Compañeros de camino

Cultura · Angelo Scola
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23 marzo 2020
En estos días de grave emergencia, la invitación a permanecer en casa tiene una connotación paradójica. Se nos pide que tomemos  distancia unos de otro en términos radicales. Un distanciamiento forzoso que, provocando la amarga experiencia de la soledad, requiere relaciones nuevas, constructivas, libres por fin del narcisismo y el nihilismo. La naturaleza del yo, que solo se puede comprender como yo-en-relación –“Debes vivir para otro si deseas vivir para ti mismo” (Séneca)– aflora de manera aguda en la autoconciencia de cada uno de nosotros. El hombre siempre experimenta el valor del ideal hacia el que tiende su corazón cuando se ve obligado a percibir su ausencia. La ausencia de una presencia es constitutiva del hombre, y lo es de manera especial en la tragedia actual. “¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia?” (Lagerkvist).

En estos días de grave emergencia, la invitación a permanecer en casa tiene una connotación paradójica. Se nos pide que tomemos  distancia unos de otro en términos radicales. Un distanciamiento forzoso que, provocando la amarga experiencia de la soledad, requiere relaciones nuevas, constructivas, libres por fin del narcisismo y el nihilismo.

La naturaleza del yo, que solo se puede comprender como yo-en-relación –“Debes vivir para otro si deseas vivir para ti mismo” (Séneca)– aflora de manera aguda en la autoconciencia de cada uno de nosotros. El hombre siempre experimenta el valor del ideal hacia el que tiende su corazón cuando se ve obligado a percibir su ausencia. La ausencia de una presencia es constitutiva del hombre, y lo es de manera especial en la tragedia actual. “¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia?” (Lagerkvist).

Tal vez en este momento, los ciudadanos de a pie tenemos más tiempo para pensar, para reflexionar y para leer. Necesitamos una compañía que dilate nuestro horizonte y lo prepare para el momento en que, superada esta situación trágica, podamos retomar una vida más normal.

Por tanto, pueden venir en nuestro auxilio obras imperecederas de hombres y mujeres que marcaron la historia.

Entre los compañeros de camino que podemos encontrar como antídoto a la soledad en la que nos adentramos, puede ser útil retomar ‘Crimen y castigo’, de Dostoievski. En ella, atravesando el drama del mal, sobre todo del mal moral, el gran autor nos permite tocar el fruto noble del yo-en-relación: el amor.

El tríptico de Crimen y castigo

El potente fresco de esta novela se dibuja en tres partes, de dimensiones muy distintas entre sí. La primera, circunscrita, está totalmente ocupada por el análisis del crimen: de la génesis de la idea inicial en la mente de Raskolnikov a su obsesivo agigantamiento, hasta llegar a la ejecución material. En la segunda parte, amplísima, Dostoievski desciende al abismo del alma del protagonista y describe cómo emerge –al inicio frágil y contradictorio, luego cada vez más incontenible– el remordimiento, que le lleva a entregarse y, en cierto sentido, a invocar el castigo para poder librarse del peso de la culpa que lo oprime.

Este análisis ocupa la mayor parte de la novela, porque Dostoievski –aquí como en todas sus obras– es insuperable al ahondar en la raíz profunda del mal en el hombre y, fuera del hombre, en la potencia del demonio.

La tercera es la parte de la redención, la resurrección, condensada en las pocas pero decisivas páginas del epílogo.

El engaño de la ideología: “No he matado a una persona, he matado a un principio”

El protagonista es un antiguo estudiante que ya vive fuera de la universidad, mantenido con gran sacrificio por su madre. Por él, para que pueda continuar estudiando, su hermana se dispone a casarse con un hombre rico al que no ama. Raskolnikov, inmerso en una condición constante de miseria y en una suerte de pereza, se ve deslumbrado por la confianza ilustrada en el progreso que se expande a partir del segundo cuarto del siglo XIX en toda Europa, y concibe el proyecto de eliminar “como a un piojo” a la usurera que le da en préstamo pequeños objetos. A sus ojos, aquella vieja maligna no es más que un ser inútil además de dañino para la sociedad.

