Cero dialéctica, todo testimonio

Mundo · José Luis Restán
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5 junio 2012
Las tres jornadas de Benedicto XVI en Milán han mostrado de nuevo la verdadera imagen de la Iglesia. Un pueblo de gente necesitada, con sus debilidades y esperanzas, que ha encontrado a Jesucristo y camina sostenido por su gracia a despecho de cualquier tormenta. Un pueblo  al que Jesús quiso dar pastores que lo confortaran en su travesía, y al que quiso dotar de una misteriosa piedra basal, un centro que anudase con seguridad la tupida red de la Iglesia extendida por los cinco continentes.

En este caso el motivo inmediato del encuentro era la familia, su significado y valor, sus heridas y su curación. A fin de cuentas la familia cristiana es una concreción de la Iglesia, una iglesia doméstica; y la Iglesia se puede ver como la gran familia de los hijos de Dios, una red inmensa de familias. Lo más sorprendente de las intervenciones del Papa ha sido, por un lado, el modo en que él mismo se ha puesto en juego frente a problemas y situaciones concretas y difíciles; por otro, que todo ha pivotado sobre el testimonio de una vida buena, grande y bella, que se impone por su propia elocuencia en la plaza del mundo a pesar de todos los vientos de doctrina, de todas las falsas ilusiones y los desmontajes culturales programados. Cero dialéctica, cero abstracción, todo razón y afecto encarnados. Es la vía de Benedicto, que podemos sorprender en cuatro imágenes.

Primera imagen en La Scala de Milán. No era un acto refinado para deleitar al Papa melómano, era un signo potente de que la belleza no es un lujo sino una necesidad, especialmente para quienes sufren. El Himno a la alegría incluido en la Novena de Beethoven refleja la aspiración de felicidad y fraternidad del corazón del hombre, pero esa aspiración choca frecuentemente con la dureza de la vida: es una paradoja que recorre como un hilo rojo la historia de cada familia. El Papa toma la palabra pero deja de lado su profunda erudición musical y afronta la gran cuestión: piensa en las víctimas del terremoto de Emilia-Romagna y lanza su gran desafío: ¿acaso podemos hablar de un Misterio bueno, de un Dios que es Padre, después de ver este horror? Y entonces Benedicto XVI reconoce que sólo nos sirve un Dios que ha atravesado las nubes, que se ha hecho carne para compartir nuestros padecimientos, que con su compañía nos sostiene para ayudarnos unos a otros. Esa es la nostalgia última a la que apunta Beethoven, ese es el horizonte al que tiende cada historia de amor.

En el Parque de Bresso el Papa Ratzinger se pone delante de las familias, algunas las tiene muy cerca, puede ver sus ojos cuando le hablan. Segunda imagen. Una chica vietnamita le pide simplemente que hable de su propia familia y Benedicto afina, no quiere sólo dar cuenta de bellos recuerdos. Relata cómo el amor entre sus padres y de estos hacia sus hijos ha sido el primer reflejo consciente del amor de Dios, cómo el tejido de las relaciones familiares hizo crecer en él la certeza de que la vida es un gran bien que merece ser vivido a pesar de todas sus penalidades. Y el Papa anciano, casi como en una confidencia, les dice que cuando camine "hacia la otra parte del mundo" será un poco como ir a casa.

Tercera escena, le preguntan sobre el dolor de tantos católicos divorciados y vueltos a casar, que no pueden recibir la eucaristía. Quizás es la primera vez que un Papa afronta de modo semejante la cuestión, sin papeles, a campo abierto. Reconoce que éste es uno de los grandes sufrimientos de la Iglesia de hoy y que no existen recetas simples. El mensaje que lanza a estas personas es "que no están fuera", más aún, que su sufrimiento aceptado y ofrecido les coloca en el corazón de la Iglesia. Insta a las parroquias y comunidades a mostrar su acogida a estas personas, a acompañarlas y guiarlas para que sientan que forman parte de esta comunión de vida. El Papa insiste: "deben saberlo, que precisamente así (aceptando el sufrimiento de su condición) sirven a la Iglesia.

Llega la mañana del domingo, la Misa de clausura de este Encuentro Mundial de las Familias. Se calcula que un millón de personas se han congregado para escuchar al Papa. Cuarta escena. De nuevo una ocasión para polemizar con el nihilismo, Benedicto sabe hacerlo, y con acerado filo, por cierto. Pero de nuevo elige otra vía. La fiesta de la Santísima Trinidad le ofrece la ocasión de explicar el misterio del amor humano como imagen del Dios uno y trino. Habla de la relación única entre el hombre y la mujer, de la fecundidad del amor esponsal, que es también un patrimonio de bien para la sociedad entera. Pero el amor fiel y total, que es el horizonte de esta relación, se topa cada día con la fragilidad humana y requiere la gracia del sacramento para ser sostenido: "vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo".

El Papa no lanza anatemas ni afirma valores como pedradas, marca un camino. El camino que ya recorren miles de familias cristianas, y esa es su primera recomendación: "ante vosotros está el testimonio de tantas familias que señalan los caminos para crecer en el amor". De nuevo la fuerza del testimonio, el sostén de esta amistad animada por la gracia de Cristo. Les invita a mantener una relación constante con Dios y a participar en la vida eclesial, les alienta a vivir la gratuidad, a tener paciencia con los defectos de los demás, a perdonar y pedir perdón, a aceptar el riesgo de educar a los hijos… y también a los amigos. Les pide que no se encierren en las cuatro paredes de un hogar cálido y falsamente autosuficiente, porque el horizonte de cada familia cristiana es la inmensidad del mundo con todos sus reclamos. Y entonces llega la gran promesa, "en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, en una verdadera Iglesia doméstica".   

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