Cómo salvar a la democracia del miedo

Mundo · Gustavo Zagrebelsky
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9 abril 2019
El miedo es el hilo conductor de nuestra historia, desde la época de los grandes conflictos en Europa, las “guerras civiles de religión”, los conflictos de clases y la llamada guerra civil europea el siglo pasado, hasta nosotros y el renacimiento del nacionalismo, el llamado soberanismo y el racismo, denominados “supremacismo blanco”. Las situaciones que hemos creado, empezando por el Estado, son hijas del miedo, no de la confianza.

El miedo es el hilo conductor de nuestra historia, desde la época de los grandes conflictos en Europa, las “guerras civiles de religión”, los conflictos de clases y la llamada guerra civil europea el siglo pasado, hasta nosotros y el renacimiento del nacionalismo, el llamado soberanismo y el racismo, denominados “supremacismo blanco”. Las situaciones que hemos creado, empezando por el Estado, son hijas del miedo, no de la confianza.

En el Estado hay algo paradójico y contradictorio. Hunde sus raíces en el miedo y se propone combatirlo. La seguridad es su razón de ser. ¿Cómo lo hace? Mediante la concentración, podríamos decir, de la “administración del miedo” en sus manos. Si, por una hipótesis utópica, venciese definitivamente su batalla contra e miedo, ya no tendría razón de ser. Al contrario, la difusión del miedo no hace más que reforzar esa administración. El círculo vicioso de las sociedades de los miedosos reside aquí: la solución se busca en otro miedo, en un miedo mayor que prevalezca sobre los miedos menores. Esta es la paradoja de las instituciones humanas. Para contrastar el miedo se crea otro mayor. Cuanto más crece el miedo, más dispuestos parecemos estar a renuncias que afectan a nuestros derechos y libertades. Protégeme, que yo a cambio me someto, pues cuanto más miedo tengo, más dispuesto estoy a someterme. A medida que avanzan las aspiraciones democráticas, hemos asociado al miedo el consenso, pero es un añadido. La raíz no se ha apagado.

El consenso tiene que ver, pero como un componente penúltimo. El último es el miedo. Si hoy el tema que domina los debates sobre la crisis de la democracia es el miedo, es solo porque emerge así un elemento primordial en todas las sociedades. Resulta hasta superfluo recordar que la representación más famosa de la esencia del Estado moderno, elaborada en tiempos de feroces luchas intestinas por territorios donde coexistían credos religiosos y políticos implacablemente enemigos, tenía en su centro el problema de la liberación del miedo. El Leviatán fue hijo del miedo. Hoy los miedos se han multiplicado. Por ejemplo, por la disponibilidad de bienes naturales esenciales que escasean, por las llamadas identidades culturales amenazadas por el llamado multiculturalismo. Hubo un tiempo en que el miedo afectaba al presente, hoy afecta al presente y al futuro.

Por tanto, entre todos los componentes de la convivencia humana, el miedo es el más determinante. Si distinguimos el miedo extendido como un veneno social del miedo concentrado como instrumento de dominio político, podemos decir que sin el primero, el segundo quedaría atrofiado, pues se mostraría en su total arbitrariedad, quedaría privado de legitimidad, se apoyaría en sus fuerzas desnudas sin justificación. Los “regímenes fuertes” no se basan, en última instancia, en la fuerza sino en el miedo, porque el miedo invoca a la fuerza y la hace no solo tolerable sino incluso deseable. Tiempo de miedos, tiempo de autoritarismos. La historia es un testigo generoso en ejemplos, pero también lo es la actualidad, donde avanzan la internacionalización y la globalización del miedo. Y el miedo nos hace todos más malos: sálvese quien pueda, primero nosotros y los demás al mar.

