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Con el norte y con el sur

Editorial · F.H.
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10 diciembre 2016
Fue la semana pasada. Habían pasado pocas horas después de que el Banco Central Europeo tomara la decisión de prorrogar el plan de compra de deuda pública. Un periodista buscaba un titular rápido. Era una de las habituales entrevistas que se hacen a los expertos. ¿Quién lleva la razón en el debate sobre la política monetaria europea, los países del norte o los países del sur?, preguntó.

Fue la semana pasada. Habían pasado pocas horas después de que el Banco Central Europeo tomara la decisión de prorrogar el plan de compra de deuda pública. Un periodista buscaba un titular rápido. Era una de las habituales entrevistas que se hacen a los expertos. ¿Quién lleva la razón en el debate sobre la política monetaria europea, los países del norte o los países del sur?, preguntó. “Draghi y su solución de compromiso”, respondió el economista haciendo referencia al italiano que está al frente de la entidad emisora. No hubo titular de fácil digestión que le diera la victoria a uno de los dos bandos en litigio. Pero sí una respuesta inteligente, que requiere una cierta explicación, y que apunta a una buena solución en estos tiempos de desconcierto y de fractura que se viven en Europa y en el conjunto de Occidente.

No sin el norte y no sin el sur, no sin los liberales, no sin los socialdemócratas, no sin los laicos, no sin los creyentes. No sin los musulmanes, no sin los agnósticos. No sin los que cuestionan el sistema, no sin los que lo defienden sin darse cuenta de que la tradición se ha quedado acartonada y es una reliquia que se antoja prisión. Si algo claro nos ha dejado este 2016 que está acabando, año de referéndums ganados por la mínima (salvo el de Renzi que ha tenido un resultado claro), es lo contraproducente que puede llegar a ser un líder o una política cuando no son inclusivas. En estos tiempos de perplejidad y de insatisfacción es fácil soñar con soluciones claras, rotundas, quién sabe si rápidas. Pero la ansiedad por demostrar quién tiene razón, también en política, puede ser inversamente proporcional a la capacidad para crear lugares en los que se pueda vivir mejor. Afortunadamente ser europeo todavía significa, en algunos ámbitos, no esperar una victoria absoluta a estar abiertos a soluciones diferentes.

La economía tiene la ventaja de ser muy concreta. En el euro conviven dos clubes que, aparentemente, tienen intereses muy diferentes, aunque en realidad juegan en el mismo campo. Los países del norte, bajo la sombra del gigante alemán, son países ahorradores. Los alemanes no suelen tener casas en propiedad, no pagan créditos hipotecarios, guardan lo que han ganado en el pasado (que suele ser mucho) en depósitos bancarios, seguros de vidas y productos con los que planifican metódicamente su jubilación. El dinero barato y fácil no les viene bien porque devalúa sus ahorros. No son gente con muchas deudas. No les gustan los tipos de interés a cero, no les gusta el programa de compra de deuda del BCE que es una forma de inyectar liquidez al sistema. Por eso el ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, ha llegado a culpar a Draghi y al BCE de ser responsable del partido populista Alternativa por Alemania.

En el club del sur, por el contrario, sus miembros están endeudados. Les gusta comprar casas en propiedad, les viene bien el dinero barato para saldar sus créditos con más facilidad. Los del norte les recetan una y otra vez austeridad. Tanto dinero barato hace la vida demasiado fácil y frena las reformas estructurales necesarias, alimenta los viejos vicios (mala formación, estatalismo, asistencialismo), es un freno para la competitividad –dicen los del norte–.

Pero más allá de la postura de unos y otros, algo hemos aprendido de lo sucedido en los últimos años. Los errores cometidos con Grecia están a la vista de todos. Por mucho que un país haya gastado mucho y mal, y además haya mentido, no se le puede condenar a una postguerra económica sin que haya habido guerra. No se puede provocar tanto sufrimiento social.

Hemos aprendido en los últimos años (2009-2014) que la receta de la disciplina fiscal a cualquier precio es un a priori que hace mucho daño. Imponer reformas drásticas sin dar cierto tiempo para que mejore la productividad, la capacidad de competir y la educación es una condena. El presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, ha tenido la inteligencia de señalarlo y de impulsar un plan de estímulo.

En realidad, la división de Europa en dos clubes es más ficticia que real. Los destinos de unos y otros están estrechamente ligados. Alemania depende considerablemente de sus exportaciones al resto de la zona euro, que no acaba de despegar. Las previsiones de crecimiento están por debajo del dos por ciento, no hay riesgo de inflación y sí muchas incertidumbres internacionales (Brexit, Trump). Es lógico y necesario meter más dinero en el sistema. Draghi ha tenido la inteligencia de prolongar el programa de liquidez hasta finales de 2017, pero se ha comprometido a ir reduciéndolo a partir del mes de abril. Ha llegado a una fórmula de compromiso que espanta algunos miedos germánicos.

Las fórmulas simples ya no sirven. Es absurdo soñar con una solución a lo Thatcher a base de privatizaciones, reducción del sector público y liberalización drástica. Sobre todo, porque no estamos en los años 80, porque queda poco por privatizar y porque ya hemos visto las consecuencias nefastas de una desregulación sin límites. La política liberal que promete Fillon en la campaña electoral francesa se irá matizando y tendrá la ventaja de hacer pedagogía en un país con un sector público descomunal. No será una mayor dosis de liberalismo clásico ni una vuelta a los planes de inversión pública (Trump quiere ir por ahí) tradicionales lo que nos saque del atolladero. Tendrá que ser una fórmula nueva, no sin el norte, no sin el sur, no sin los que todavía no tienen la educación adecuada, no sin los que tienen capacidad para competir. Por eso somos europeos. Orgullosamente europeos.

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