Cézanne, la fuerza para mirar más allá de las ruinas del mundo

Cultura · Giuseppe Frangi
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2 abril 2020
El retrato de un hombre, con la cabeza alta, los brazos cruzados y la mirada puesta a lo lejos. Es el último cuadro que vi en vivo antes de que todo se cerrase. Estaba expuesto en el Palacio Real de Milán, entre una selección de obras del Guggenheim de Nueva York (por ser más precisos, de la colección Tannhaüser, luego donada al museo americano). Era el primer cuadro de la exposición, pero recuerdo que me causó tal impresión que quise volver a verlo, por lo que hice el recorrido a la inversa y salí por la entrada.

El retrato de un hombre, con la cabeza alta, los brazos cruzados y la mirada puesta a lo lejos. Es el último cuadro que vi en vivo antes de que todo se cerrase. Estaba expuesto en el Palacio Real de Milán, entre una selección de obras del Guggenheim de Nueva York (por ser más precisos, de la colección Tannhaüser, luego donada al museo americano). Era el primer cuadro de la exposición, pero recuerdo que me causó tal impresión que quise volver a verlo, por lo que hice el recorrido a la inversa y salí por la entrada.

Se trata de una obra maestra de Paul Cézanne, fechado en 1899, “L’homme aux bras croisés”. No sabemos quién es el sujeto. El hijo del artista decía que se trataba de un relojero parisino, pero nunca se confirmó. Ciertamente, su atuendo revela un perfil social distinto al de los campesinos que habitualmente posaban para Cézanne en Aix, su ciudad  natal, donde moriría en 1906. Lo pintó en su estudio parisino de la calle Hégésippe-Moreau, como evidencian la paleta y los lienzos apoyados a la izquierda.

Si hay una característica que defina la grandeza de Cézanne es la de ser un artista capaz de afrontar cualquier cosa, siempre se proyecta en una perspectiva bíblica. Como también tiene algo bíblico este retrato, a pesar de que sea el retrato de un burgués parisino. De hecho, el hombre de los brazos cruzados tiene algo de sosegado y resolutivo a la vez. No deja ninguna concesión al esteticismo. Mantiene la espalda bien recta, y con su mirada parece provocar decididamente un desgarro. Desvía el centro fuera de sí mismo y hasta del cuadro. Mira más allá, consciente de que todas las batallas se proyectan hacia allá. Es fuerte, como demuestra ese gesto un tanto desafiante de mantener los brazos cruzados.

Pero su fuerza se debe sobre todo a esa firmeza moral que deja vislumbrar. No es una fuerza que se exprese en la solidez de su pose (Cézanne es un artista sumamente inquieto, en el retrato deja muchas incertidumbres); se trata de una fuerza que nace de dentro, de una conciencia que parece que lo reviste. No en vano el Nobel Peter Handke, cautivado por este cuadro en una exposición en París en 1978, escribió que le gustaría convertirlo en héroe de una de sus novelas.

El hombre sin nombre de Cézanne es una avanzadilla. Que avanza en el tiempo hasta presentarse como contemporáneo nuestro. Para él podrían valer las maravillosas palabras que Charles Péguy dedicó a la figura del padre de familia. “Él no solo está comprometido por todos lados en la ciudad presente. Por la familia, por su raza, por su descendencia, por sus hijos está comprometido por todos lados en la ciudad futura, en cómo van las cosas, en todos los eventos temporales”.

Es el hombre que sin decir una palabra nos pone delante la única actitud necesaria para el mañana, cuando dejemos atrás no solo la pesadilla del virus sino también las ruinas morales y materiales del “mundo de antes”. Nos dice de la necesidad de un nuevo inicio, de una determinación para reconstruir ante todo nuestras conciencias, un coraje que sepa dejar a un lado los medios placeres y el narcisismo del pasado. Nos dice también que habrá que luchar. Ahora comprendemos que si el hombre sin nombre de Cézanne tiene esa actitud un tanto desafiante, es porque verdaderamente nos está lanzando un desafío.

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