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Colombia: el Papa que enseña a hacer justicia (y pueblo)

Editorial · Fernando de Haro
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10 septiembre 2017
Ha vuelto a suceder, como ocurrió hace unas semanas en su viaje a Egipto. Francisco, en su viaje a Colombia, ha vuelto a desatar un nudo que parecía definitivo, o al menos ha indicado el camino para deshacerlo. En El Cairo fue el problema de la incomprensión entre las dos religiones mayoritarias, el cristianismo y el islam.

Ha vuelto a suceder, como ocurrió hace unas semanas en su viaje a Egipto. Francisco, en su viaje a Colombia, ha vuelto a desatar un nudo que parecía definitivo, o al menos ha indicado el camino para deshacerlo. En El Cairo fue el problema de la incomprensión entre las dos religiones mayoritarias, el cristianismo y el islam.

En Colombia Francisco ha afrontado muchas cuestiones, imposible subrayar todas. Pero ha destacado su atención a la violencia sufrida, la fractura de una sociedad en la que los paramilitares y las FARC, también los narcos, han dejado profundas heridas y el reto histórico, fundacional, presente desde hace 200 años, de una Colombia, de una América Latina, dividida entre los criollos y el pueblo.

Son dos retos regionales pero también universales en el mundo de la globalización: la reconstrucción tras la violencia y la integración de identidades diversas.

Francisco ha subrayado una premisa de método que en América Latina resuena con especial relevancia. Si hay una parte del mundo donde se han ensayado mediaciones y alianzas ideológicas para dar eficacia social al Evangelio, esa ha sido la tierra que ha visitado el Papa. Podemos remontarnos a la alianza con el marxismo tan propia de los años 70 y 80 del pasado siglo, a las dictaduras de derechas que dijeron ser católicas, a los nuevos populismos indigenistas o a las respuestas antipopulistas de corte neoliberal, Francisco ha sido rotundo frente a la tentación de una presencia que busca palancas de poder o de partido, la Iglesia que quiere Francisco es una Iglesia libre de ataduras. “A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos”, señalaba en el encuentro con los obispos en Bogotá. La llamada de atención es para todos.

Ya antes de que comenzara el viaje, la elección de Colombia como destino tenía un gran valor simbólico. Francisco ha querido apoyar un proceso de paz que ha puesto fin a décadas de conflicto y que ha encontrado una gran resistencia no tanto entre los que han sufrido la violencia sino, sobre todo, entre jóvenes de origen urbano. Esos jóvenes, a los que el expresidente Uribe ha servido de referente, han sido quienes más han rechazado las condiciones ofrecidas y aceptadas por las FARC. El proceso de paz, es cierto, ha sido generoso y ha permitido a los antiguos combatientes algo más que acogerse al estricto cumplimiento de la ley. Ha sido un gran proceso de justicia restaurativa en la que los responsables del mal lo han reconocido y han pedido perdón a las víctimas.

La historia de la guerrilla de las FARC, que se inicia a mediados de los años 60 del pasado siglo, es la historia de uno de los proyectos “redentores” como lo llaman algunos, que han afectado a la región desde la independencia de España. El leninismo es un ingrediente perfecto para que el paraíso en la tierra se convierta en un infierno. Podría parecer que la respuesta a tanto mal y tanto dolor está en una democracia liberal más sólida. No se le puede quitar importancia al valor de la ley y Francisco no lo ha hecho. Pero el Papa ha ido más allá. Ha querido subrayar el valor de la reconciliación, el valor social del perdón. Se ha convertido él mismo en protagonista de esa reconciliación. Especialmente conmovedor ha sido el encuentro en el Parque de las Malocas, en Villavicencio. Francisco ha querido escuchar a víctimas que han perdonado. Ha señalado que para la reconciliación es necesaria la verdad, pero que “la verdad no debe conducir a la venganza sino al perdón”. “No impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar”, ha señalado. La invitación parece extenderse más allá de Colombia, a México, a Argentina, a Venezuela…

Francisco ha llorado con las víctimas y les ha abierto un horizonte grande. Y ha hecho posible lo que algún cronista laico ha llamado “el milagro de Bogotá”. Las dos ciudades, la criolla de la élite y la mestiza e indígena, han participado, juntas, en una misa multitudinaria. Hace más de doscientos años que son dos mundos separados. Y el Papa les ha dicho: “todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de «pura sangre», sino con todos. Y aquí radica la grandeza y belleza de un país en que todos tienen cabida y todos son importantes. En la diversidad está la riqueza”.

El valor de la diversidad vale para el criollo y el indio, pero también para el europeo de toda la vida y para el nuevo, para el nacional y el extranjero.

El líder de las FARC, Timochenko, ha escrito al Papa una carta pidiendo perdón por las lágrimas provocadas a los colombianos. También ha habido otra misiva del expresidente Uribe en la que le explica a Francisco la impunidad que beneficia a los guerrilleros y las negativas consecuencias económicas del acuerdo de paz. Así es el cristianismo, un hecho presente ante el que se decantan los corazones. Unos piden perdón y otros siguen apegados al pasado.

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