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Con el mejor feminismo y más allá

Editorial · Fernando de Haro
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4 febrero 2017
Quizás sean diferentes lados del mismo poliedro. Por una parte, el deseo de seguridad, la inseguridad de la identidad perdida que se convierte en rechazo del migrante, del extranjero. Y el sueño y la violencia de los muros. Por otra el deseo de paternidad, la inseguridad de una identidad que sin hijos se considera infecunda. Y el sueño y la violencia de un mercado en el que se puedan comprar y alquilar vientres para una maternidad de otro modo imposible.

Quizás sean diferentes lados del mismo poliedro. Por una parte, el deseo de seguridad, la inseguridad de la identidad perdida que se convierte en rechazo del migrante, del extranjero. Y el sueño y la violencia de los muros. Por otra el deseo de paternidad, la inseguridad de una identidad que sin hijos se considera infecunda. Y el sueño y la violencia de un mercado en el que se puedan comprar y alquilar vientres para una maternidad de otro modo imposible.

El Congreso del PP que se celebra en Madrid el próximo fin de semana ha desatado la polémica sobre lo que eufemísticamente se llama la “maternidad subrogada”. En España está prohibida. Pero un niño nacido fuera, a resultas de uno de estos contratos, puede ser inscrito en el registro de nuestro país como hijo de los “contratantes”. Eso ha provocado un fenómeno frecuente de “turismo reproductivo”.

Lo último que hubieran querido los dirigentes del PP es que este tema entrara en la agenda del Congreso de un centro-derecha que, a pesar de los vetos, ha conseguido gobernar. De hecho, en la ponencia social no se mencionaba. Pero el debate es irrefrenable. El más que posible sucesor de Rajoy, Núñez Feijoo, se ha mostrado dispuesto a que los vientres de alquiler se regulen. Un muy disminuido sector del partido reclama una discusión abierta y critica que la formación pueda lanzar un mensaje de aprobación. Los líderes pro-vida se han movilizado. Aunque en la España de 2017, paraíso de los nuevos derechos, ya nada es como antes. Uno de los exponentes de ese movimiento preguntaba estos días en privado: “Pero, ¿cómo podemos explicarle a alguien que quiere tener hijos y no puede que su deseo no está por encima de la dignidad de una madre?”. No es fácil. La pregunta es severa. Muchas razones se han quedado viejas.

Han intentado responder a esa cuestión, con mucha seriedad, desde el feminismo. Un grupo de mujeres, entre las que hay grandes nombres de la izquierda (Amparo Rubiales) o destacadas pensadoras (Amelia Valcárcel), unidas tradicionalmente por lo que se ha llamado “la ampliación de los derechos sexuales y reproductivos”, ha puesto en marcha la plataforma www.nosomosvasijas.eu. El lema es muy significativo: “las mujeres no se pueden alquilar o comprar”. Interesante esta reivindicación de la “intangibilidad” de la maternidad. En su manifiesto hay aportaciones sugerentes.

Las feministas que no quieren ser vasijas aseguran que “alquilar el vientre de una mujer no se puede catalogar como una técnica de reproducción asistida”. No aceptan “la lógica neoliberal” que quiere introducir está práctica en el mercado, “ya que se sirve de la desigualdad estructural de las mujeres”. En realidad –aseguran– estamos ante “un hecho social que cosifica el cuerpo de las mujeres y mercantiliza el deseo de ser padres-madres”. Provocativa la denuncia contra la instrumentalización del deseo por parte del mercado y la reducción de la persona a cosa. Concluyen, de hecho, afirmando la irreductibilidad de la persona, de esa dimensión de la persona que es el cuerpo. “El derecho a la integridad no puede quedar sujeto a ningún tipo de contrato”. En realidad, lo que afirma este feminismo es lo propio de la tradición europea, la esencia de la Ilustración.

Alicia Miyares, una de las promotoras de la plataforma y conocida feminista, afirmaba hace poco en una entrevista: “el problema es hacer ver que el deseo tiene como límite el derecho objetivo de otras personas”. En cierto modo estamos ante el final de la parábola iniciada con la sentencia de 1973 del Tribunal Supremo de Estados Unidos, en el caso Rose versus Wade. Aquel fallo admitió el derecho a interrumpir el embarazo como parte de la privacy, del derecho a la privacidad, a la autonomía personal. El mejor feminismo revindica los límites del deseo de autodeterminación en la objetividad del derecho de los otros.

El problema parece resuelto. Pero en realidad en este momento es en el que aparece con todo dramatismo. Porque precisamente lo que falta es la evidencia que las feministas o la pro-vida reivindican. El debate documenta hasta qué punto la Ilustración ha tocado a su fin. La objetividad del derecho del otro no se percibe, ha dejado de ser un terreno seguro, está oculto tras la niebla del cambio de época. Sin ciertos consensos básicos, ya no sobre los orígenes del valor de la persona, sino sobre las consecuencias, promulgar leyes se hace difícil.

Es imposible desatascar la polémica repitiendo el enunciado de un valor que no es percibido como tal y del que no se tiene experiencia. La partida no se juega en el terreno de los valores sino en el campo del deseo. Es necesario hacer las cuentas con el deseo “irrefrenable” de paternidad. El deseo, por naturaleza –si es que se puede seguir usando este término– es estructuralmente imparable, no se detiene. La maternidad, la paternidad o la seguridad son apellidos del deseo de no ser contingente, innecesario. Sin un camino por el que pueda abrirse toda su profundidad, el mínimo ético está derrotado.

Uno de los profetas más agudos de nuestro tiempo, David Foster Wallace, lo señala con agudeza en uno de sus reportajes aparentemente más intranscendentes: “Algo supuestamente divertido que no volveré hacer”. Se trata de una crónica en la que Wallace describe un crucero de lujo. “No el trabajo duro sino la diversión dura, las actividades constantes del 7NC (el nombre del crucero), las fiestas, las celebraciones, la alegría, las canciones, la adrenalina, la excitación, el estímulo, le hacen sentirse a uno vibrante, vivo. Hace que la existencia de uno no parezca contingente”. Sin sentirnos vivos, de algún modo necesarios, no hay camino. Buscaremos cruceros cada vez menos respetuosos.

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