Como nueces para un niño
¿Qué hace atractivo al cristianismo hoy? [1]
Me viene a la cabeza un texto de san Agustín que habla sobre la experiencia elemental de la atracción. “Tú muestras nueces a un niño y lo atraes y él corre hacia donde se siente atraído. Se siente atraído por algo que ama, sin percibir obligación alguna. Su corazón ha quedado atado. Así es como el Padre ejerce su atracción. Atrae con su enseñanza, sin obligar a nadie. Atraer es el arte de Dios”[2]. San Agustín en esta frase (al alcance de cualquier inteligencia) dice cómo se mueve el hombre, sea un niño o un adulto. La atracción es lo único que mueve. Lo primero, por tanto, es reconocer una atracción que me ata. Si hay una atracción que me ata, la vida es fácil. Basta con secundarla. Decía don Giussani que el hombre reconoce la verdad de sí mismo, mediante la experiencia que suscita la belleza, por una atracción y una correspondencia total desde el punto de visto cualitativo no cuantitativo. Digo la verdad por su belleza. La verdad es como la cara de una mujer hermosa, tienes que decir que es hermosa, no consigues decir lo contrario porque la belleza, inevitablemente, se impone. La verdad se impone y el corazón, por una fracción de segundo, se conmueve.
Eso es lo que Giussani llama “chispa”: algo que sucede en la persona y que es fruto de una atracción que la mueve. Cuanto más sucede esta experiencia en la vida, más suscita en nosotros una pobreza de espíritu que nos libera de cualquier niebla que ofusque el corazón. De este modo volvemos a la apertura original con la que venimos al mundo, como la de un niño que mira las nueces que le atraen. Podemos echar encima un montón de barro que impida la experiencia elemental del niño. Pero la potencia de un niño está en permitir que emerja una pobreza de espíritu que hace fácil el reconocimiento. No hace falta ser un genio. No se requiere una performance (acción de gran altura) particular. Sencillamente hace falta secundar la apertura que despierta la atracción para poder reconocerla. Como decía antes, no es posible decir “no” delante del rostro de una mujer hermosa: es bella. Es imposible negarlo porque habría que negar la evidencia que tenemos delante. Si no se secundamos esa grieta, esa pobreza de espíritu que despierta la atracción, se reduce la naturaleza del cristianismo. Lo que decía el Papa a los comunicadores sociales es muy verdadero: no se puede aprender algo si no es haciendo experiencia, “no se comunica solamente con las palabras, sino con los ojos, con el tono de la voz, con los gestos».[3]
La fuerza de atracción de Jesús dependía de la verdad de su predicación. Y la eficacia de lo que decía era inseparable de su mirada, de sus actitudes y hasta de sus silencios. Era algo que se veía, que se podía tocar con los dedos y que no dejaba indiferente a nadie.
El cristianismo es interesante para la vida si despierta esta atracción. ¿Qué lo hace atractivo? Que no se cambie su naturaleza. Si el cristianismo cambia de naturaleza ya no se percibe su atracción y queda ligado a las reducciones de las que es objeto (doctrina, rito, costumbre, reglas). Atrae cuando en ciertas personas se ve encarnado en una manera de estar en la realidad poderosa y en una intensidad en el modo de vivir. En un rostro hermoso es más sencillo porque es dado. Ves a una persona tan resplandeciente, tan atractiva, que te preguntas: ¿pero de dónde viene esto? Ves un rostro bello que inevitablemente remite a otro cosa. Por eso, siempre me ha sorprendido una frase que dijo el papa Benedicto: “el hombre se mueve espontáneamente, y no por coacción, cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el deseo. Así pues, al preguntarse (San Agustín) sobre lo que puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo, el santo obispo exclama: «¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?»”[4]. Balthasar en este sentido explica que “en un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. Los silogismos funcionan como es debido, al ritmo prefijado, a la manera de las rotativas o de las calculadoras electrónicas que escupen determinado número de resultados por minuto, pero el proceso que lleva a concluir [estos razonamientos, estos silogismos] es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada»[5]
¿Cómo puede atraer hoy el cristianismo? Si se puede ver resplandecer en la cara de alguien, en el brillo de sus ojos. Eso demuestra que sucede como algo presente, no como un devoto recuerdo del pasado, sino como algo que sucede y no me deja indiferente, que abre una grieta, que me hace pobre ante la atracción. Esa es la única manera de que el cristianismo pueda ser vencedor en este mundo. Si no experimentamos esto, sino lo vemos confirmado en la experiencia que vivimos, no podrá durar.
