Contra el diablo no se puede luchar solo
Un Papa contento charlaba con los periodistas a bordo del avión que lo llevaba de regreso a Roma. Llevaba consigo no solo un viaje de dos días al noveno país musulmán visitado en sus 28 viajes apostólicos, con gran júbilo por las calles de Rabat y una fraternal acogida por parte del monarca más enigmático del norte de África, sino también la posibilidad de hablar allí sobre el status de Jerusalén en vísperas de las elecciones israelíes, sin duda condicionadas por la musculosa política de Trump, y llamar al orden a Europa por sus autolesivas medidas antiinmigración.
Sometiéndose a la línea de fuego de las preguntas aéreas, remarcó dos o tres cuestiones que le preocupan especialmente, y que este viaje ha devuelto a primer plano. Sobre todo lo de construir puentes. Como buen ingeniero, ha recordado una verdad que para él resulta evidente, “los que se obstinan en levantar muro, antes o después acaban prisioneros”. Y que el diálogo con el otro, con el que es diferente, no es materia de laboratorio sino un ejercicio “humano”, es decir, hecho de carne, mente, corazón y, sobre todo, manos.
Ha vuelto a dar una lección sobre cómo crecer en la fe a los que le importunaban sobre el castigo, en tierra islámica, a los apóstatas y convertidos, recordando la feliz fórmula sobre el progreso en la fe del monje francés Vicente de Lerins, del siglo V: “annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate”, es decir, nada es estático, mucho menos el depósito doctrinal, ya sea musulmán o cristiano, hay que darle tiempo. Para reforzar su tesis, se atrevió incluso a llamar en causa a cierta ideología libertaria que pone en riesgo las democracias en Europa y América y el derecho sagrado a la objeción de conciencia en cuestiones éticamente sensibles, como la eutanasia o el aborto. De manera vergonzosa, apuntó. Igual que deberían avergonzarse los gobernantes que, además de muros, instalan también hojas afiladas capaces de cortar la carne de los que, desesperados, van en busca de paz y libertad.
Francisco volvió a hablar de su único enemigo, el diablo. Ese ser que en los últimos tiempos se dedica a intentar dividir y dañar a la Iglesia y del que ya habló en el congreso sobre la protección de menores en el Vaticano. Un problema sobre el que se pueden buscar todas las explicaciones posibles, analizar las causas, castigar a los culpables, pero siempre quedará algo insondable e incomprensible en los esfuerzos de la Iglesia por abordar estos escándalos, algo imposible se entender sin tomar en consideración el misterio del mal.
Eso no significa renunciar a erradicar el problema, aseguró Francisco, sino abordarlo con toda su complejidad. Sin soluciones donatistas que, concentrándose en leyes, normas y prescripciones, olviden otras dimensiones imprescindibles en la estructura eclesial, como la oración, la penitencia, la lucha contra el maligno, demasiado malicioso como para dejarse enjaular por una serie de normas. Se trata de un matiz importante, que tal vez reequilibre una cumbre centrada en una obligada obsesión por el castigo de los culpables y la sanación de las víctimas, pero contra el diablo no se puede luchar solos. Pedir ayuda al Espíritu Santo y dejar un poco de espacio a la Gracia es la verdadera y santa audacia.