El miedo es intolerante porque induce a la barbarie del chivo expiatorio y a la teoría del complot. Primero fueron los cristianos, luego los judíos, los herejes, los masones, los socialistas, y por último los inmigrantes invasores. La construcción del chivo y las teorías del complot son una formidable arma política porque divide a la sociedad, aliando a unos amigos contra sus enemigos. Así es como nacen los “partidos de la nación” que apelan contra los antinacionales, es decir, los internacionalistas y cosmopolitas, contra los invasores. Nacen así los populismos que pretenden hablar en nombre del pueblo entero, en nuestro nombre, proclamando que ellos están antes que todo lo demás. Hacen del miedo al otro su fuerza. La división amigo-enemigo es su máxima y más cruenta representación y, al mismo tiempo, la legitimación de la violencia como materia e instrumento de la acción política. Esa doctrina, mantenida con vida tanto en las diatribas de los doctos como en las banalidades y lugares comunes, incluso en las acciones de mucha gente, se fue elaborando entre las dos grandes guerras, en tiempos de la llamada “guerra civil europea”. Justificaba la idea de la política como “integración”, una palabra en sí misma bastante inocente, incluso pacífica, cuando indica simplemente el ideal de la convivencia entre distintos, pero se convierte en una palabra terrible cuando sobreentiende la existencia de “no integrables”. Establece, de hecho, que los no integrables queden en los márgenes, privados de derechos, rechazados y perseguidos, eliminados si fuera necesario. Establecer quiénes son los enemigos, los no integrables, es una “operación soberana” que se vale de argumentos o fantasmas tomados de las diferencias y prejuicios étnicos y raciales, religiosos, políticos, nacionales, etcétera. Que el mundo no es uniforme, en función de los criterios dictados, es un dato de hecho y para algunos (incluido el que escribe) hasta una cualidad positiva que hay que preservar.

La democracia no conoce ese tipo de soberanía porque es en sí una forma de convivencia que nace para afrontar las diferencias respetándolas. En cambio, cuando las diferencias pasan de ser un dato de hecho a transformarse en miedos y obsesiones, se convierten en tierra de cultivo de la violencia. Se comprende fácilmente que los enemigos de la democracia soplen sobre este fuego. Además, el miedo es un ingrediente esencialmente antipolítico, al menos al modo en que se entiende la política en la democracia moderna. A diferencia de las concepciones antiguas, según las cuales la política era el arte del “buen gobierno” de la polis, en las concepciones democráticas actuales, por política se entiende la elección de los fines y la competición para perseguirlos. Ahora bien, cuando domina el miedo estas cosas se convierten en un lujo que no nos podemos permitir. Frente al peligro inminente, la política calla, los políticos callan, y se archivan viejas categorías como derecha e izquierda. Solo existen hechos desnudos que, como se suele decir, no son ni de derechas ni de izquierdas, frente a los cuales está prohibido dividirse.

El antídoto al miedo es la confianza. Es difícil decir si es más “natural” el miedo o la confianza. Sin embargos, sabemos por experiencia que hay momentos históricos en que prevalecen el miedo y los discursos del odio, y este es uno de ellos. El buenismo es una acusación que pocos saben rebatir. Tal vez somos poco conscientes del valor de la confianza porque va implícito en democracia, un régimen político que se basa en la promesa tácita de fiarse unos de otros, es decir, de no engañarse ni intentar someter unos a otros. Hay cosas que no hace falta decir porque son obvias. En el lenguaje político y jurídico, sin embargo, la confianza aparece con palabras éticamente comprometidas como fraternidad y solidaridad. Porque estas pasiones o existen o no existen pero, evidentemente, no pueden ser impuestas por ley, las palabras relativas quedan relegadas a un lenguaje dulzón, consolatorio, buenista, propio de los sermones constitucionalistas.

Sin embargo, si miramos desde el punto de vista social, están llenas de contenido. Todo agricultor debe preocuparse no solo de la salud de sus plantas sino, antes y sobre todo, de la buena calidad del terreno. Igualmente, la democracia necesita buenas instituciones, pero antes aún buena calidad de su humus social. Y aquí, en la medida en que deseemos vivir en paz, todos estamos implicados. Todos, sin excluir a nadie. La pasividad, la indiferencia, la extrañeza, el “no me toca” son la tentación a la que se cede fácilmente para vivir tranquilos. “Todavía no me toca”. Recordemos las palabras pronunciadas por un pastor protestante, Emil Martin Niemöller, en un periodo oscuro y terrible de la historia que apenas acabamos de dejar atrás. “Cuando los nazis arrestaron a los comunistas, y no dije nada porque no era comunista. Cuando encerraron a los socialdemócratas, no dije nada porque no era socialdemócrata. Cuando llegó el turno de los sindicalistas, no dije nada porque no era sindicalistas. Luego fueron los judíos, y no dije nada porque no era judío. Luego vinieron a por mí y ya no quedaba nadie que pudiera decir nada”.

Artículo publicado en La Repubblica

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