Editorial

Cataluña, a través de la libertad

Editorial · Fernando de Haro
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27 mayo 2017
Dentro de unos meses, quizás semanas, se va a convocar el segundo referéndum de secesión en el seno de la Unión Europea. El primero fue el de Escocia en 2014, el segundo el de Cataluña. Nada impedía que los miembros del Reino de Escocia, unido al de Inglaterra en 1707, votasen tres siglos después sobre una eventual separación. En el caso de España la prohibición de la consulta está contenida en la Constitución de 1978. La libertad de unos cuantos no puede ejercerse sin contar con el soberano, el pueblo. Pero cuando las aguas se tranquilicen, habrá que dar alguna salida al “deseo de decidir” (la libertad) de muchos: las constituciones no son eternas.

Dentro de unos meses, quizás semanas, se va a convocar el segundo referéndum de secesión en el seno de la Unión Europea. El primero fue el de Escocia en 2014, el segundo el de Cataluña. Nada impedía que los miembros del Reino de Escocia, unido al de Inglaterra en 1707, votasen tres siglos después sobre una eventual separación. En el caso de España la prohibición de la consulta está contenida en la Constitución de 1978. La libertad de unos cuantos no puede ejercerse sin contar con el soberano, el pueblo. Pero cuando las aguas se tranquilicen, habrá que dar alguna salida al “deseo de decidir” (la libertad) de muchos: las constituciones no son eternas.

En los últimos días hemos conocido el borrador de la llamada “ley de desconexión”. Un texto secretísimo que el Gobierno de la Generalitat de Cataluña tiene preparado para declarar de forma unilateral la independencia. Madrid no va permitir, a diferencia de lo que sucedió en 2014, que el Gobierno independentista instale las urnas para un referéndum que ha sido prohibido por el Tribunal Constitucional. Sobre el papel, según la ley de desconexión, tras la prohibición, se crearía de forma unilateral la República de Cataluña que pasaría a ser titular de los bienes del Estado español en la zona, asumiría a los funcionarios y nombraría a los jueces. El español dejaría de ser lengua oficial.

Con toda probabilidad, nada de esto va a suceder. De hecho, los partidos que defienden la independencia se preparan para unas elecciones autonómicas tras la anulación de la consulta por parte del Tribunal Constitucional. ERC, la formación que, según todos los pronósticos, va a vencer aplazará durante un tiempo la agenda independentista.

Todas las encuestas reflejan que Cataluña está dividida por la mitad entre los partidarios y los contrarios a la independencia (con una ventaja de 4 puntos entre los contrarios que va en aumento). Casi un 70 por ciento de los catalanes rechaza una declaración unilateral de independencia. Pero los partidarios del referéndum, si es pactado, superan el 70 por ciento. Hay una gran mayoría que quiere decidir.

Con el tiempo hemos ido siendo cada vez más conscientes de que en democracia no se pueden mantener en pie valores, por muy esenciales que sean, que no son evidentes para el soberano, es decir para el pueblo. Eso no quiere decir que en democracia todo esté siempre a disposición de cualquier mayoría. La Constitución, como pacto fundacional, establece el cauce por el que el soberano, el pueblo, quiere que naveguen las mayorías. El principio de autolimitación de las libertades rige también para la definición de quién es el propio soberano: una minoría no puede ir contra la mayoría del pueblo de España constitucionalmente definido.

Pero las constituciones no son inmutables. Thomas Jefferson defendía que la duración máxima de una carta magna debían ser 19 años: una generación no podía imponerle a la siguiente el pacto fundacional. Es sin duda una exageración, pero lo cierto es que las constituciones acaban siendo reformadas por la fuerza de los hechos. Si son flexibles, la reforma es formal. Si son inflexibles dejan de estar en vigor o se reforman “por la puerta de atrás”. La Constitución española de 1978 es un ejemplo de reforma por la puerta de atrás. La historia turbulenta del XIX y del XX parecía no recomendar reformas llamativas. Pero aunque el texto de hace 40 años sigue siendo el mismo, a través de las disposiciones del Tribunal Constitucional y de mucha legislación, su interpretación ha variado en muchos aspectos de forma sustancial. La voluntad del soberano cambia.

Y aunque el pueblo catalán no es soberano, los cambios en Cataluña son evidentes. Se podrá argumentar que la España del 78 es la nación más antigua de Europa y que desde los Reyes Católicos ha habido una unidad elemental. O que el deseo de que sea respetado el derecho a decidir ha sido inducido por un poder que ha actuado desde arriba. La historia nunca ofrece una foto fija y si la evidencia del valor de la unidad ha desaparecido, habrá que preguntarse por qué. ¿Por qué nación y Estado se han acabado identificado? ¿Por qué la nación española como proyecto cultural de presente y de futuro ha estado ausente de Cataluña?

Los hechos son tozudos: hay un amplio deseo de decidir. Decidir, no de mala manera, pero sí decidir. Por eso es necesario buscar con imaginación una reforma constitucional en la que quepa ese deseo y que, al mismo tiempo, evite la ruptura. La reforma constitucional respetaría la libertad del soberano, el pueblo, y la libertad de quien quiere votar. Hay fórmulas. La reforma podría reconocer literalmente el hecho diferencial catalán (el hecho diferencial se disolvió con el desarrollo de otras Comunidades Autónomas). Se puede abrir un nuevo cambio del Estatuto de Cataluña (sobre el que decidan los catalanes). Y en última instancia se puede abrir un proceso similar al que abrió el Tribunal Supremo de Canadá con la “Secession Reference” de 1998. El Tribunal dejó claro que no existe el derecho a la secesión pero que si un referéndum con una mayoría amplia y una participación rotunda apostaba por ella había que empezar negociaciones. No ha habido desde entonces más referenda de secesión en Quebec. Fue una buena fórmula para poner al Quebec ante su libertad. Decir no y solo no nunca es la solución.

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