Con el Sinaí fuera de control

Mundo · Tewfik Aclimandos
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26 noviembre 2015
El Sinaí y sus terroristas son objeto de discursos plurales, como el del estado egipcio, el de las organizaciones de derechos humanos, el de los islamistas, el de las poblaciones autóctonas y beduinas, sobre todo después del abatimiento de un avión ruso a finales de octubre, pocas semanas antes de los atentados en Beirut y París. Un problema y un desafío que abre varias cuestiones, pero que también son instrumentalizados por discursos de deslegitimación del régimen proclamado el 30 de junio de 2013, o críticas radicales a las prácticas y modos de actuar del estado egipcio, sea cual sea la elite que ocupa su cumbre.

El Sinaí y sus terroristas son objeto de discursos plurales, como el del estado egipcio, el de las organizaciones de derechos humanos, el de los islamistas, el de las poblaciones autóctonas y beduinas, sobre todo después del abatimiento de un avión ruso a finales de octubre, pocas semanas antes de los atentados en Beirut y París. Un problema y un desafío que abre varias cuestiones, pero que también son instrumentalizados por discursos de deslegitimación del régimen proclamado el 30 de junio de 2013, o críticas radicales a las prácticas y modos de actuar del estado egipcio, sea cual sea la elite que ocupa su cumbre.

El Sinaí fue ocupado por Israel tras la guerra de los seis días (1967) y progresivamente fue devuelto a Egipto en el ámbito de los acuerdos de paz negociados por Anwar al-Sadat y Menachem Begin. Con el paso del tiempo, la gestión del territorio por parte del régimen de Hosni Mubarak fue catastrófica. A pesar de que se elaboraron varios proyectos y planes, en lo concreto se terminó desarrollando el turismo y los balnearios del suroeste, una zona industrial y petrolífera en el sureste, varios proyectos en el noroeste y en el centro, y abandonando el noreste (y el centro). El sur es mucho menos pobre que el norte, donde viven dos tercios de la población. Decenas de miles de egipcios del valle del Nilo iban a trabajar a la península mientras las poblaciones beduinas eran marginadas.

Estas últimas no tenían acceso a la propiedad, eran objeto de discriminaciones sistemáticas cuando se trataba de acogerlas y, peor aún, las tierras que pasaban a su propiedad en virtud del derecho consuetudinario se expropiaban a favor de personas favorables al poder central. El territorio estaba gestionado por las fuerzas de seguridad, que decidían quién debía invertir, en qué y dónde. Los beduinos pusieron en pie una economía informal, por no decir criminal, basada en todo tipo de tráfico: estupefacientes, seres humanos y, más tarde, armas.

Esta era la situación cuando en 2004 pillaron a Egipto por sorpresa con los atentados yihadistas, y descubrió que el salafismo se había instalado en la península durante los años 90. Era esta una corriente quietista y no despertaba las sospechas de las autoridades, que a veces incluso lo ayudaron. También emergieron grupos “takfiristas” que consideraban apóstata a la sociedad, es decir, no musulmana, al haber perdido todos sus vínculos con la religión del Profeta, practicaban un exilio interior y se retiraron al desierto para fundar una comunidad de auténticos creyentes. Ellos tampoco causaron grandes problemas, pero en un momento dado la relación entre islamistas y salafitas yihadistas palestinos desembocó en violencia. Los takfiristas fundaron entonces una organización extremista y recurrieron a la táctica que habitualmente adoptan estos grupos: atacar a los turistas, símbolo de la impureza y financiadores a su pesar del estado impío.

La respuesta por parte de este último fue terrible (2004/2006) y puede revindicar el estatuto de causa principal de todo lo que sucedió después. De los beduinos y de la población autóctona no se sabía nada, pero se puso en marcha una emergencia. El estado procedió con la brutalidad que le es propia en situaciones de emergencia: detenciones masivas, a ciegas, violencia contra los arrestados, también contra las mujeres, detención de familiares y sospechosos… El gobierno ganó ese round pero a un precio muy alto. Los beduinos nunca perdonaron la afrenta sufrida.

El grupo salafita yihadista quedó diezmado pero no desapareció. Quedó un núcleo de un centenar de personas. Los grupos salafitas y takfiristas quietistas siguieron proliferando. Mubarak gestionó el problema a golpe de expediente. Dejó que los islamistas de Gaza cavaran cientos de túneles para evitar el “asedio” y dejó que los beduinos comerciaran con el enclave palestino.

