LA GUERRA DE LOS SEIS DÍAS

Cincuenta años del fracaso de un liderazgo árabe

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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2 junio 2017
El 5 de junio se cumple medio siglo del inicio de la guerra de los seis días, la campaña militar en la que Israel derrotó a los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria, con la consiguiente ocupación de la península del Sinaí, la franja de Gaza, Jerusalén este y los altos del Golán. Los israelíes ganaron en el campo de batalla al desarrollar una brillante operación militar, en la que pusieron en práctica el método de la guerra preventiva. 

El 5 de junio se cumple medio siglo del inicio de la guerra de los seis días, la campaña militar en la que Israel derrotó a los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria, con la consiguiente ocupación de la península del Sinaí, la franja de Gaza, Jerusalén este y los altos del Golán. Los israelíes ganaron en el campo de batalla al desarrollar una brillante operación militar, en la que pusieron en práctica el método de la guerra preventiva. Esta les sirvió, por ejemplo, para destrozar a la fuerza aérea egipcia en sus propios aeródromos y de paso neutralizar al Egipto de Nasser, su enemigo más visible. La forzosa, aunque ineficaz, reacción de jordanos y sirios solo sirvió para aumentar la derrota árabe y dar mayores alas al sueño del sionismo desde finales del siglo XIX: la recuperación para Israel de territorios de su tradición histórica como la parte antigua de Jerusalén y el territorio de Cisjordania, identificado por los colonos judíos con las Judea y Samaria bíblicas.

En cierto modo, este conflicto se puede considerar como la continuación de la crisis de Suez (1956), en la que el Egipto de Nasser, derrotado en el campo de batalla, salió vencedor en el frente político con la retirada de franceses, británicos e israelíes. Uno de los detonantes de los sucesos de 1967 fue el bloqueo del estrecho de Tirán por unidades de artillería egipcias que impedían el paso de los navíos mercantes israelíes tanto por el estrecho como por el canal de Suez. Con este acto hostil, Nasser pretendería acrecentar su papel como líder del mundo árabe, dividido entonces entre monarquías conservadoras y repúblicas progresistas, otro ejemplo de las tensiones de la guerra fría. En aquel 1967 Egipto estaba además atrapado en la guerra civil de Yemen, en la que sus fuerzas apoyaban a los republicanos yemeníes frente a la monarquía tradicional respaldada por los saudíes. Tampoco las iniciativas panarabistas de Nasser, con todos sus ingredientes de nacionalismo, socialismo y antiimperialismo, parecían tener mucho eco en el exterior, sobre todo desde el fracaso de la República Árabe Unida, una asociación a la que Siria puso fin en 1961.

¿Qué podía acrecentar, entonces, el papel de Nasser como líder del mundo árabe? Una guerra victoriosa. El presidente egipcio cometió el error de creerse su propia retórica, que le transformaba en el nuevo Saladino, el sultán que arrebató Jerusalén a los cruzados en el siglo XII, un papel que luego se arrogarían Hafez el Asad y Sadam Hussein para el consumo de sus respectivas opiniones públicas. En 1967 habían pasado veinte años desde que Abdel Rahman Azzam, secretario general de la Liga Árabe, expresara que la presencia israelí en Palestina era un fenómeno forzosamente temporal. Quizás no se pudiera erradicar en el momento, pero el tiempo sería el gran aliado de los árabes. Los israelíes eran equiparados a los cruzados, a los que se tardó dos siglos en expulsar completamente de Palestina, siendo la última fortaleza en caer la de San Juan de Acre en 1291. Nasser participaba de la misma opinión, si bien él pretendía acelerar las cosas por medio de la unidad árabe contra un enemigo común, una iniciativa que, de paso, debilitaría a las monarquías pro-occidentales, como Jordania y Arabia Saudí, eclipsadas por el protagonismo de un Saladino del siglo XX llamado Gamal Abdel Nasser. Una vez más, los palestinos, tal y como había sucedido en la primera guerra árabe israelí (1948-1949), se convertían en instrumento de la política y los intereses nacionales de los países árabes de la región.

De la fascinación por la retórica de Nasser escaparon pocos egipcios de su época. Ni siquiera el escritor y premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz se libró entonces del influjo de unos discursos que alimentaban el espejismo de un paseo militar hasta Tel Aviv de la que pretendía presentarse como la primera potencia de Oriente Medio. Pero la derrota egipcia llevaría al escritor a abandonar la escritura de novelas durante cinco años. Tiempo después, Mahfuz se vio obligado a reconocer que el conflicto con Israel solo había servido para perjudicar a Egipto con pérdida de vidas, penurias económicas y afianzamiento de un gobierno autoritario. En realidad, Nasser habría subestimado las capacidades de Israel para una acción militar efectiva y autónoma por creerle demasiado dependiente de EEUU, por entonces empantanado en la guerra de Vietnam. Pero, al igual que en la crisis de Suez, el presidente egipcio tuvo la habilidad de convertir su derrota en victoria moral ante su pueblo y siguió fomentando sus mensajes panarabistas y antisionistas. Atribuyó a la falta de unidad de los árabes la responsabilidad de la victoria sionista, e incluso la revolución libia de Gadafi le dio todavía impulso para soñar con proyectos de unidad panarabista. Sin embargo, en 1970, con apenas 52 años, Nasser falleció inesperadamente de un paro cardiaco. Con él se irían también las aspiraciones de liderazgo de Egipto en el mundo árabe, pues su sucesor Sadat daría preferencia a los intereses egipcios que pasaban por recuperar la península del Sinaí, si bien antes hubo tiempo para la guerra de octubre de 1973, nueva derrota de egipcios y sirios frente a Israel, aunque al menos fue de utilidad para restaurar la autoestima militar de Egipto.

El peso demográfico de Egipto en el mundo árabe no le garantiza por sí mismo un predominio en la región, pues ese peso no va acompañado de un potencial político y económico, pues no basta tener un numeroso ejército, aunque suponga una de las mayores concentraciones de carros de combate del mundo, para ser elevado a la categoría de potencia regional. Recuperado el Sinaí en 1979, Israel dejó de ser enemigo para Egipto, un estatus que también garantizan las contribuciones económicas de EEUU. Los vientos en Oriente Medio soplan ahora en una dirección muy diferente de la de hace cincuenta años. Lo demuestra la cumbre de Riad del pasado 21 de mayo, en la que participaron más de 55 países árabes y musulmanes, y en la que tuvo un papel destacado el presidente Donald Trump, probablemente mucho más a gusto entre sus anfitriones que en su posterior visita a Bruselas. Trump se permitió hablar de una “OTAN árabe”, pero esta vez ya nadie agita el fantasma del sionismo, e Israel no tiene que preocuparse por esa Alianza Estratégica de Oriente Medio, que podría estar constituida en 2018. El enemigo ahora es Irán, considerado también por los israelíes como “una amenaza existencial”, y para algunos de los países presentes en Riad es una amenaza mayor que el propio Daesh. Este enfoque bien podría explicar la supervivencia de este grupo terrorista, pese a la guerra librada contra él por una amplia coalición internacional. Para algunos, la derrota del Daesh conlleva implícitamente una victoria de Irán. ¿Piensa Israel lo mismo que ciertos países árabes?

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