El cristianismo no puede perdurar si es un moralismo o un conjunto de reglas, puede durar si me sigue atrayendo. Cuanto más nos relacionamos con esa atracción fascinante, más nos atrae. Nos conviene darnos cuenta de la dinámica por la que nos vemos atraídos constantemente. Así podemos encontrar la confirmación de lo que la verdad nos comunica y podemos llenarnos cada vez más de razones para ser cristianos. Si esto no sucede, aunque se siga manteniendo cierto tipo de actividad religiosa o cristiana, ciertos ritos, acabará venciendo otra cosa. Es inevitable. Si una persona que está enamorada en un momento dado ve que la atracción decae, la sustituye por otra cosa. El hombre está hecho para ser atraído hasta la médula, y cuando eso no sucede, ningún voluntarismo, ninguna estrategia puede sustituirlo porque cambia la naturaleza de la experiencia. Estamos hablando de lo que puede favorecer el reconocimiento de esa atracción.
¿Puede ser solo un soplo, un momento en el que el corazón se siente tocado y la razón decide secundarlo? ¿Hace falta tiempo?
Es verdad que muchas veces basta un soplo para interceptar esa atracción y casi parece desproporcionado comparar ese soplo con la vorágine que provoca. Pensemos por ejemplo en el enamoramiento. Puedo ir a una fiesta sin ninguna preocupación. Y por un soplo puedo quedar impactado por una presencia y tener el presentimiento de que esa presencia tiene un significado para mi vida. Es un soplo, casi nada, pero lo bastante potente como para provocar una vorágine. No puedo irme sin la herida de ese dardo que me ha alcanzado a través de esa presencia. Basta un soplo. Con los jóvenes puede pasar lo mismo. Pero luego el hombre es frágil y el tiempo resulta fundamental. Necesitamos que el reconocimiento que hemos hecho se confirme una vez y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Como les sucedió a los discípulos, que cada vez que iban a verlo se confirmaba la impresión previa (“y creyeron en Él, y creyeron en Él, y creyeron en Él, y creyeron en Él”). Lo reconocían y la vez siguiente lo volvían a reconocer, y de nuevo, cuando veían un signo, cuando le veían mirar de una cierta manera, se decían: “este es diferente”. Cada gesto confirmaba la impresión inicial. Es lo mismo que cuando te enamoras, cada vez que la ves se vuelve a confirmar: “es esta, es esta, es esta y no otra, es esta”. Por tanto, el tiempo es decisivo, debe estar presente en el desarrollo, en la maduración del soplo inicial para que pueda penetrar verdaderamente en cada uno de nosotros. Por eso, dice Giussani, la certeza abraza toda la trayectoria de la convicción y eso es lo que muchas veces nos falta. Recuerdo que hace unos meses, en una entrevista en La Reppublica, a propósito de la última carta del papa Benedicto, el cardenal Scola decía: “pagamos la dificultad de una vida de Iglesia que después de la II Guerra Mundial llenaba las parroquias de gente con asociaciones muy comprometidas y fervorosas, sin que se preguntara el por qué o el por quién de este compromiso. Se iba a misa de forma masiva. Prevalecía la convención sobre la convicción. Al no entrar en las razones profundas de la práctica religiosa y del compromiso social ha aparecido la secularización”[6]. Se pensaba que, con la convención, la convicción pudiera resistir y por eso no se proponía un camino.
