Cataluña: ¿Hablamos en serio?

España · Fernando de Haro
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12 noviembre 2014
Hace unos días tuve una conversación con Alfred Bosch –el portavoz de ERC, la gran formación independentista, en el Congreso de los Diputados–. Fue una conversación pública que oyó mucha gente. Y algunos amigos se enfadaron porque hubiera hablado con un representante de la secesión. ¿Y si no hablamos qué hacemos? De hecho, me quedó mal sabor de boca no por haber conversado sino por haberlo hecho en los términos en los que suele plantearse la confrontación ideológica. No fue una conversación fácil, pero sí interesante.

Hace unos días tuve una conversación con Alfred Bosch –el portavoz de ERC, la gran formación independentista, en el Congreso de los Diputados–. Fue una conversación pública que oyó mucha gente. Y algunos amigos se enfadaron porque hubiera hablado con un representante de la secesión. ¿Y si no hablamos qué hacemos? De hecho, me quedó mal sabor de boca no por haber conversado sino por haberlo hecho en los términos en los que suele plantearse la confrontación ideológica. No fue una conversación fácil, pero sí interesante.

“Si tengo que elegir entre la lealtad al pueblo catalán y la lealtad a la Constitución del 78 me quedó con el pueblo catalán”, me decía Bosch. No creo que esta sea la dicotomía del momento pero puede servir para intentar pensar con serenidad.

En los doscientos años que llevamos de constitucionalismo moderno se ha ido perfilando la relación entre el derecho positivo, el valor de las mayorías (la voluntad popular), y los fundamentos pre-políticos que se expresan en una Carta Magna. Las revoluciones constitucionales del XVIII nacieron para dotar de carga moral al derecho. Tras la Segunda Guerra Mundial del pasado siglo se hizo evidente que el juego de las mayorías tiene que estar limitado por aquellos principios que cada país reconoce como propios. En el caso de los derechos fundamentales es evidente.

Pero eso no significa que la cuestión esté ni mucho menos cerrada. Hay quien señala que la actitud del Tribunal Supremo de Estados Unidos durante las tres primeras décadas del siglo XX no fue democrática porque en nombre de la Constitución frenó la voluntad de la mayoría. Jeremy Waldron, por ejemplo, defiende la incompatibilidad de fondo entre democracia y Constitución (Derechos y desacuerdos). Y sin embargo R. Dworking sostiene que “la mayoría no tiene derecho a gobernar si no se dan ciertas condiciones (ciertos valores)”. El dilema está claro: “o bien aceptamos que existe un núcleo de verdades sustanciales que actúe como límite y entonces nos encontraremos con la exigencia de justificar esas verdades en una sociedad en la que el desacuerdo es irrenunciable o bien aceptamos que solo hay una verdad procedimental (Ruiz Soroa)”. No conviene responder a este doble reto sin ir despacio. Especialmente en la necesidad de razonar y hablar de esas verdades en una sociedad plural. Afortunadamente existe una zona de grises que explorar.

¿Qué tiene que ver esto con Cataluña y con lo que decía Bosch? Supongamos que una inmensa mayoría o todo el pueblo catalán rechazase la Constitución del 78. Supongamos que la unidad política creada con el decreto de Nueva Planta de Felipe V y la unidad de reinos bajo la misma monarquía que viene de los Reyes Católicos no fuera reconocida por más de un 60 por ciento de la población. Podríamos enfadarnos mucho, aunque estaríamos ante un hecho incontrovertido. El derecho internacional no permite la secesión en este supuesto. Pero cuando la historia no se percibe como presente deja de ser elemento de vínculo. La historia, de hecho, solo cuenta si actúa de algún modo como factor positivo en el ahora. De otro modo es una condena. ¿Qué sucedería si, como decía mi interlocutor Bosch, una rotunda y clara mayoría considerase que la Constitución del 78 es contraria a sus aspiraciones de pueblo? ¿Hasta qué punto la Carta Magna puede imponer ciertos valores que no son ya reconocidos por el pueblo cuando esos valores no afectan al núcleo esencial de la dignidad humana? El constitucionalismo histórico inventado por los románticos no es sin duda una doctrina asumible tout court pero es interesante cuando plantea la importancia de tener en cuenta la evolución de los fundamentos de una nación.

¿Pueden imponerse en democracia unos valores francamente rechazados? Responder a todas estas preguntas nos llevaría tiempo y habría que distinguir mucho.

En cualquier caso, lo que ha puesto de manifiesto la pseudo-consulta del pasado 9 de noviembre es que ni todos y ni siquiera una mayoría clara de catalanes perciben que haya un conflicto entre el pueblo y la Constitución. Hay, y se debe hacer las cuentas con ello, algo más de un 30 por ciento (los que votaron el pasado domingo) que quieren la independencia. Seguramente ese porcentaje subiría a más del 40 por ciento en una consulta formal. Las causas pueden ser múltiples: ausencia del Gobierno de España durante muchos años, desapego progresivo, educación nacionalista… El hecho es tozudo.

El “problema” es que los que piensan como Bosch no suponen una mayoría contundente. Si lo fueran habría que adoptar una solución como la de Montenegro, Croacia, Sudán o Canadá. A saber: convocar un referéndum desde el Congreso, exigir mayorías reforzadas (50 por ciento de participación, más de 50 por ciento de síes) y decir adiós con todo el dolor del alma al pueblo que clamorosamente no quiere la Constitución. Pero es que hay más de un 40 por ciento que sí la quiere. Habrá que empezar a dialogar en lugar de tirarse los trastos a la cabeza y hacerlo aceptando al que quiere irse y al que quiere quedarse por lo que es. Lanzarse “verdades políticas” unos a otros a estas alturas ya no sirve de nada.

¿Hay algo que esté más allá de las ideologías y que permita a una sociedad como la catalana hablar? La política ha dejado a los catalanes en tablas. ¿Hay algo que les permita vivir juntos fuera o dentro de España? ¿El otro tiene algún valor aunque no piense igual? Empecemos a hablar en serio.

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