Como si alguien te mirase

Editorial · Fernando de Haro
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29 enero 2022
Las observaciones hechas por Richard Sennet, el profesor de la London School of Economics, hace más de 20 años, recobran actualidad.

Ante la confusión no sirve hacer “falsamente hincapié en la unidad como la fuente de la fuerza de una comunidad”, tampoco “reforzar los criterios morales, pedir a los individuos que se sacrifiquen por otros, prometiendo que si obedecen criterios comunes encontrarán la fuerza mutua”.

La incertidumbre no acaba. Aunque Putin al final no materialice su amenaza de invadir Ucrania, la crisis de estos días nos ha recordado la dependencia energética de la Unión Europea. La solución de emergencia arbitrada por Washington y Bruselas ha sido buscar gas en Qatar. El país del Golfo es otro de los actores de desestabilización mundial con su apoyo rotundo a los Hermanos Musulmanes. Ponerse en manos de los promotores del integrismo islámico no parece una solución estable. La estabilidad no llegará hasta que el Viejo Continente no termine su transición energética y para eso queda mucho. Incertidumbre en Europa, incertidumbre en el mundo. Hace unos días el FMI ha rebajado sus previsiones de crecimiento económico para este año, el fin de la subida de los precios y de los problemas con los suministros ya no se ve tan cerca. Sin la recuperación todavía consolidada, la política monetaria se vuelve más restrictiva en Estados Unidos.

No es nueva la incertidumbre. A lo largo de la historia, la vida ha cambiado constantemente por las guerras, por las pestes, por el progreso. Ahora parece que la solución es la flexibilidad. El economista Emilio Ontiveros, como tantos otros, sostiene que la pandemia ha acelerado procesos que ya estaban en germen: “el nuevo entorno creado por la prolongación de la pandemia y sus consecuencias económicas han obligado a las empresas a asumir definitivamente que la costumbre es una mala solución. La renovada complejidad exige en mayor medida que antes organizaciones flexibles”. Organizaciones flexibles, trabajadores sin vínculos estables con las empresas, relativización de los espacios físicos.

Parece que estamos ante un paso más de lo que Richard Sennet, hace 25 años, llamaba “el capitalismo flexible”. En su libro La corrosión del carácter ya avisaba de sus consecuencias antropológicas: si la flexibilidad y la incertidumbre suponen que no hay nada a largo plazo en la vida de las personas, “se disuelven los vínculos de confianza y compromiso, y se separa la voluntad del comportamiento”.

Como solución, al capitalismo flexible, no digamos ya al capitalismo digital, buscamos un “nosotros” que nos proteja de la falta de vínculos. “Las incertidumbres de la flexibilidad, la ausencia de compromiso con raíces profundas y, sobre todo, el fantasma de no conseguir hacer nada de uno mismo en el mundo, de hacerse una vida con el trabajo (…) impulsan a buscar otra escena de profundidad”. Se busca un “nosotros” alternativo al que venía del mundo laboral. Sennet hablaba del mundo laboral, pero el problema afecta a los “otros mundos” en los que habitamos.

Ese “nosotros”, esa comunidad alternativa, muchas veces no es sana. La respuesta a la confusión se articula como el deseo de construir unidad. Y eso se hace reforzando exhortaciones morales, pidiendo a los individuos que se sacrifiquen por otros prometiendo que si obedecen a criterios comunes encontrarán la fuerza y la realización emocional que no pueden experimentar como individuos aislados. Sennet señala que esto no soluciona nada. Se ve, por ejemplo, en los miembros de un equipo de trabajo que “se supone que comparten una motivación común, y precisamente esa suposición debilita la comunicación”. El sociólogo señala, sin embargo, que las comunidades fuertes son aquellas que se conciben como proceso, en las que “la expresión del desacuerdo une más a la gente que la mera declaración de principios correctos”. Es algo semejante a lo que decía en el ámbito teológico hace algunos años Ratzinger: “no es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo! Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el valor pastoral supremo sea evitar los conflictos”.

Sennet señalaba que el vínculo, la comunidad, surge de la dependencia. Pero “todos los dogmas del nuevo orden tratan la dependencia como una condición vergonzosa (…) la vergüenza de ser dependiente tiene una consecuencia práctica, erosiona la confianza y el compromiso mutuos. (…) Cuanto más vergonzosa sea la sensación de dependencia y limitación más se tenderá a sentir la rabia del humillado”.

Restituir la dependencia es un acto reflexivo. “Para ser fiables debemos sentirnos necesitados”, señala el profesor de la London School of Economics. La mutua dependencia construye la comunidad. Y para explicarlo recurre a Paul Ricoeur: “porque alguien depende de mí, soy responsable de mi acción ante el otro”. Para que esto sea posible, según el pensador francés, “es necesario imaginar constantemente que hay un testigo que ve todo lo que hacemos y decimos, un testigo que no es un observador pasivo, es alguien que confía en nosotros”. ¿Y si no fuera necesario imaginar sino recordar que ese testigo está presente?

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