Cataluña. Los duendes invisibles de la ciudad

España · Eugenio Nasarre
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24 septiembre 2015
¿Qué va a pasar el 27 de septiembre en Cataluña? La pregunta, ya en vísperas de las elecciones, resulta angustiosa. Porque si ocurriera que las fuerzas independentistas obtuvieran un triunfo, España se enfrentaría a la más grave situación desde el inicio de nuestra democracia. Con toda precisión la deberíamos calificar de emergencia nacional. Y todos somos conscientes de que tal eventualidad puede ocurrir.

¿Qué va a pasar el 27 de septiembre en Cataluña? La pregunta, ya en vísperas de las elecciones, resulta angustiosa. Porque si ocurriera que las fuerzas independentistas obtuvieran un triunfo, España se enfrentaría a la más grave situación desde el inicio de nuestra democracia. Con toda precisión la deberíamos calificar de emergencia nacional. Y todos somos conscientes de que tal eventualidad puede ocurrir.

En 1942, desde su exilio neoyorquino durante la segunda guerra mundial, el gran historiador italiano Guglielmo Ferrero escribió un lúcido ensayo, que tituló “El poder. Los duendes invisibles de la ciudad”. En él abordaba el gran problema de la legitimidad (o de las distintas legitimidades) en que ha de descansar todo poder y, por lo tanto, todo sistema político. Y constataba el hecho de que la legitimidad –en la que se apoya la legalidad– no es una cuestión puramente racional. En las luchas por el poder existen en la ciudad –decía– unas fuerzas poderosas “que recuerdan a aquellas misteriosas figuras intermedias entre lo divino y humano, que los romanos conocían como ‘genii’, figuras mágicas que los hijos de Roma imaginaban ininterrumpidamente presentes en el cotidiano actuar de los hombres”. En determinadas circunstancias aparece, entre esos duendes, el genio maligno, que –dice Ferrero– “es el espíritu revolucionario, el espíritu de revuelta contra la ley, de odio y menosprecio para con la legalidad, que anida en lo más profundo de los corazones humanos”.

La historia humana ha experimentado diversos procesos revolucionarios, que Ferrero estudia en su ensayo para conocerlos mejor y evitarlos en el futuro. Mi percepción es que, si el 27 de septiembre triunfan las fuerzas independentistas, se pone en marcha un proceso revolucionario, cuya dinámica es imprevisible. Lo que se juega el 27 de septiembre es dar marchamo democrático a ese espíritu de revuelta contra la ley. Lograr ese marchamo es el objetivo de los independentistas. Porque todos sabemos –los independentistas y los que no lo somos– que la “legitimidad democrática” es en nuestra época una de las más poderosas palancas para la obtener y justificar el poder.

Artur Mas y los independentistas han trastocado la naturaleza de estas elecciones. Lo han hecho con la astucia del genio maligno, ya diseminado en la ciudad, como, por otra parte, siempre ha sucedido en los procesos revolucionarios de la historia. Por eso ha sido imposible el debate, aunque se hubiera intentado. Por eso no está habiendo “igualdad de armas” en la competición electoral. Por eso el clima asfixiante que se ha generado ha disminuido gravemente las libertades. Por eso ya se ha producido una fractura profunda en la sociedad catalana, cuyas heridas difícilmente se cicatrizarán. Y, por todo ello, el resultado de las elecciones, a pesar de lo que digan las encuestas, será un misterio hasta el último minuto.

Será un misterio, porque los datos que conocemos de la sociedad catalana producen perplejidad. Quienes se declaran independentistas son una minoría. Quienes son de lengua materna castellana son más de los que lo son del catalán. Un muy amplio sector de catalanes tiene antecesores (padres, abuelos) de otras regiones de España. ¿No me produciría desasosiego romper con la tierra que vio nacer a mi abuelo? ¿No la considero emocionalmente parte de mis raíces y, por lo tanto, de mi propio ser? Y la gran mayoría de los catalanes quieren seguir siendo españoles, al menos a los efectos de la ciudadanía. ¿Todos estos catalanes van a resignarse a facilitar una ruptura que, lo quieran o no, va a ser traumática para sus propias vidas?

No deberían engañarse, aunque la astucia de Artur Mas y sus compañeros de viaje hayan puesto cloroformo a sus naturales incertidumbres y hayan ofrecido un paraíso, tan irreal como a la postre infernal. Porque deberían saber que el “proceso revolucionario” que se desataría forzosamente exigiría la intensificación del nacionalismo más exacerbado y excluyente, lo que incluiría una ulterior merma de las libertades personales. Cualquier proceso independentista exige tal guión para lograr el sometimiento de la “mayoría silenciosa” al nuevo orden.

Y entonces aparecería el miedo, el miedo de verdad, el miedo que atenaza a los espíritus, que se alimentaría de un doble componente: el incremento de las incertidumbres en elementos relevantes de las vidas personales y el inevitable incremento de la coacción del poder, para que el miedo no se transforme en rabia.

No. No es posible una ruptura que no sea en sí misma traumática y desgarradora. Es ésta una de las razones de que sea una aventura inmoral, como muy bien expuso Benigno Blanco en estas Páginas. Porque, además, la hipotética independencia de Cataluña no significaría el surgimiento de un nuevo Estado sino la destrucción de la España misma. No sería una amputación sino el ‘finis Hispaniae’.

Pertenezco a una generación que, en los albores de la Transición, nos preguntamos por el porvenir de España, con el afán de superar los viejos litigios históricos que sacudieron nuestra convivencia y estallaron con crudeza inimaginable en la guerra civil. Nos acompañó en nuestra reflexiones un libro de Pedro Laín Entralgo que publicó en 1971 y que tituló “¿A qué llamamos España?”. Cataluña estaba muy presente en sus páginas, porque la “cuestión catalana” era uno de los asuntos a resolver. Pero lo que quedaba claro era que lo que llamábamos y llamamos España resulta impensable de concebir sin Cataluña. Sin ella, sería otra cosa. Por eso, era importante abordar la “cuestión catalana” entre las tareas prioritarias del proceso constituyente. Y se hizo. Y se pudo decir con acierto que la Constitución del 78 “tenía acento catalán”. Cataluña ha logrado el más alto nivel de autogobierno de cualquier Estado federal. Puede ser mejorable y perfeccionable, pero en el seno del proyecto histórico común de España.

Los genios malignos de la ciudad pretenden desbaratar ese proyecto de convivencia. Eso es lo que está en juego. Por eso tantos españoles vivimos estas jornadas con gran desazón. En todo caso, al día siguiente de las elecciones tendremos que hablar sobre qué debemos hacer para salvar a Cataluña y España, que es decir lo mismo.

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