¿Cómo se puede vivir sin gracia?

Cultura · Massimo Borghesi
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30 octubre 2014
El 14 de enero de 1960 el automóvil que conducía Michel Gallimard se estrellaba contra un árbol de la Nacional 5, en el trayecto Sens-París. En el coche, un potente deportivo Facel Vega, viajaba también Albert Camus, que murió en el impacto. De esta manera tan trágica terminaba la existencia de un escritor cuya obra filosófico-literaria influyó notablemente en la generación de la segunda posguerra. Poco antes de morir, en diciembre de 1957, había recibido en Estocolmo el Nobel de Literatura.

El 14 de enero de 1960 el automóvil que conducía Michel Gallimard se estrellaba contra un árbol de la Nacional 5, en el trayecto Sens-París. En el coche, un potente deportivo Facel Vega, viajaba también Albert Camus, que murió en el impacto. De esta manera tan trágica terminaba la existencia de un escritor cuya obra filosófico-literaria influyó notablemente en la generación de la segunda posguerra. Poco antes de morir, en diciembre de 1957, había recibido en Estocolmo el Nobel de Literatura.

Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, Argelia, en una familia modesta. Su padre, Lucien, murió en 1914 durante la Gran Guerra; y el pequeño Albert creció con su madre y su abuela. Pasó su infancia en los barrios populares argelinos donde vivía su familia, en un clima de pobreza pero también de despreocupación y juego. Más tarde, recordando aquella época, dirá que la pobreza “nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas” y que “en África el mar y el sol no cuestan nada”. Había aprendido la lección de una vida a medio camino entre la miseria y el sol: “La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.

En esta duplicidad, oscilando entre estos dos polos de la existencia, se prefiguraba ya el motivo que será el punto central de toda la obra de Camus: el sí a la vida, consciente del límite definitivo que representa la muerte. En este binomio, tenso y dramático, de felicidad y muerte, se encuentran también sus lecturas de juventud: “Los alimentos terrestres” de Gide, “Las islas” de Jean Grenier, Malraux y Nietzsche con su estoica aceptación de una existencia carente de sentido. Autores que no solo le iniciarán en la literatura sino que le influirán de un modo decisivo. A través de esas lecturas, la “religión de la felicidad” –que mira al mar, al sol y, de forma mítica, a la Ilíada– se afirma como horizonte último. La nostalgia de Grecia, que se confunde con el ideal “mediterráneo”, donde la naturaleza benigna confiere a los hombres la idea de límite y de medida, está muy presente en las reflexiones de Camus.

Para este pagano que ama la tierra como patria definitiva, el amor a la vida ni siquiera decae tras el ataque de la tuberculosis, que le sacude por primera vez en diciembre de 1930 y que le pondrá, de manera dramática, frente a la posibilidad de morir. La enfermedad, que le acompañará siempre, agudiza en él la percepción de la belleza, fugaz pero espléndida, que ilumina la existencia en unos instantes que parecen eternos. “He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer”, “Todo mi reino es de este mundo”. Por aquel entonces trabajaba en “El revés y el derecho” y “Bodas”, publicados en 1937 y 1939 respectivamente.

En este segundo texto, un conjunto de ensayos llenos de emociones y reflexiones, la felicidad reside por entero en “un día de bodas con el mundo”. En un precioso paisaje de mar de Tipasa, el encuentro entre el hombre y la naturaleza parece total: “En Tipasa, yo veo equivale a yo creo”, aquí “fuera del sol, los besos y los perfumes silvestres, todo nos parece fútil”. Es la alegría del sol y el mar, de los olores, del sabor a sal en los cuerpos cuya naturaleza parece ofrecerse en su plenitud. La juventud de Argel, “este pueblo totalmente entregado al presente, vive sin mitos, sin consuelo. Ha puesto todos sus bienes en la tierra y ha quedado indefenso contra la muerte». La aceptación del instante presente como la “única que me conmueve y me retrata” supone el rechazo de una “felicidad sobrehumana”. “No hay eternidad fuera de la curva de los días”. Al pecado contra Dios, el joven Camus contrapone, a modo nietzschiano, el pecado contra la vida: “esperar otra distinta”, sustraerse a la implacable grandeza de esta.

