Carta de un catalán a Fernando de Haro

España · Antoni Puigvert
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10 noviembre 2023
Me preguntas, querido Fernando, cómo lo veo. Decir muy mal sería poco. He perdido la esperanza.

El anuncio del acuerdo de legislatura entre el PSOE y Junts supone para muchos un momento difícil y de confusión. A pesar de que no se corresponde con la línea editorial de este periódico hemos querido publicar este artículo de Antoni Puigvert en respuesta a un editorial de nuestro periódico. En medio de estas circunstancias difíciles, cuando parece que ya no podemos conversar, la carta de Puigvert nos parece un hilo de esperanza no porque tengamos que compartir sus puntos de vista sino por la estima mutua que da lugar a una amistad.

El contexto mundial avanza hacia lo que, con la invasión de Ucrania, el papa Francisco denominó «la terza guerra mondiale a pezzi»; y, por si fuera poco, en un ominoso contexto  de cambio climático. A pesar de estos signos de máxima gravedad, España sigue presa de sus demonios históricos. España es peor que el Titánic. Mientras el barco del mundo se hunde, aquí los músicos no tocan el violín, se dan de garrotazos, enzarzados en las eternas peleas de las dos Españas y de las dos fantasías territoriales: una España planchada a la francesa, hegemónica en España; y la reacción independentista catalana (lo curioso es que para la opinión pública españolo solo parece un sueño el independentista). Sería grotesco si no fuera tan triste.

Veo que en Madrid no podéis soportar a Pedro Sánchez. En cambio, desde la óptica central catalana (el catalanismo no independentista, lealmente español, pero muy descontento con la revisión aznariana del pacto constitucional), Sánchez es el único político español dispuesto a jugársela por un encaje justo de Catalunya. Es posible que no lo haga por convicción, sino por oportunismo, pero lo hace. Nos ayuda a derrotar al independentismo sin obligarnos a aceptar el trágala del pensamiento hegemónico que desde los medios de la capital se expande por toda España: la interesada confusión entre igualdad y uniformidad. No podemos ser uniformes como en Francia, no solo porque somos diversos, sino porque nadie va a convencernos de que debemos renunciar a nuestra lengua y cultura para ser buenos españoles.

He leído tu editorial. Por comparación con lo que se lee en la prensa madrileña es moderado, comprensivo y, a la vez, crítico. Estamos de acuerdo en una idea esencial: lo que tú defines como «generosidad» y yo como «magnanimidad» es una muestra de la solidez de una democracia.

Pero hay tres momentos de tu análisis que no comparto.

Uno de ellos, el menor, es el juicio de intenciones a Sánchez. Casi todos los políticos actúan por razones vinculadas con su permanencia en el poder. Dime ingenuo, pero me sigue sorprendiendo la tremenda beligerancia contra Sánchez y, antes, contra Zapatero; y la delicadeza con que son o han sido tratados Aznar (con tantos gravísimos errores: concesiones a ETA llamándola MNLV, Guerra de Iraq, terribles mentiras sobre el 11-M, el pasivo Rajoy o, ahora, Ayuso y sus rebajas fiscales).

Más importantes son las discrepancias sobre otros dos puntos: el Estatut de 2006. Escribes: «El Tribunal Constitucional, sin embargo, en ejercicio de sus funciones, lo corrigió. Aquella sentencia fue entendida como una limitación al autogobierno de los catalanes. Lo era”. Olvidas capítulos esenciales del Estatut. Uno de ellos emocional: la campaña de recogida de firmas en contra (anuncios institucionales difamatorios y mentirosos en prensa y radio, filmaciones de televisión con la gente preguntando “¿Dónde hay que firmar contra los catalanes?”). Allí se rompió algo muy profundo. Cuando años después surgió el independentismo, nadie en Madrid se preguntó sobre aquello. Rajoy personalmente me reconoció, en 2011, en una comida con periodistas de La Vanguardia, que aquello había sido “un error”. Aprovechando el silencio que tal confesión provocó entre los asistentes, dije: “No es problema, señor Rajoy, basta con reconocer el error y enmendarlo. Empezaríamos de cero”. No me contestó. ¡Lo que nos habríamos ahorrado, si llega a aceptar mi sencilla propuesta!

