Clinton, Trump y el ´agujero negro´ de un pueblo por reconstruir
Nada nuevo en el frente occidental estadounidense. Los vientos del este no traen más que confirmaciones. Pennsylvania, Delaware, Maryland, Connecticut y Rhode Island dicen que la inercia de estas presidenciales ya es la que es, un río de lava que avanza lenta pero irrefrenablemente hacia la candidatura de Hillary Clinton y Donald Trump.
El único sobresalto –por llamarlo de alguna manera– lo ofrece Bernie Sanders con su victoria en Rhode Island: un puñado de votos y dos delegados más que Clinton. Debe ser la longitud de onda de ese espíritu rebelde que convirtió a Rhode Island en la primera de las 13 colonias que mandaron a paseo a la corona británica en 1776.
Sanders, cada vez más encorvado bajo el peso de los años, la fatiga y sobre todo los resultados electorales, está a punto de renunciar. La brecha que le separa de su rival ya es casi insalvable. Si tenemos en cuenta que las matemáticas no son una opinión y que en este caso basta con la aritmética, Bernie y su “sueño de un nuevo sueño americano” pueden ir preparando las maletas para volver a casa. Un nuevo sueño “socialista” o “socialdemócrata”. Un nuevo sueño que, para bien o para mal, habría llevado a cancelar y sepultar la idea dominante de que la meta de la vida es el éxito, relanzando el objetivo de la justicia social. Al menos como intención.
El partido demócrata agradece, aplaude y avanza hacia la siguiente batalla. Lástima, porque no se puede negar que Sanders ha conseguido plantar en la contienda electoral una brizna de ánimo ideal, demostrando entre otras cosas que la indiferencia (cuando no hostilidad) de las nuevas generaciones hacia la política no es un muro insuperable. La campaña de Sanders, el más anciano de los candidatos, ha vivido del vigor de decenas de miles de jóvenes voluntarios. Toma nota Hillary, que alaba a su rival derrotado y preserva reliquias de su programa para incorporarlas en el suyo, astutamente, sin forzarlo, como si fueran cosas que ella, Mrs. Clinton, siempre hubiera pensado, afirmado y defendido.
No es verdad, pero poco importa. Lo que importa es que el partido esté unido y se prepare unido al desenlace final. No todos los seguidores de Sanders se mantendrán fieles a la causa demócrata tras la salida de su Don Quijote. Los que han apoyado al senador de Vermont como acto de rebeldía contra la hipocresía política podrían perfectamente preferir a Trump antes que a Hillary, icono del status quo y de la dominante homologación ideológica introducida por Obama y convertida en prepotencia en estos ocho años.
Por otro lado, Trump. Gana a lo grande en cinco estados sobre cinco, dejando un puñado de delegados a sus adversarios. A Cruz, en vez de un puñado le ha dejado uno, ¡un delegado! No me gusta, de hecho me preocupa mucho, pero el escenario que se presenta parece inevitablemente el de un enfrentamiento Clinton-Trump. Ella siempre cauta, cuidadosa, midiendo hasta sus ataques, siempre buscando la máxima inclusión posible, plenamente consciente del hecho de que, si no les gusta a todos, sabrá interpretar bien el papel de una a la que todos le gustan. Y él, prepotente, descarado, directo, ofensivo, extemporáneo e imprevisible. Odiado por muchos, y por muchos amado.
Como todas las noches electorales, anoche veía los informativos de la CNN y, como siempre, me aburría escuchar a los expertos de turno. De pronto uno de ellos, en un momento de honestidad intelectual, tomó la palabra y dijo: “Nosotros podemos decir todo lo que nos parezca, pero mirad los resultados de esta noche… La gente está diciendo otra cosa”.
¿Qué dice la gente? Una cosa y su contrario. Dice Hillary, es decir, que alguien nos lleve donde nos quiera llevar, a mí me importa poco. Y dice Trump, es decir, acabemos con todo, pues peor no nos puede ir. En este agujero negro hemos acabado. Un gran país no puede existir sin un gran pueblo. Y este es un pueblo que hay que reconstruir.