Al comienzo hay una impresión verdadera, una chispa total y auténtica, pero si no vuelve a confirmarse a lo largo del camino, al final no dura. Es una experiencia crucial: si no sigo viendo en el tiempo una confirmación de cómo Jesús cumple mi vida, si no lo sorprendo a través de todos los desafíos, vicisitudes y provocaciones de la realidad, es imposible que no decaiga. Cuando estuve en Padua presentando la película “Vivir sin miedo en la época de la incertidumbre” me acompañó Elisa Fuksas (cineasta, escritora). Después de haber hecho un camino de conversión, decía: “vivo con una intensidad, con una sobreabundancia que hace que la pregunta que más me urge sea: ¿pero esto durará? Me da miedo que acabe porque no quiero volver a la vida de antes”. El mayor desafío es que la promesa se cumpla cada vez más. Que el céntuplo aquí abajo no solo sea verbal, sino una experiencia, y que me haga pegarme cada vez más (a lo que me ha sucedido), porque si no me pega cada vez más, tarde o temprano acabará por decaer. El tiempo es decisivo en la verificación de la verdad: una cosa es verdadera porque dura. Una amistad es verdadera porque dura en el tiempo. Cuando cualquier imprevisto o contradicción pone en peligro una amistad, eso significa que los amigos no eran tan amigos. Si dura, quiere decir que la amistad tiene consistencia.
El tiempo es decisivo y podemos vivir el tiempo como la verificación de la verdad de lo que hemos encontrado, de la experiencia cristiana que vivimos. Así es como se incrementa la certeza. Si no, podemos perder la vida viviendo. Podemos perder esa certeza si lo que ha sucedido deja de confirmarse. Por eso resulta tan crucial secundar la provocación que la atracción genera en nosotros. Si no la secundamos, al final deja en la práctica de ser nuestra y acaba decayendo.
A veces, cuando estamos con los jóvenes, con los hijos o con los amigos, tenemos prisa. No sabemos cuántas confirmaciones necesita una persona. Me gusta poner el ejemplo de la sonrisa de la madre. Para que asome la sonrisa en el niño, ¿cuántas veces tendrá que sonreírle? ¿Cuánto sonríen las madres hasta ver que el niño esboza su primera sonrisa? Si tenéis prisa, os ponéis nerviosos, acabáis cambiando el método y el resultado es que les hacéis llorar, no sonreír. ¡Cuántas veces hay que estar ahí, sonriendo al otro, testimoniando al otro, esperando pacíficamente, sostenido por una experiencia de plenitud que vivo y que no depende de que el otro responda¡ Si mi plenitud depende de que el otro responda, intento acelerar y violentarlo. Intento que responda porque, de lo contrario, empiezo a sentirme inseguro. Solo apoyándome en esta certeza podré darle al otro todo el tiempo que necesita, esperando según un designio que no es mío. Como hacía Jesús, que no se cansaba de poner a la gente delante de su presencia, sin prisa. A veces nos asalta la inseguridad porque pensamos que si el otro no responde según nuestros designios, quiere decir que no es verdad o que no está disponible. No lo sabemos. Estamos delante del misterio del otro y debemos esperar. No sabemos con qué sonrisa saltará la chispa de su sonrisa. Esta es la ternura que el Misterio tiene con nosotros. Si no tenemos experiencia de esto no se lo podemos dar a los demás. Si tienes experiencia de esto puedes dar a los demás todo el tiempo necesario, seguro de que la atracción en algún momento podrá abrir una grieta. Siempre con el permiso de la libertad del otro. No es un mecanismo que se impone. Es sencillamente una invitación que contribuye al destino del otro.
A menudo te he oído decir que para ti los obstáculos han sido un recurso que te ha hecho emprender un camino humano.
