Conrad, la belleza de franquear los confines
“La niebla que veo ante mí, por primera vez en mi vida me enfrento a saber lo que dejo y no poder imaginar lo que encontraré, qué carga de responsabilidad llevar esta nave hacia un rumbo que nadie sabe…”. Será por estos primeros días de frío invierno, pero estas palabras de una canción de Jovanotti, inspiradas en “La línea de sombra” de Joseph Conrad me han transportado a hechos lejanos.
Leo la letra de esa canción en un panel de la sala de espera de un taller, donde uno esperaría encontrar textos e imágenes muy diferentes. Me gusta pensar que alguien lance un mensaje en una botella en lugares improbables, como una flor que brota entre las piedras, para despertar en los corazones adormecidos la espera de la que hablaba la gran novela anglo-polaca.
A menudo invito a mis alumnos a leer historias del mar, de confines e inquietudes, para que prenda en ellos la fascinación de la distancia y de la espera. En este sentido, ¿qué mejor que grandes autores como Melville, Stevenson o Conrad? Mediante la vieja metáfora del viaje por mar, ellos narran la gran aventura de la vida, tomada en algún momento decisivo de crisis. “La línea de la sombra”, publicada en 1916, narra ese delicado paso entre la juventud y la edad madura, esa “región crepuscular” que suele ir marcada por acontecimientos aparentemente insignificantes que luego se revelan decisivos.
El joven oficial de la marina que protagoniza la historia decide abandonar la vida del mar sin motivos aparentes. Siente que algo de su edad juvenil ha acabado, “el malestar nuevo de la juventud que llega a su término”, afirma, afectado de “tedio e insatisfacción”. Capturado por un “sentimiento de vacío de la vida”, cae preso en un “desvanecimiento profundo”. Le parece que ya no hay nada que esperar del mundo, nada “nuevo, original, revelador”; “ninguna sabiduría que adquirir, ningún placer que gustar”. Pero estando en un hotel mientras esperaba los documentos para su repatriación, sucede algo imprevisto que pone en marcha todas sus energías adormecidas: la notificación de un puesto de mando como capitán de una nave.
Lo imprevisible sucede, “como si al volver la página de un libro descubriese la palabra que explicara todo lo anterior”. Sobre la nave, que parte hacia Bangkok, pesa la maldición del capitán anterior, muerto tras volverse loco, pero el joven comandante no lo advierte, inmerso en un clima de acontecimientos prodigiosos. Había sucedido algo que superaba con mucho sus expectativas, pues hasta entonces había pensado en el cargo de mando “como resultado de una lenta promoción al servicio de una compañía respetable, la recompensa de largos y leales servicios”.
De manera genial, Conrad intuye que “en la noción de recompensa hay siempre algo desagradable”. Le parece mucho más grande la gratuidad y el asombro ante un acontecimiento imprevisto. El nuevo encargo superaba “mis previsiones más razonables”, como si el joven fuera destinado a una nave desconocida “por un poder superior a todos los prosaicos agentes del mundo comercial”. Se descubre puesto al mando, “no de acuerdo con el curso habitual de las cosas, sino como por arte de magia”.
El estupor agradecido aumenta ante la nave, “¡mi barco!”, exclama, “objeto de mi responsabilidad y devoción”. “Me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz de moverse, de vivir, de recorrer el mundo hasta que yo no hubiese llegado –semejante a una princesa encantada–. Su llamamiento me había venido del cielo, en cierto modo. Yo jamás había sospechado su existencia”. Verdadero culmen estático del libro, el protagonista –aunque no cuesta reconocer tras su figura al propio Conrad, pues el subtítulo de la novela nos advierte de que se trata de “una confesión”– percibe “una sensación de vida intensa que hasta entonces había ignorado y que no he vuelto a experimentar después”, “el sentimiento de una vida más vasta y más intensa”. El camino será todavía largo, como largos son “todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo”.
Se trata, ni más ni menos, que de un enamoramiento. “Me sentía como el enamorado que espera la hora de una cita”. Cuando el barco aparece ante él por primera vez, escena largamente preparada por la sabia prosa de Conrad, el protagonista siente “un golpe en el pecho; uno solo, como si mi corazón hubiese cesado de latir”. Son estas algunas de las páginas más inspiradas del gran escritor inglés. “Sí, él era. La vista de un casco y su aparejo me llenaron de una gran alegría. Aquel sentimiento del vacío de la vida que tanto me había inquietado los meses anteriores perdió de pronto su amarga razón, su poder nefasto, ahogándose en la corriente de una emoción dichosa”.
El barco, “semejante en esto a algunas mujeres excepcionales, era uno de esos seres cuya simple existencia es un deleite objetivo: uno siente la satisfacción de vivir en un mundo en que semejante criatura existe”. Son expresiones admirables, dignas de estar al lado de la fórmula que inventó san Agustín para indicar una relación amorosa: “Amo, volo ut sis” (amo, quiero que tú existas).
El escritor aclara, solícito: “aquella ilusión de vida y de personalidad que nos encanta en las más bellas obras humanas emanaba de sus formas”. En el sensual abrazo de esta descripción, al joven le parece que “nada habría podido igualar la plenitud de aquel momento, la ideal perfección de aquella emocionante experiencia que se me concedía sin la labor preliminar ni las desilusiones de una carrera oscura”.
El sutil umbral de la línea de sombra se ha franqueado, la novela de formación vira hacia la madurez y la tragedia, necesariamente hacia su cumplimiento. Las ilusiones arden ante la experiencia. A bordo de la nave se extiende con rapidez la fiebre amarilla, la navegación se suspende en una prolongada quietud.
Como advierte un verso de Baudelaire que sirve de epígrafe a la novela, la amenaza no proviene de la tempestad, sino de una “calme plat”, que es “como un anticipado sabor de destrucción”. La nave, casi inmóvil en la tórrida aura tropical, lleva consigo una carga mortal, como si encarnara la maldición del viejo capitán. Vuelve a plantearse el mito del Holandés Errante, el buque fantasma condenado a vagar por los mares sin esperanza del que habla la música de Wagner.
Envuelta en un “maldita encantamiento”, la nave parece moverse en direcciones ondulantes por “misteriosas corrientes”, por “una brisa variable y engañosa”. El joven capitán y el cocinero, los únicos indemnes por las fiebres, deben combatir el doble frente de la calma y la enfermedad. No queda más esperanza que la quinina, el antiguo fármaco que se utilizaba contra la malaria. Pero, consternado, el capitán se da cuenta de que se han acabado las provisiones, su predecesor la vendió a cambio de una cantidad considerable de dinero. La nave vaga en el océano como “una tumba flotante”. Todo está rodeado por una “noche absoluta”, como “las tinieblas anteriores a la creación”.
El joven capitán está solo, como “cada uno solo en su puesto”. Pero llega el “momento fatal”. Caen grandes gotas de lluvia, anuncio de una furiosa tempestad. Al borde del abismo, el comandante se prepara para la batalla contra las tinieblas. Luego, de nuevo la calma, una brisa ligera que vuelve a empujar la nave, ahora como guiada por un misterioso y por fin benévolo timonel. El equipaje está en “las manos de una providencia benévola y enérgica” y los marinos son puestos a salvo.
Como una perfecta novela de formación, el libro concluye afirmando que “un hombre tiene que aprenderlo todo”, con ecos que resuenan al rey Lear de Shakespeare: “ripeness is all” (la madurez lo es todo).