Por otro lado, esa “curvatura” del destino a la que pliega la existencia no es el resultado simple y lineal de una posición meramente sensual. La justificación “estética” del mundo presupone, siguiendo las huellas de “El nacimiento de la tragedia”, de Nietzsche, el contraste entre espíritu apolíneo y dionisíaco, entre el absurdo de un mundo sin significado, orientado a la muerte, y el deseo inextirpable de amor y felicidad, propio del corazón humano. El mero decir sí a la vida no basta, presupone una ascesis, una acogida del ser incluso en sus sombras.

Seguramente en esta voluntad de recluirse en lo finito, y por tanto en el rechazo de Camus a Dios, no solo hay un obstáculo de tipo sensorial-racionalista sino también una rebelión metafísica, una revuelta contra la creación. Max-Pol Fouchet contó que un día, paseando con Camus junto al mar (cuando tenían 15-16 años), se encontraron con una multitud que rodeaba a un chaval árabe que acababa de morir atropellado por un autobús. Camus, señalando al cielo, dijo: “Mira, él calla”. Muchos años después escribiría en sus diarios: “Creer en Dios es aceptar la muerte. Cuando hayas aceptado la muerte, el problema de Dios estará resuelto; y no a la inversa”. El tema del dolor, unido al de la felicidad, constituyen por tanto “el revés y el derecho” de la vida, su no y su sí, los opuestos que no deben excluirse sino implicarse en un círculo inmanente y cerrado. En esta adhesión global al ser, cualquier juicio de valor queda excluido, no tiene sentido en un mundo privado de sentido. El absurdo “funda” así la inocencia del mundo –verdadera condición para la revuelta metafísica–, su ser “más allá del bien y del mal”. Sobre este presupuesto se basa la primera trilogía de Camus, la del “absurdo”, constituida por una novela –“El extranjero”–, una obra teatral –“Calígula”– y un ensayo filosófico –“El mito de Sísifo”–, publicados casi a la vez. El tema de fondo, a pesar de las aparentes analogías que entonces permitían identificar el sentido de su obra con Sartre, era la posibilidad de la felicidad en un mundo sin Dios, privado de significado.

Meursault, el protagonista de “El extranjero”, vive, hace el amor, incluso mata, con una total extrañeza hacia sí mismo y hacia los demás. Solo ante el capellán de la cárcel, antes de su ejecución, se rebela y toma conciencia de sí al reconocer, en el rechazo de Dios, la felicidad que es propia de la vida por ser absurda. “Como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de signos y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía”.

En “El mito de Sísifo” retoma la equivalencia entre el absurdo y una felicidad posible. Sísifo, el mítico titán condenado por los dioses a rodar una piedra hasta el infinito, es el héroe del “absurdo”. Él “enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo por siempre sin amo no le parece estéril ni fútil (…). El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

El ciclo del “absurdo” en sí, a pesar de la edición de las obras, lo pensó antes de la guerra. Le sigue la trilogía de la “revuelta”, cuyo centro es “La peste”, que refleja profundamente el drama del conflicto bélico. El ciclo de Prometeo continúa idealmente el de Sísifo –la revuelta es ante todo una rebelión metafísica contra una creación absurda– y sin embargo, tras la experiencia del mal inmanente a la guerra, lo que entra en crisis es el fundamento de esa revuelta: la idea del hombre inocente. “Con el tiempo –afirma Tarrou en “La Peste”− me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o dejar de matar, porque está dentro de la lógica en que viven, y he comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz”.

