Carismas, también esenciales

Se ha ido demasiado lejos en el control de los carismas dentro la Iglesia. La crisis de los abusos de los últimos 20 años ha provocado que hayan sufrido mucho al ser sometidos a controles interminables. Y ha habido auténticos desastres. Todavía faltan instrumentos en el derecho canónico y en la reflexión teológica más flexibles para hospedar de un modo adecuado a las realidades nacidas de los carismas. Es necesaria institucionalizarlos pero las instituciones deben estar al servicio de la comunidad y no al revés.
Estas han sido algunas de las afirmaciones, contundentes y francas, que ha hecho el cardenal emérito Marc Ouellet hace unos días en la presentación de su libro «Parola, sacramento, carisma. Chiesa sinodale rischi e opportunità» (Cantagalli) organizado por la Asociación Newman. El canadiense, sin decirlo explícitamente, ha sugerido que, como tantas otras cosas en la historia de la Iglesia, la valoración de los “nuevos movimientos” no ha seguido una línea de progreso continuo. Después de la acogida positiva de los años 80 y 90 del pasado siglo, el contexto eclesial, ciertas incomprensiones y las dificultades para su institucionalización han provocado retrocesos. Por eso Oullet hacía un llamamiento a los carismas para que obedezcan a la jerarquía pero también al don recibido. El canadiense señalaba que cuando la jerarquía no comprende, no se debe abandonar de forma inmediata la batalla para defender ese don.
Las dificultades para que los carismas sean adecuadamente acogidos ya estaban apuntadas en la carta de la Congregación de la Doctrina de la Iuvenescit Ecclesia (2016). Es el documento de referencia sobre esta cuestión hecho público durante el pontificado de Francisco. En el texto se advierte del riesgo de que “la realidad carismática se conciba paralelamente a la vida de la Iglesia y no en una referencia ordenada a los dones jerárquicos”. Y a la par se señala que hay que evitar “forzamientos jurídicos que mortifiquen la novedad de la cual la experiencia específica es portadora. De este modo se evitará que los diversos carismas puedan considerarse como recursos no diferenciados dentro de la Iglesia”.
Las observaciones de Marc Ouellet son fruto de una reflexión muy personal: material para abrir un diálogo. Llegan después del primer gran pronunciamiento de León XIV sobre los carismas del 6 de junio, en la víspera de Pentecostés. En ese discurso mostró su estima por los carismas gracias a los cuales “muchas personas se han acercado a Cristo, han recuperado la esperanza en la vida, han descubierto la maternidad de la Iglesia y desean ser ayudadas a crecer en la fe”.
El Papa, en el surco de la Iuvenescit Ecclesia, no consideró a los carismas “recursos indiferenciados dentro de la Iglesia”. Y señaló que “las realidades asociativas a las que pertenecen son muy diferentes entre sí, por su naturaleza y su historia, y todas son importantes para la Iglesia”. Las asociaciones “nacieron para compartir un objetivo apostólico, caritativo, de culto, o para apoyar el testimonio cristiano en entornos sociales específicos”. Los carismas, “en cambio, surgieron de una inspiración carismática, un carisma inicial que dio vida a un movimiento, a una nueva forma de espiritualidad y de evangelización”. Es una distinción importante. Podría interpretarse que las asociaciones de laicos no requieren una compresión y un trato diferente al que surge de la actividad pastoral promovida por la institución jerárquica. Y que los carismas sí la requieren.
En las asociaciones se comparte un objetivo particular, sin embargo “Dios suscita los carismas, para que despierten en los corazones el deseo de encontrar a Cristo, la sed de la vida divina que Él nos ofrece, en una palabra, ¡la gracia!-“. Y esos carismas son también esenciales para la Iglesia como lo es la jerarquía.
León XIV retomó una expresión utilizada por primera vez por Juan Pablo II: los dones jerárquicos y los dones carismáticos «son coesenciales a la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús».
¿Qué significa que carisma e institución son “coesenciales”? Los dos son fruto de la gracia, pero no son lo mismo. La jerarquía eclesiástica garantiza el carácter objetivo de la gracia a través de los sacramentos, y los carismas los da el Espíritu Santo para que la gracia dé fruto.
El Papa, después de su agradecimiento a los movimientos y de precisar su diferente papel, hizo un llamamiento a los carismas para que colaborasen con su ministerio como sucesor de San Pedro en dos prioridades: la unidad y la misión. ¿De dónde nace la unidad? León XIV fue rotundo: la unidad nace de la atracción que ejerce Cristo: “Él nos atrae, nos atrae hacia sí y así nos une también entre nosotros”. La unidad no va de reglas disciplinarias, de proyectos políticos, o de conservar lo que un día fue bonito. Solo es posible si la Cabeza nos atrae.