Otro capítulo esencial del Estatut que olvidas: el Constitucional cercenó el Estatut bajo una presión mediática impresionante (no más intensa que la presión antiindependentista; lo que indica más que un enojo por la deslealtad catalana, una actitud anticatalana, pues el Estatut seguía todos los cauces previstos en la constitución). Paradójicamente, escandalizó por «unanimista» el editorial conjunto de los diarios catalanes: cuando en la prensa de Madrid, exceptuando, y no siempre, El País, la coincidencia de fondo, aunque no de forma, es férrea y constante desde el 23-F (en efecto: el pacto territorial de la constitución empezó a incumplirse después del tejerazo; pero entonces el TC estaba presidido por un jurista formado en el exilio y tumbó la Ley de armonización autonómica (Loapa), que se ha impuesto más tarde por otras vías).

Ahora bien, lo más importante de aquel fallo del TC sobre el Estatut es que corregía una votación en referéndum, con lo que la democracia española entraba en una disociación muy peligrosa: un tribunal se imponía a la opinión popular. Todos los juristas sabían (¿lo han olvidado?) que esta disociación tenía que corregirse. Esta es la razón política que explica la hegemonía independentista. El estado, la prensa y el gobierno quedaron tan tranquilos después de la corrección del TC, pero en Cataluña quedaba un problema enquistado, que al no encontrar cauce natural, buscó uno artificial.

Mi tercera discrepancia a tu análisis es la sentencia de Marchena a los líderes independentistas. Resultado de una instrucción exagerada (Fiscal Maza, Juez Llarena) basada en una acusación fantasiosa (rebelión) que, sin embargo, tenía gran utilidad como castigo simbólico y aviso de navegantes (una función del derecho incompatible con la democracia): permitía la prisión preventiva de todos los líderes (incluidas dos personas no políticas: Jordi Sánchez y Jordi Cuixart) y lo que es más importante, situaba el juicio directamente en el Supremo.

La exageración es una constante de un poder judicial que actúa como martillo de herejes: ahora el juez García Castellón acusando de terrorismo a Puigdemont.  ¡Por favor! Sorprende la pasividad con que la sociedad española y sus mejores representantes periodísticos se enfrenta a esta exacerbación judicial, a este abuso del poder de los jueces, que aplican claramente el “derecho penal  del enemigo”. Al independentismo había que juzgarlo por lo que hizo. Ni más ni menos. Todas las exageraciones tienen en Catalunya un efecto rebote.

Emparedado entre el independentismo y esta España de matriz castellana que usa y abusa de todos sus poderes (mediáticos, jurídicos, políticos) he perdido toda esperanza, no ya en una solución, sino simplemente en una conllevancia orteguiana.

La cultura catalana sufre muchísimo con dos factores relativamente nuevos (inmigración, que se integra en castellano: hemos pasado de 6 millones a 8 en 30 años, en plena bajada de la natalidad; y las redes sociales que, al premiar el like, es decir, la cantidad, refuerzan las lenguas con muchos millones de hablantes en detrimento de las de pocos hablantes: le está pasando al sueco, noruego y danés, que retroceden en favor del inglés, a pesar de ser lenguas de Estado). El catalán decae visiblemente en las calles. Necesitaríamos un estado a favor (no necesariamente propio), pero generalmente lo tenemos en contra (véase la miserable campaña de fragmentación con las invenciones del baleárico y el valenciano, como si el presidente de la Junta de Andalucía sostuviera que en Andalucía no se habla castellano sino andaluz y en México se proclamara el mexicano). ¿Cómo puede uno ser leal a esta España que, en pleno declive de la lengua catalana, en lugar de amabilidad paliativa, procura machacarla cortándola en tres trozos y problematizándola una y otra vez? ¿Cómo no agradecer a Sánchez que, sincero o falso, defienda la dignidad social del catalán en el Congreso y en Europa?

¿Cómo quieres que esté ante este panorama, querido Fernando? Y, sin embargo, no somos pocos los que, no por sentimiento, sino por madurez y responsabilidad, intentamos serenar ánimos, escribir con racionalidad, sembrar concordia allí donde tantos vierten toxicidad. Sin esperanza, por puro sentido del deber.

 


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