Chesterton, defensor de lo obvio

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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10 junio 2021
A la hora de leer un libro de artículos periodísticos no siempre es fácil encontrar un hilo conductor. Puede que exista, o que existan varios a la vez, o simplemente que el autor se proponga salvar, en la medida de lo posible, sus artículos de la inevitabilidad de lo efímero.

No pertenece a esta categoría La prensa se equivoca y otras obviedades, recopilación de los artículos publicados por Gilbert Keith Chesterton en 1908 para el semanario de The Illustrated London News (ed. Encuentro). No son efímeros porque participan del espíritu de dos de las mejores obras de Chesterton publicadas en ese mismo año: Ortodoxia y El hombre que fue jueves, un ensayo paradójico y una novela filosófica, aunque esta novela policial, en la que la sorpresa final no parece lógica, es a la vez una gran paradoja.

Chesterton comenta temas del momento histórico, los de la Gran Bretaña eduardiana en la que el Imperio es uno de los ejes conductores, aunque en el país han aparecido desde hace tiempo movimientos políticos y sociales que cuestionan todo lo establecido. A diferencia de otros países de la época, Gran Bretaña es el país de los debates, en los que seguramente no se encontrará ninguna piedra filosofal para organizar la vida pública y la privada, aunque todos opinan con una cierta esperanza de salir vencedores. Se opina sobre la concesión del derecho del voto a la mujer, pues era la época de las sufragistas; sobre los ritos, ceremonias y símbolos; sobre la educación; sobre el periodismo… Los debates, entonces y ahora, no suelen servir para convencer, pero pueden ser una llamada de atención para aquellos que solo sienten o que solo piensan. Les darán que sentir o que pensar si encuentran a alguien que vea las cosas más claras que ellos. Chesterton era una de personas. Frente a las ideologías que implican la construcción de muros, cimentados por nostalgias difusas o creencias poco razonables en el progreso, Chesterton cree en la sabiduría del hombre común que suele ir acompañada por el sentido común, a no ser que esté influido por ideologías que le encierran en sí mismo.

A nuestro escritor le gustaban las novelas policíacas y él mismo cultivó ese género no solo con los relatos del padre Brown sino también dando a muchas de sus obras –novelas, ensayos y artículos– un toque detectivesco que le hacían ser más racional –y razonable– que muchas de las teorías sociopolíticas de su tiempo que, pese a atribuirse el calificativo de científicas, contienen muchos errores acerca de la naturaleza humana y resultan excesivamente sentimentales. En mi opinión, uno de los artículos de esta colección expresa muy bien el método de Chesterton. Se titula “Tomar la razón por el extremo correcto”. En él expresa su admiración por una novela policíaca de éxito, El misterio del cuarto amarillo de Gaston Leroux. Los dos únicos detalles indiscutibles de este misterio es que se trata de una habitación cerrada herméticamente y en la que no hay nadie. Es el método recomendado por Chesterton: hay que comenzar por lo que es indiscutible y luego discutir todo lo demás. Frente a los hechos ciertos no caben las elucubraciones.

Los artículos del autor nos recuerdan que es frecuente, en su época y en la nuestra, esgrimir teorías y luego intentar por todos los medios que la realidad se acomode a ellas. Critica a las sufragistas no por pedir el voto femenino sino por encadenarse a una reja y decir que no son libres, o porque utilizan una violencia de tipo masculino en vez de hacer uso de sus armas de mujer. No le gusta el imperialismo británico, y tampoco le gusta el pacifismo de Tolstoi. Y lo más curioso es que no los ve como posturas enfrentadas. Ve en ambos un espíritu de conquista de las mentalidades. Lo que menos le agrada es la filosofía de Tolstoi, pues el escritor ruso tiene piedad por los pobres y los encarcelados, pero le dan lástima las alegrías de los seres humanos. La conclusión de Chesterton es demoledora: Tolstoi termina odiando a la humanidad. Otro tanto dice nuestro autor de Zola. No le preocupa su inmoralidad sino su moral. Encuentra su misericordia más fría que la justicia. Por otra parte, prefiere las burlas de Voltaire sobre Juana de Arco, considerada como tonta o farsante, a la joven campesina sin ideas propias y manejada por un sacerdote que se presenta en una novela de Anatole France. Resulta evidente que a Chesterton le resulta insoportable la combinación de materialismo y sentimentalismo.

El escritor inglés habría hecho uso de su sentido del humor, inseparable de su sentido común, ante las teorías educativas de nuestro tiempo, que, en su mayoría, tienen su origen en la época en que él vivió. De ahí que considerara que el error de la gente que reflexiona sobre educación es que no ha pensado en los niños. Chesterton afirma que los niños son mejores que nosotros. Ciertamente hay que facilitarles información, pero no educarlos para que el día de mañana se conviertan en reformadores sociales. No entiende por qué algunos educadores se empeñan en enseñarles algo distinto de lo que aprendieron ellos, y entiende menos aún que las abuelas no puedan aprender de los niños.

En estos artículos brilla el peculiar estilo de Chesterton, el de la esgrima de la paradoja, audaz y hábil para encontrar el punto discordante del adversario. La paradoja es una espada afilada que le sirve para defender lo obvio.

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