Muchas veces vemos hechos excepcionales, pero no por eso crece la certeza del yo. Es un bonito desafío. Si los hechos con los que alguien te muestra todo su amor no hacen crecer la certeza de que el otro te quiere, tenemos un problema. ¿Cómo puede crecer la certeza si todo lo que sucede ante mis ojos no la incrementa? Me ha sorprendido un texto de don Giussani donde señala lo que suele faltar: el encuentro con un maestro o con un testigo despierta o facilita, pero el hombre aprende, incrementa su certeza, reflexionando sobre sí mismo en su propia experiencia. Cuando leí esta frase enseguida pensé en un pasaje del evangelio que la ilumina porque es el método que utilizaba Jesús. No estamos hablando de cualquier testigo, estamos hablando del Testigo. Obviamente no faltaba nada en el testimonio de Jesús. Los discípulos veían hechos excepcionales, continuamente estaban delante de una Presencia única. ¿Cuándo podían verificar si esos hechos incrementaban su certeza? Cuando se encontraban delante de un nuevo desafío. Imaginemos que sucedió después de que vieron dos multiplicaciones de panes y peces. ¿Cómo se ve si esos hechos excepcionales incrementaron su certeza? Cuando se encuentran ante el siguiente desafío. Cuándo se dan cuenta de que les falta el pan ¿qué hacen?[7]. Discuten como locos. Jesús habría podido dar de comer a cinco mil personas, era fácil pero no lo hizo. No bastaba ni siquiera su Presencia: estaba en la barca en carne y hueso con ellos, pero siguieron discutiendo porque se les había olvidado el pan. Como si no hubieran visto ningún hecho excepcional ni los dos milagros previos. ¿Cómo responde Jesús a esto? ¿Cómo les ayuda para que puedan hacer experiencia y, por tanto, crecer en la conciencia de lo que han visto? Les hace tres preguntas: “¿cuántos panes sobraron la primera vez?”, “¿cuántos panes sobraron la segunda?”, “¿y aún no entendéis?”. No basta con el Testigo que les despierta, que les deja con la boca abierta cuando multiplica los panes. Hay que darse cuenta de qué quiere decir, de lo que implica. Los hechos son ciertos pero no captamos toda su densidad, no hacen crecer nuestra conciencia sobre Quién tenemos delante. ¿Qué es lo que falta? Falta una reflexión sobre la experiencia. Solo hay experiencia si se acrecienta la conciencia de lo que sucede. Si no se incrementa la conciencia no hay experiencia, probamos cosas pero no hacemos experiencia.
Ni siquiera el encuentro con un maestro puede suplir el trabajo de la razón. Pensemos en una clase de matemáticas. ¿Cómo comprueba el alumno que ha hecho suyo o no ha hecho suyo lo que el profesor le ha explicado? Si crece la conciencia de lo que está aprendiendo. Si le pone un problema que ya le ha puesto antes y no sabe resolverlo o afrontarlo puede hacerlo bien por casualidad. Pero lo importante es si supera la prueba en el siguiente desafío, si sabe hacerlo o no porque ha aprendido o porque aún no ha aprendido. Dice Giussani que el maestro puede hacer más inmediata la percepción de uno mismo, pero la percepción de uno mismo como acto propio es personal, es insustituible, porque de otro modo no se incrementa la certeza. Solo a un niño, en una dinámica infantil, se le permite fiarse totalmente de su padre y de su madre. Pero el adulto debe juzgar el encuentro que tiene con la correspondencia que suscita en él. Si no lo juzga, no crece la certeza. Y en el próximo desafío, cuando se le olvide el pan, discutirá como un loco, sin darse cuenta de que tiene al lado al panadero. Puedes haber visto muchos hechos y que no se incremente la certeza. Podemos participar en los gestos y que no crezca nuestra conciencia. Y si no crece no se podrá resistir en un mundo que dice lo contrario. Es crucial dar todos los pasos.
Los obstáculos que hay que afrontar, los que me hacen darme cuenta de que no he comprendido, se convierten en un recurso porque me llevan a hacer el trabajo que Jesús hizo con los discípulos. Somos amigos si no nos saltamos esto, no si vamos corriendo a resolver los problemas de la gente. A Jesús no le servía de nada multiplicar el pan para los cuatro gatos que estaban en la barca. Si nosotros respondemos deprisa y con furia, no crecerá nuestra certeza y, al final, dejaremos de ser amigos. Jesús es amigo precisamente por esto. Giussani es amigo precisamente por esto, porque nos invita a reflexionar sobre la experiencia: el camino a la verdad es una experiencia. No hay experiencia si no se incrementa la persona, si no crece. En estos momentos me parece decisivo este camino sin el cual, sinceramente, no sé qué quedaría de tantos hechos vividos ¿Cuántos hechos nos contamos cada vez que nos vemos? Siempre que nos vemos oímos testimonios. Pero luego llegan los desafíos y nos encontramos desarmados, inermes ante las preocupaciones que suscita la realidad. La persona crece y la consistencia personal documenta que ha crecido. Si no hemos reflexionado sobre lo que ha sucedido, en el fondo, es como volver a empezar de cero.