La confesión de Tarrou le lleva de un deseo de purificación a la pregunta crucial: si se puede ser “un santo sin fe”. Una pregunta que se sitúa en el centro de toda la producción de Camus. “¿Qué idea estoy incubando, que es más grande que yo, y que siento sin poder definirla? Una especie de marcha difícil hacia una santidad de la negación –un heroísmo sin Dios–, el hombre puro, en fin. Todas las virtudes humanas, entre ellas la soledad respecto a Dios. ¿En qué consiste la superioridad de ejemplo (la única) que tiene el cristianismo? Cristo y sus santos: la búsqueda de un estilo de vida. Esta empresa contará tantas formas como etapas en el camino de una perfección sin recompensa. ‘El extranjero’ es el punto cero. Idem el Mito. ‘La peste’ es un progreso (…). El punto final será el santo”.

Perseguir esta figura ideal se revelará en cambio como una meta difícil y ardua, precisamente a medida que profundiza en el tema del mal, del declive de la idea de inocencia, ya presente en “La peste”. La nueva perspectiva alcanzada, si bien no exonera el “arbitrio” de la Providencia divina, tampoco justifica al hombre, al contrario de lo que sucedía antes en el “absurdo”.

Respecto a Dios, en una entrevista de 1948 declara: “el obstáculo fundamental me parece que es el problema del mal. Pero es un obstáculo real también para el humanismo tradicional. Está la muerte que significa el arbitrio divino, pero también está el asesinato que representa el arbitrio humano. Estamos atrapados entre dos arbitrios”. En el conflicto entre estas dos posiciones se sitúa el drama de Camus. Como escribe en sus diarios, a finales de 1949, “¿quién podrá establecer la pena del hombre que se ha puesto del lado de la criatura contra su creador y que, perdida ya la idea de su propia inocencia y la de los demás, juzga a la criatura, y a sí mismo, tan criminal como el creador?”.

En junio de 1947 afirmaba, a propósito del amor, que este debería nacer de la revuelta, “pero eso exige una inocencia que ya no tengo”. En ese mismo mes volvía a escribir: “Desde el momento en que no acepto la negación pura y simple (nihilismo o materialismo histórico) de la ‘conciencia virtuosa’, con la llama Hegel, debo encontrar un término medio. ¿Es posible, es legítimo estar en la historia apelando a valores que van más allá de la historia?”. Pero, “¿en base a qué, a quién y por qué juzgaremos? (…) Es el momento de la duda, ¿y quién puede llevar solo la duda de todo un mundo?”.

A partir de estos dilemas nace “El hombre rebelde”, cuya experiencia del absurdo es superada a partir de un pensamiento “meridiano” que, aunque no funda la historia sobre valores trascendentes, de hecho los presupone. Es la rebeldía metafísica, mediante la acusación de Ivan Karamazov a causa del dolor de los niños inocentes, pero la amenaza que procede del hombre le obliga ahora a abandonar esa sosegada “indiferencia” de Meursault, la indiferencia de los estilos de vida ante el sinsentido del mundo.

En el periodo que sigue a “El hombre rebelde”, el texto más importante es “La caída”, donde el tema de la culpa emerge con una intensidad sin precedentes en su obra. La feliz inocencia de “Bodas en Tipasa” queda ya muy lejos. Como confiesa Clamence, el protagonista de “La caída”: “Sí, hemos perdido (…) la santa inocencia de quien se perdona a sí mismo. (…) Al propio tiempo querríamos no ser culpables y no hacer el menor esfuerzo por purificarnos. (…) No poseemos ni la energía del mal ni la del bien. (…) Estamos en el vestíbulo del infierno”. Haría falta la gracia. Esta era la pretensión más profunda de Camus: “Muchos hombres están privados de la gracia. ¿Cómo se puede vivir sin gracia?”.

Esta luz amorosa que debería rescatar e iluminar el mal del mundo, en sus últimos textos aparece como algo problemático. En un fragmento escrito a mediados de 1949 Camus captaba, con rara eficacia y belleza, la dificultad del asunto: “Cuando se ha visto una sola vez el resplandor de la dicha en el rostro de un ser querido, se sabe que para el hombre no puede haber otra vocación que suscitar esta luz en los rostros que lo rodean. Y desgarra pensar cuánta desdicha y cuánta oscuridad proyectamos, por el solo hecho de vivir, en los corazones que encontramos”.

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