Centenario del fin de una guerra y de una falsa paz

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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4 diciembre 2018
Termina 2018 con la conmemoración del centenario de la Primera Guerra Mundial, que irá acompañado en los próximos meses de otra efeméride de hace un siglo, la del tratado de Versalles, que supuestamente cerraba la contienda, pero lo hacía en falso al imponer la paz de los vencedores. En un siglo en el que el poder de la técnica no ha dejado de crecer, no hemos podido terminar con el fantasma de la guerra, o mejor dicho el de los temores a una violencia que sigue desatada en nuestro mundo, en el que las guerras no se declaran y la vida humana es destrozada y humillada por quienes ni siquiera se plantean derrotar al enemigo como sucedía en las batallas clásicas. Los soldados y sus brillantes uniformes, al menos en los desfiles de gala, han sido sustituidos por delincuentes y terroristas que no luchan cara a cara.

Termina 2018 con la conmemoración del centenario de la Primera Guerra Mundial, que irá acompañado en los próximos meses de otra efeméride de hace un siglo, la del tratado de Versalles, que supuestamente cerraba la contienda, pero lo hacía en falso al imponer la paz de los vencedores. En un siglo en el que el poder de la técnica no ha dejado de crecer, no hemos podido terminar con el fantasma de la guerra, o mejor dicho el de los temores a una violencia que sigue desatada en nuestro mundo, en el que las guerras no se declaran y la vida humana es destrozada y humillada por quienes ni siquiera se plantean derrotar al enemigo como sucedía en las batallas clásicas. Los soldados y sus brillantes uniformes, al menos en los desfiles de gala, han sido sustituidos por delincuentes y terroristas que no luchan cara a cara.

Vivimos en un mundo de las guerras sin victorias, que suelen ser también las guerras sin final, que brotan endémicamente sobre el terreno, se extinguen lentamente para emerger cuando menos cabe esperar. Por eso, la palabra paz se devalúa, se repite tanto que termina por carecer de sentido. La paz no es ausencia de guerra. Ese fue el error de cálculo de los vencedores de la Gran Guerra, que pensaba también en el equilibrio de fuerzas militares, lógicamente a su favor, y no tomaron en consideración los orgullos nacionales de los otros, de los vencidos o de sus propios aliados. El armisticio de 1918 fue incapaz de eliminar las semillas del rencor de pueblos muy diversos, no solamente de los alemanes vencidos sino también de los italianos, rusos y japoneses, por no hablar también de los pueblos colonizados. De las cenizas no emergió un mundo nuevo, aunque surgiera una organización que pretendía trabajar por la paz, la Sociedad de Naciones, si bien esta no era la voluntad política de una parte de sus Estados miembros. 1919 impuso una pax romana, obtenida por la fuerza, aunque el tratado de Versalles instituyera la Sociedad de Naciones, que pretendía asegurar la tranquilidad en el orden, sin querer darse cuenta de que aquel orden mundial era tan frágil como injusto.

Un periodista británico, Norman Angell, editor en París del Daily Mail, presintió la tragedia de 1914, aunque se aferraba a la incapacidad de creerse que algo tan terrible fuera a suceder. En 1910 publicó “La gran ilusión”, la obra que le valdría el reconocimiento del Nobel de la Paz en 1933, y en ella albergaba la esperanza de que los seres humanos se comportaran con racionalidad. Era la época de la primera globalización, en la que la interdependencia económica convertía la guerra en una terrible necedad, en una locura sin provecho para nadie. ¿A quién podía beneficiar la guerra? Pensemos que Alemania y Francia eran grandes socios comerciales. Sin embargo, fue Angell el que fue tachado de loco y falso profeta porque arremetía en su libro, en nombre de la racionalidad económica, contra la geopolítica y la teoría del interés nacional. Los políticos responsables de la contienda nunca se plantearon, tal y como hubiera deseado Norman Angell, consultar previamente a los banqueros, industriales y comerciantes de sus países. Habría sido un acto de cobardía y todos consistieron en desatar, o al menos no lucharon por impedirla, una guerra que estaban convencidos de que podían ganar. Era una vez más el espejismo de la tecnología. Gracias a ella esta sería la última de las guerras, según llegó a creer el utopista británico H.G. Wells. Luego llegaría la visión del presidente americano Thomas Woodrow Wilson, con sus famosos 14 puntos: la democracia, el desarme, el fin de los tratados secretos, la libertad de comercio, aunque también el poco definido principio de autodeterminación de los pueblos, que en los años de la posguerra haría estragos en Europa central y oriental, encontrando eco en otros lugares del mundo. No es extraño que el primer ministro francés, Georges Clemenceau, dijera irónicamente sobre los puntos wilsonianos: el buen Dios solo tiene diez.

Pero no hay que achacar al tratado de Versalles la única responsabilidad de una guerra mucho más terrible: fueron las decisiones de los políticos de entreguerras las que llevaron a la contienda. Norman Angell lo recordó al recibir el Premio Nobel: hicieron de la soberanía nacional un dios, y del nacionalismo una religión. En un libro de 1932, “Los asesinos invisibles”, insistía en estas críticas, una vez más premonitorias. Sin embargo, una vez más el componente emocional prevaleció sobre el racional, los excesos arrastraron a la moderación, y la tragedia asomó de nuevo en el mundo con formas mayores de devastación.

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