No se sabe muy bien qué pasó durante la revolución, la transición y el poder de Muhammad Morsi (2011/2013), pero estos fueron años perdido para el estado. Los movimientos salafitas yihadistas aprovecharon estos dos años para reclutar, extender sus tropas (se pasó de 150 militantes a varios miles, con estimaciones que oscilan entre 2.000 y 8.000), armarse y establecer contactos e intercambios con sus “homólogos” en Gaza.

Varios grupos se fusionaron dando lugar a Ansâr Bayt al-Maqdis y más tarde a la provincia del Sinaí del Estado Islámico. Durante la transición guiada por el CSFA (Consejo superior de las fuerzas armadas), algunos grupos multiplicaron sus atentados contra los gaseoductos. Muchos actores locales, islamistas o no, intentaron aprovecharse en 2011 de la inseguridad, lo que fortaleció los prejuicios de los egipcios del valle y del poder central. Durante el Ramadán de 2012, algunos yihadistas atacaron a las tropas egipcias y cometieron la primera “masacre de Rafah” (a la que siguieron otras). Ante esta situación, los Hermanos Musulmanes en el poder optaron por la negociación y, sin conocer los términos del acuerdo, sabemos que el Sinaí conoció entonces una relativa calma. Hubo una oleada de violencia tras la caída de Morsi que los yihadistas interpretaron en los siguientes términos: si no han querido a un presidente que se decía islamista sin serlo realmente, puesto que no ha aplicado la sharía, ¿qué harán con nosotros?

Hoy la situación está así: los yihadistas se concentran en una sexta o quinta parte del territorio nororiental. Las tribus del Sinaí están divididas. Algunas (lo Tarrâbîn en particular) apoyan al estado central, otras (sobre todo los Sawarka) a los yihadistas, con minorías en su seno, en ambos casos, que actúan de otro modo. Las tribus aliadas critican al estado central, dispuesto a hacer promesas (sobre la propiedad de tierras, el agua, el toque de queda, el acceso a los servicios, la indemnización a los refugiados) que no mantiene. Piden armas pero por el momento el estado se niega por temor a las milicias. Los notables de las tribus se quejan de que les traten como simples informadores. Los yihadistas solo piden una cosa: no dar información al poder central, y castigan severamente a quien desobedece.

Para el estado, los problemas son otros. Según algunas fuentes, los jefes de las tribus piden al estado que no obstaculice su tráfico y a cambio ofrece su apoyo, pero evidentemente las autoridades no pueden aceptar ese mercadeo. Durante mucho tiempo el poder no ha tenido información sobre grupos yihadistas, de ahí su tendencia a insistir con los notables.

Las capacidades operativas del ejército están mejorando, como demuestran los últimos enfrentamientos entre militares y yihadistas. Sin embargo, persisten muchos errores, sobre todo en el ámbito del reconocimiento. Al mismo tiempo, las fuerzas gubernamentales parecen incapaces de dar seguridad al triángulo territorial (al-Arish, Rafah, Shaykh Zuwayd) donde actúan los yihadistas.

En las filas intermedias de los oficiales, muchos expresan el deseo de una escalada de violencia “para acabar con ella”. Pero los líderes son sensibles a la crítica de los medios occidentales y de los activistas, que subrayan la importancia de los “daños colaterales” en términos de pérdida de vidas humanas civiles, destrucción de viviendas, emigración forzosa. Hay razones para pensar que el estado espera poder desplegar perennemente las tropas egipcias en regiones donde el acceso le estaba prohibido por el tratado de paz egipcio-israelí, a menos de contar con autorización israelí.

La mayoría de los discursos no institucionales subrayan la necesidad de una postura contraria a las insurrecciones en términos de seguridad humana. Recuerdan, por ejemplo, que la muerte de una víctima inocente (o no inocente) radicaliza potencialmente a toda su familia. Es evidente que el estado egipcio y sus agentes están muy lejos de manejar los instrumentos, el lenguaje, los conceptos y las prácticas de este binomio.

Por lo que respecta a los yihadistas, las informaciones fiables son numerosas. Se sabe que la mayoría por los hijos de las tribus del Sinaí (los Sawarka concretamente), pero también hay una importante minoría procedente del valle y luego están los “foreign fighters”. Se sabe que toda formación yihadista del Sinaí tiene su “doble”, su “homólogo”, en Gaza, y que ambas se ayudan mutuamente. Se sabe que una parte importante de las tropas está formada por delincuentes que han optado por este camino y que las actividades criminales financian el combate. Por su parte, los expertos discuten para entender si esta organización está “verdaderamente” afiliada al Estado islámico o si en cambio mantiene vínculos con Al-Qaida, lo cierto es que los que han asegurado o aseguran el adiestramiento militar de los reclutas pertenecen a la esfera de Ayman al-Zawahiri.

Oasis

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