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Caso Belén

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23 diciembre 2012
Pongamos el foco en Belén, ahora que celebramos la Navidad. La ciudad en la que nació Jesús vuelve a estar de actualidad. Netanyahu, el primer ministro de Israel, hace campaña para las elecciones del próximo 22 de enero con la defensa de la construcción del asentamiento E-1. Un proyecto que extendería, desde Jerusalén este, la presencia judía en Cisjordania. Belén quedaría aún más aislada, especialmente del norte de la región palestina.

La política del gobierno israelí de los últimos años, la construcción del muro y la presión islamista han provocado que el número de cristianos haya descendido hasta quedar reducido a 15.000. Ir a trabajar desde Belén a Jerusalén se ha convertido en un suplicio. Especialmente en el mes de septiembre, cuando se acumulan las fiestas judías y los controles se cierran durante 15 días seguidos. La inmigración de cristianos ha sido masiva. No es exagerado pensar que dentro de poco no quedarán apenas bautizados en el lugar en el que estuvo el pesebre.

¿Pero por qué obsesionarse con esa pequeña ciudad cuando los cristianos son 1.700 millones en el mundo? Ya han llegado a casi a todos los rincones del Planeta. ¿Lo de Tierra Santa no es algo sentimental?

Cuando Orígenes llegó a Belén en el siglo III preguntó a los cristianos de Belén dónde había nacido Jesús. Uno de los miembros de la comunidad le señaló el sitio. A pesar de la destrucción del templo y del exilio masivo había quedado un reducido grupo de fieles que sabía indicar dónde se había producido el nacimiento. La tradición del acontecimiento se había mantenido viva pasando de una persona a otra, probablemente de padres a hijos. Esa continuidad de la tradición en los Lugares Santos es la mejor vacuna contra un cristianismo abstracto reducido, a menudo, a sacrosanta doctrina o a un conjunto de ideas morales sobre la familia, el género o la vida. Todos esos valores y otros que derivan de la fe son esenciales pero no son la fe. El cristianismo es un hecho que se inicia en un lugar y un tiempo, en Judea, en el decimoquinto año del imperio de Tiberio. Empezó con un niño que atrajo primero a unos pastores y luego a unos magos de Oriente. La historia se repetiría cuando el niño creció y fue al templo, cuando empezó a predicar y a curar. Había en Él eso que Guardini llama "un continuo y silencioso trascender los límites de las posibilidades humanas que terminó por mostrarse como un milagro", como una manifestación de la presencia de Dios. De modo misterioso, ese tipo de humanidad solo explicable porque lo divino se ha hecho carne ha seguido presente a lo largo de los últimos XX siglos en la Iglesia. Siempre vinculada a la concreción de un lugar y de un tiempo, al testimonio de personas determinadas. Sin Tierra Santa es fácil que esta dinámica sencilla se olvide y que pensemos que la fe es fruto de planes y de buenos propósitos.

Cuando estalló el "caso Belén" la tierra conocida estaba dominada por la "Paz de Augusto". La Pax Romana daba cierta homogeneidad. La respuesta que ofreció al deseo de salvación se propagó de forma muy rápida. Hoy el mundo es mucho más multipolar que en la época de Augusto. En todo Oriente Próximo domina una lucha entre el sunismo y el chiísmo que expresa el islam solo bajo categorías de poder. En la emergente China y en el mundo asiático la cultura oriental, en la que a menudo la singularidad de la persona se disuelve, un capitalismo sin alma aparece a menudo como el paraíso. En Estados Unidos la insistencia en el éxito personal y el subrayado en la capacidad de la voluntad amenazan con hacer olvidar que lo más preciado de la vida es un don. Y en una Europa cansada y obsesionada con la disolución del Estado del Bienestar no es extraño que falte iniciativa para movilizar esa libertad sin la que cualquier respuesta es siempre extraña. Pero la globalización ha puesto de manifiesto que hoy, como en los tiempos de Augusto, el deseo del corazón humano sigue siendo el mismo: que la Verdad haya tomado la iniciativa. A esa, quizás confusa, aspiración es a la que el "caso Belén" da respuesta.

Como ha subrayado recientemente Benedicto XVI: "Dios se puso tan cerca que Él mismo es un hombre: ¡esto nos debe desconcertar y sorprender siempre y cada vez! Él está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, el "sabor" del ser humano, lo conoce desde adentro, lo ha probado con sus alegrías y con sus sufrimientos". 

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