Casa, silencio, Misterio. Tres palabras en el corazón de los jóvenes

Mundo · Federico Pichetto
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23 abril 2020
¿Qué supondrá para toda una generación de jóvenes lo que estamos viviendo? ¿Qué huella dejará en su historia, en su desarrollo, en su conciencia? Estos días, entre los miles de entrevistas que nos bombardean desde los medios de comunicación, rara vez podemos escuchar la voz de los jóvenes.

¿Qué supondrá para toda una generación de jóvenes lo que estamos viviendo? ¿Qué huella dejará en su historia, en su desarrollo, en su conciencia? Estos días, entre los miles de entrevistas que nos bombardean desde los medios de comunicación, rara vez podemos escuchar la voz de los jóvenes.

Son la paradoja de este extraño virus. Su violencia con los ancianos o enfermos deja fuera a los millennials y nativos digitales, pero tampoco los deja participar en el debate público del que nace una conciencia compartida, un punto para volver a empezar. Es verdad que se presta mucha atención a la educación, pero incluso ahí parece que es un tema más ligado a los deberes de los adultos, a los exámenes, a los profesores o a las líneas pedagógicas que al punto de vista de nuestros hijos. Como si no fuera importante, como si fuera un argumento menor.

Nadie puede saber qué está sucediendo realmente en el corazón de muchos adolescentes, pero seguramente hay tres palabras que describen de alguna manera el contexto con el que se están midiendo y que podrían ser casi un punto de partida para charlar con ellos, para oír por fin lo que tienen que decir.

La primera palabra es “casa”. Todos están en casa. Cada uno tiene una experiencia distinta de su casa. Para muchos es un lugar del que emanciparse, del que salir rápidamente, un lugar infantil que propone a la atención y a la sensibilidad diversas historias de matrimonios, enfermedades, conflictos. Casa no siempre es una palabra bonita. Estar en casa puede dar miedo, puede faltar el aire, puede hasta resultar terrible. Lo que está en discusión no es el afecto y la gratitud a los padres, algo que un joven está obligado a percibir, a escuchar, a tomar en consideración estando en casa. “Estoy encerrada como un rehén de todo de lo que antes huía”, me escribía una alumna hace unos días. La casa es un ideal, pero no siempre es una realidad fácil.

La segunda palabra es “silencio”, entendido como vacío, soledad, ausencia prolongada de los amigos y de todo el mundo que se tiene como referencia. No es cierto que a los jóvenes les baste con Netflix, la consola y el móvil. Tienen hambre de relaciones, de carne, de amor, de intimidad, de una amistad que ningún adulto ni hermano les puede dar. En este sentido, no son pocos los que estos días están viviendo la experiencia del duelo. Duelo por su propio pasado, por su propia vida, con el miedo –y acaso el presentimiento– de que lo que estamos viviendo no sea un paréntesis sino el inicio de un nuevo periodo en nuestra historia común. Hay tanto afecto, nostalgia, ternura en los miles de videollamadas y chats que animan estos días… En pocas semanas muchos de mis alumnos han pasado de preguntarse “cuándo acabará” o “qué aprenderemos” a “qué será de mí y de mis sueños” o si “realmente esta es la vida que me espera”. En la distancia y en el silencio del que querían huir y en el que ahora se ven obligados a habitar, aprendiendo muchas verdades, pero experimentando a veces como un desencanto, una desilusión amarga que corre el riesgo de apagar todo entusiasmo.

La tercera y última palabra que puede describir los contornos de la experiencia de muchos jóvenes en este tiempo es “Misterio”. Todos los chavales encerrados en casa, midiéndose con ese extraño silencio que les rodea, en una habitación caótica o llena de vida, están viendo que detrás de lo que sucede hay mucho más, hay como una invitación a la vida, como una pregunta que se abre paso de manera radical: ¿pero quién soy yo?, ¿para qué estoy hecho?, ¿qué significa amar y vivir?, ¿qué hay para mí dentro de todo esto?

Esta pregunta puede convertirse en rabia o en llanto, puede convertirse en fe o en blasfemia, como para el Capaneo de Dante, pero ahí está, clavándose, desafiando, insinuándose. Y ahí, dentro de las fisuras de esa pregunta, los jóvenes necesitan encontrar compañeros de camino, compañeros de dudas, de miedos, de silencio, de fe. Adultos que les demuestren que no estamos metidos en casa por un virus para dejar de vivir sino para vivir en serio, profesores y educadores que no les hagan pensar en el “después” sino en el ahora, haciéndose amigos del ahora, discípulos del ahora, disponibles al ahora.

Verdaderamente, nos enfrentamos a una provocación enorme para toda una generación que se acerca en serio, aunque no por primera vez, al Misterio de la existencia. Solo que esta vez todo este tiempo se ha convertido de pronto en espacio para ponerse en juego realmente, para no huir, para mirarlo en toda su profundidad.

No pensemos solo en las clases, en las vacunas, en la economía o en la segunda fase: escuchemos también las nuevas voces y los nuevos suspiros de este siglo. Son como una profecía olvidada, presagio de nuevos caminos y antiguas esperanzas que podremos descubrir donde menos lo esperamos, dentro de nosotros mismos.

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