Os deseo un camino, no un milagro.
Sin hacer este camino podemos ver milagros sin que cambie la conciencia de nosotros mismos. Recuerdo lo que me pasó después de dar una clase sobre el capítulo 10 de El Sentido Religioso. Invite a los alumnos a que imaginaran cuál sería su reacción si abrieran los ojos por primera vez y vieran el Mont Blanc. La primerísima reacción sería de asombro.
Acabo la primera hora de clase y veo que uno se acerca y me dice: “yo no necesito imaginármelo, me ha pasado”. “¿Cómo que te ha pasado? ¡Tú no has nacido con 18 años!” -le digo-. “No, me ha pasado porque tuve un accidente de tráfico y estuve varios meses en coma, inconsciente, y luego desperté. Me ha pasado lo que ha descrito, es verdad, para mí todo era nuevo (caras, colores, árboles). Pero cuando usted lo ha contado me he dado cuenta de que ya empezaba a debilitarse”-me responde-. Le había sucedido el milagro, pero aún tenía que hacer el camino porque de lo contrario esa mirada iba a dejar de ser familiar. El milagro es estupendo, pero sin un camino pierde intensidad y acabamos volviendo a la situación de antes.
Hoy parece que ese deseo de plenitud de las nuevas generaciones se ha debilitado tanto que casi parece haber desaparecido, hay un debilitamiento de las preguntas. El anuncio cristiano resulta tan poco interesante como la respuesta a una pregunta que no se plantea.
No estoy de acuerdo con lo del debilitamiento de las preguntas. Precisamente la película “Vivir sin miedo en los tiempos de la incerteza” documenta que no se ha debilitado. Pensemos en los raperos, en Lady Gaga o en tantos otros. Pueden ser personas o jóvenes que parecen pasar de todo pero tienen una pregunta potentísima. Cuando quitas todas las capas emerge algo más: “mi corazón hoy no es más que un latido de nostalgia”[8]. Lo vemos vibrar en muchas canciones pero puede pasar, como dice Rilke, que todo conspire para acallarlo. Muchas veces es así y entonces el cristianismo se presentara como respuesta a una pregunta que no existe. “Nada hay más absurdo que la respuesta a un problema que no se plantea”[9], decía Niebuhr.
Lo primero que provoca la atracción es un despertar del yo, lo primero que hace la atracción es suscitar una pobreza de espíritu que te hace ser más tú mismo. El encuentro es decisivo. El despertar de la persona forma parte de la naturaleza del encuentro. ¿Qué puede favorecer un camino? La realidad, porque la realidad siempre nos provoca (lo hemos visto con el covid). En muchos que se habían retirado o se habían dejado llevar por la apatía general, la provocación que hemos vivido ha suscitado preguntas que creían ya haber eliminado. La primera cuestión, cuando la realidad nos provoca, es ser leales con las preguntas que suscita. Para mí, esto ha sido decisivo. Si uno es leal con la experiencia que tiene de la realidad, no puede dejar de sentirse tocado y ver cómo su humanidad despierta ante ciertas provocaciones. Si se nos ahorra la fatiga de vivir, no podremos sentir vibrar la naturaleza de la pregunta, de la razón. Una relación verdadera con la realidad es el primer camino para que se despierte la pregunta. Cuando muchas veces, al educar, se quiere ahorrar a los jóvenes el impacto con la realidad para evitarles lo que la realidad no ahorra, no se les ayuda. Les quitamos lo que el Misterio, es decir la realidad, les ofrece para que se despierte la naturaleza de su persona. Esta es la primera cuestión y lo vemos porque los jóvenes viven a menudo dramas o cuestiones que no expresan porque no encuentran en los adultos un espacio que les permita ser verdaderamente ellos mismos. No encuentran ese aspecto de la realidad real que es la experiencia cristiana: una persona que vive intensamente las preguntas, que vive con más intensidad. Pensemos en una persona que en su relación con el otro no censura sus preguntas. Muchas veces ese es el momento en que una relación adquiere una densidad que no tenía cuando solo se hablaba de aspectos superficiales. Pasa lo mismo con la experiencia cristiana. Si la experiencia cristiana no nos hace estar más atentos al impacto con la realidad, si no nos encontramos delante de personas que viven la vida y las relaciones con intensidad y no superficialmente, no podremos sentirnos desafiados, provocados para hacer un camino. Las exigencias que tenemos dentro necesitan ser provocadas constantemente. ¿Cómo se despiertan las preguntas? Se despiertan en el impacto con la realidad. Cuanto más nos provoca la realidad, más preguntas surgen. Entonces aparece la pregunta para la que el cristianismo es respuesta. Pero muchas veces pensamos que el cristianismo ha venido a eliminar el drama en vez de a exaltarlo. Pensamos que esa es la solución, por eso el poder rebaja el deseo y trata de contentarnos. Muchas veces queremos descargar el peso de nuestra libertad, pero Cristo ha venido para evitarlo. “¿Por qué vuelves a incordiar suscitando la pregunta? ¡Ya lo habíamos convencido de que se vive mejor sujeto a nuestro poder!”. Por eso es crucial volver siempre a lo que nos testimoniaba Péguy.
