasa de natalidad, llegados a la edad laboral retrasarían el déficit del sistema público de pensiones entre cuatro y seis años, aumentarían la relación entre activos y asistidos, y facilitarían más que apreciablemente la viabilidad del sistema de protección social. Con la circunstancia añadida (y uno tiene la tentación de escribir "agravada"), de que esa ausencia perjudica de modo más que proporcional a la población que más necesidad tiene de los sistemas de protección social: las clases trabajadoras y medias. Como se ve, la lógica de la reforma del aborto entra en conflicto irremediable con la lógica de la protección social.

Esa contradicción no debería sorprendernos: viene a revelar, en el plano de las políticas públicas, una contradicción de naturaleza ideológica y cultural: el sistema de protección social que el Estado de Bienestar supone tiene su fundamento en concepciones ideológicas comunitaristas o personalistas a las que es connatural, de las que se sigue poco menos que espontáneamente un deber ético de solidaridad con nuestros prójimos que impone a los mejor posicionados o más afortunados sacrificios para apoyar a los menos afortunados. Medidas como la reforma del aborto obedecen a una cosmovisión rigurosamente individualista, en la que la propia satisfacción y el propio interés obtienen una prioridad absoluta. El viejo filósofo ya objetó con razón a la madura filósofa: "¿Individualismo y solidario? Imposible". Lo dicho.

Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional en la UCH-CEU

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