Se forma entonces la idea (o, mejor dicho, se construye la ideología) de que en la historia aquellos que han llevado a cabo grandes empresas siempre han sido capaces de ir más allá de toda norma. Nadie ha podido imputarles la transgresión de la ley, tampoco la inscrita en el corazón del hombre común, justamente porque, según el joven estudiante, se trata de hombres extraordinarios (se aborda aquí el mito del superhombre, más allá del bien y del mal).

¿Qué es una vieja prestamista ante la empresa de un hombre extraordinario? El progreso de la historia necesita que estos piojos sean aplastados. De ahí el escalofriante “no he matado a una persona, he matado a un principio”. Cegada por el engaño de la ideología, la libertad se corrompe. De hecho, lo único que viene a “contestar” a la libertad, dándole su dimensión justa, es la verdad viviente y personal.

Libertad-verdad, ¿un vínculo indisoluble?

Existe una presencia (la percibimos claramente) en el corazón de cada uno de nosotros, una ley –usando esta palabra en su sentido más noble y radical– inscrita en el hombre, que la gran historia del pensamiento occidental siempre ha reconocido como universal y eterna. En Antígona, Sófocles habla de “las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron”. Una ley objetiva, no manipulable por el hombre, en virtud de la cual el otro es verdaderamente siempre y solo una persona como tú, y así su vida –la vida de todo ser humano en cuanto tal– y su dignidad valen más que cualquier teoría.

Pero para el hombre, también para cada uno de nosotros, la tentación de la ideología está siempre al acecho. Es normal. En cierto sentido es inevitable. De hecho, todos nosotros, para vivir, siempre nos apoyamos en opiniones. Más aún, se podría decir que cuanto más rica y viva es mi humanidad, tanto más vivazmente re-accionaré a la realidad. ¿Cuál es el problema? No es que existan estas reacciones u opiniones (la opinión es una reacción que tiende a convertirse en juicio). El problema es que nuestra libertad, en el espacio del diálogo y de la amistad, acepte someterlas pacientemente a la criba de la verdad.

Pero volvamos a la novela. Apenas concebida, la idea de Raskolnikov se convierte para él en obsesión, y lleva a cabo el crimen, dentro de él sucede algo que no había previsto. Como dice la raíz etimológica de la palabra remordimiento, inexorablemente se desata una mordedura insistente, feroz, que no suelta la presa del propio yo, hasta que le obliga a autoinculparse –de hecho, nadie le acusa– precisamente porque la ideología urge ser superada. El antídoto contra la ideología está dentro de nosotros, pero digamos que en un estado embrionario. Necesita algo, o mejor alguien, que lo custodie y lo haga crecer.

La “ruina” del mal

El bien con-viene a la estructura profunda de nuestro yo (la Biblia lo llama corazón), el mal “enferma”.

Raskolnikov, después del crimen, cae en un estado de grave debilitamiento y postración física que parece aniquilarlo. Releyendo Crimen y castigo he percibido mucho más claramente que la primera vez (¡tenía diecisiete años!) el peso extenuante del mal que la genialidad narrativa de Dostoievski transmite desde las primeras páginas de la novela. Una lectura indudablemente fascinante pero que te quita el aliento, potente pero a la vez tan invasora que puede llegar a oprimir. Como un veneno que se desata en el corazón del hombre, el mal reviste a la persona y sus relaciones, provocando un desequilibrio impresionante (Dante habla de ruina) dentro y fuera de sí. Dostoievski lo describe de manera inalcanzable en la larguísima segunda parte, donde el lento pero implacable acecho del remordimiento en el protagonista se entrelaza con las historias de una multitud de personajes. Marmeladov, el padre borracho de Sonia, que obliga a su hija a prostituirse (su historia es la primera en desmentir la ideología de Raskolnikov) y muere aplastado por un carro de caballos… Svidrigajlov, un rico terrateniente casado que, encaprichado con Dunia, la hermana del protagonista, después de someterla a un chantaje odioso, se quita la vida miserablemente… o la misma Sonia, víctima ‘victoriosa’ de un mal que permanece fuera de ella y no logra tocar su corazón.