“Preguntad a un padre si el mejor momento
no es cuando sus hijos empiezan a amarle como hombres,
a él, como a un hombre,
libremente,
gratuitamente,
preguntad a un padre cuyos hijos están creciendo.
Preguntad a un padre si no hay una hora secreta,
un momento secreto,
y si no ocurre acaso
cuando sus hijos empiezan a hacerse hombres,
libres,
y le tratan a él como a un hombre,
libre,
le quieren como a un hombre,
libre,
preguntad a un padre cuyos hijos están creciendo.
Preguntad a un padre si no hay una elección entre todas
y si no ocurre acaso
precisamente cuando desaparece la sumisión y sus hijos hechos hombres
le quieren (le tratan), por así decirlo, como conocedores,
de hombre a hombre,
libremente,
gratuitamente. Le estiman así.
Preguntad a un padre si no sabe que nada vale tanto como
una mirada de hombre que se cruza con otra mirada de hombre.
Pues bien, yo soy su padre, dice Dios, y conozco la condición del hombre.
Todas las sumisiones de esclavos del mundo no valen lo que una hermosa mirada de hombre libre.
O más bien todas las sumisiones de esclavos del mundo me repugnan y lo daría todo
por una bella mirada de hombre libre.
Por esa libertad, por esa gratuidad lo he sacrificado todo, dice Dios,
por esa afición que tengo de ser amado por hombres libres,
libremente,
gratuitamente,
por verdaderos hombres, viriles, adultos, firmes.
Nobles, tiernos, pero de una ternura firme.
Para conseguir esa libertad, esa gratuidad,
para hacer actuar esa libertad, esa gratuidad.
Para enseñarles la libertad”.[10]
[1] Este texto corresponde a una conversación con Julián Carrón que tuvo lugar en el Oratorio San Pietro Rapallo, con motivo de la preparación de las fiestas patronales en junio de 2022. El texto no está corregido por el autor. Aquí
https://www.youtube.com/watch?v=0buZdSUe9bQ se puede encontrar el original en italiano.
[2] Tratado 26. Comentario a Jn 6,41-59, predicado en Hipona a primeros de agosto de 414. https://www.augustinus.it/spagnolo/commento_vsg/omelia_026_testo.htm
[3] Mensaje del Santo Padre Francisco para la 55ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 23.01.2021
[4] Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis
[5] H.U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica., Vol. 1. La percepción de la forma, Encuentro, Madrid 1985, p. 23
[6] “Il Papa emeritosi è preso la responsabilità La sua lettera è un esempio”. Rodari P. La Reppublica. 10 febbraio 2022
[7] Marcos 8, 14-21.
[8] G. Ungaretti, Vita d’un uomo. Tutte le poesie, 2016.
[9] R. Niebuhr, The Nature and Destiny of Man. A Christian Interpretation, vol. II. London-New York, 1943, p. 6).
[10] Ch. Péguy, EI misterio de los santos inocentes, en Los tres misterios, Encuentro, Madrid 2008.