“Nuestros actos nos siguen”

El itinerario que conduce a Raskolnikov del remordimiento al castigo se ve atravesado por una larga experiencia de sufrimiento. La más dura de todas es la de reconocerse culpable, rompiendo la cadena de la mentira ideológica. Este sufrimiento es el verdadero castigo, no la pena material. El sufrimiento de ver cómo, entre sus manos, se alteran las relaciones con sus seres queridos –su madre, su hermana, su amigo Razumijin– o con los extraños (basta ver su comportamiento con los inspectores de policía o con el joven Nikolai, que por debilidad se autoinculpa del crimen). En cierto sentido, la expiación es inevitable porque, como dice el título de una novela de Bourget, “Nuestros actos nos siguen”. No podemos pensar que nuestras acciones no tienen consecuencias. El crimen exige un castigo. Antes incluso que por la ley externa y por aquellos que tienen la tarea de aplicarla, la expiación es exigida por tu propio corazón. Tu corazón da la “señal” inequívoca de que algo no funciona, algo no va.

Al mal que cometemos (me refiero al mal moral, del que somos responsables) siempre va unida una pena, lo queramos o no. Y esta implica un tiempo.

Si tú, alterando gravemente la relación con tu esposa, cometes adulterio y en un momento dado llegas a confesárselo, con más o menos esfuerzo tu mujer podrá perdonarte, pero tu relación con ella no volverá a ser inmediatamente tan suave y tranquila como antes. Hace falta tiempo para que la herida infligida a la relación se sane y la relación se regenere. Un tiempo de pena, es decir, de fatiga y sufrimiento.

Dostoievski ahonda con una profundidad inigualable en estos dolores que parecen interminables. Raskolnikov confesará el crimen primero a Sonia y luego, lentamente, decidirá entregarse al comisario de policía.

“Los había resucitado el amor”

La autoinculpación, paradójicamente, puede abrir el camino hacia el renacimiento, al perdón. El perdón es solo fruto de la mirada gratuita del otro sobre ti. Pálido eco de la gratuidad de Aquel que, por amor, “se entregó libremente hasta la muerte, y una muerte de cruz”. De la mirada de quien no calla la verdad sino que está dispuesto a compartir contigo el via crucis de la expiación. Sonia, de hecho, cuando Raskolnikov, aun antes de entregarse a la justicia humana, se había confesado el crimen, le dice: “has atentado contra Dios y contra los hombres”. No le ahorra nada, pero le sigue a Siberia, donde el joven cumplirá su pena. Permanece a su lado en silencio, soportándolo todo con él. En la relación entre verdad y libertad, la síntesis la hace el amor. Solo el amor que perdona, el que no teme a la verdad, tiene la fuerza necesaria para regenerar al yo: “los había resucitado el amor”.

Raskolnikov percibe por primera vez cuánto le importa aquella pequeña mujer cuando Sonia enferma y durante muchos días no puede ir a la cárcel a verlo, aunque solo sea de lejos. Advirtiendo el agudo dolor de su ausencia, finalmente reconoce que la ama. De modo que, en cuanto vuelven a verse, se postra ante ella –“ni él mismo habría podido decir cómo ocurrió, pero sintió un arrebato que le arrojó a los pies de Sonia”–, él que siempre la había mirado desde arriba, altivamente. Se arrodilla y ella tiene que levantarlo. Ahí comienza, por tanto, la regeneración: “los había resucitado el amor”.

«Mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap 21) dice el Amor personificado, Aquel en el que hunde sus raíces cualquier otro amor. La novedad nace de ahí, de ahí nace la vida. “El corazón de cada uno era un manantial inagotable de vida para el corazón del otro”.

Hay otra frase bellísima, en el Epílogo de la novela, que explica todo su sentido. “La dialéctica había cedido el lugar a la vida, y la conciencia debía elaborar algo distinto por completo”. La dialéctica, la abstracción, la ideología, la utopía, la teoría impuesta a la realidad, el discutir por discutir… también es nuestro enemigo. La dialéctica en lugar del espesor de las relaciones, del trabajo, del fatigoso construir cotidiano, del reconocer nuestra debilidad y fragilidad, del pedir perdón por nuestros pecados…

De modo que les había resucitado el amor. Y el amor afirma apasionadamente la libertad del amado, vigila sus movimientos y espera confiado sus tiempos. A propósito de esto, impresiona la finísima observación que el autor hace brillar en la mente del protagonista. “Al principio de su cautiverio [una vez que hubiesen estado en Siberia, las pocas veces que podría visitarlo], esperaba que Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado”. Lo que era evangélico era su modo de amar. Evangélica era la fidelidad de Sonia, su convicción de que, a pesar de la obstinada y durísima resistencia de Raskolnikov para reconocer su pecado, valía la pena amar a aquel hombre.

Después, finalmente, llega el momento de la “rendición”. Raskolnikov se deja amar y “contagiar” progresivamente por la fe de Sonia y se pone a seguirla. “Él mismo se lo había pedido [el Evangelio] algún tiempo antes de su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no lo había abierto. Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente. ¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ahora ser distintos de los míos?”.

Queda aún una observación con la que Dostoievski expresa magistralmente el cambio radical suscitado en el yo por un amor que perdona. “Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto terror. ¡Siete años! ¡Solo siete años!”. Los que faltaban para cumplir su condena. Antes eran un peso desproporcionado, ahora casi nada. Y luego el gran apunte en positivo. Como había sido largo y doloroso el tiempo del remordimiento, del lento emerger del castigo capaz de generar el terreno de la expiación –el castigo nunca recupera a la persona, la recupera el amor–, del mismo modo el tiempo de la regeneración se anuncia largo. “Ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos”. Sin sacrificio y sin trabajo el amor no se sostiene.

¡Ay del hombre solo!

El nombre de Raskolnikov viene del ruso raskol que significa cisma, aislamiento, división. El protagonista de la novela es un hombre solitario, aislado, que acaba siendo presa del mal a causa de ese aislamiento. La Biblia, recogiendo una tradición milenaria, pone en guardia frente a ello: ¡ay del hombre solo! De hecho, la dialéctica se apodera de nosotros y se convierte en dominadora de nuestro yo a medida que nos separamos. La debilidad de nuestra sociedad radica en la fragilidad de nuestra pertenencia. Nos convence de que la libertad consiste en la ausencia de vínculos, en cambio la libertad es un terreno fecundo de vínculos auténticos.

Del Epílogo de la novela

“…Los había resucitado el amor. El corazón de cada uno era un manantial inagotable de vida para el corazón del otro.   […]

Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en sus dormitorios, Raskolnikov, echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Incluso le había parecido que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos, le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el menor asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida? Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los sufrimientos que le había causado. Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían acontecimientos lejanos que no le afectaban. Además aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de concentrar el pensamiento. Solo podía sentir. Al razonamiento se había impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también su mente. En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro pertenecía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikov esperaba que Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no lo había abierto. Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente. “¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ahora ser distintos de los míos?”. Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó enferma. Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto terror. ¡Siete años! ¡Solo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos, poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete años como siete días. Raskolnikov ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos…”.

Angelo Scola es cardenal arzobispo emérito de Milán

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