Calderón o el perdón necesario para volver a ser hijo

Cultura · Giancorrado Peluso
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31 julio 2014
El Barroco vuelve a estar de moda. La percepción de la precariedad de la realidad, la acentuación del declive, del vacío de la existencia o incluso de la muerte, enfatizando siempre la teatralidad de la vida humana. Pero parece que lo que se lleva ahora es mostrar todo eso sin sentimiento alguno de dolor, de drama, como si, al contrario, hubiera una especie de autocomplacencia al describir la decadencia de una sociedad o el avance en ella del desierto.

El Barroco vuelve a estar de moda. La percepción de la precariedad de la realidad, la acentuación del declive, del vacío de la existencia o incluso de la muerte, enfatizando siempre la teatralidad de la vida humana. Pero parece que lo que se lleva ahora es mostrar todo eso sin sentimiento alguno de dolor, de drama, como si, al contrario, hubiera una especie de autocomplacencia al describir la decadencia de una sociedad o el avance en ella del desierto.

Pero volviendo al Barroco, hay una obra que probablemente represente su punto más alto y sintético. Nos referimos al texto de Calderón de la Barca La vida es sueño. Allí encontramos la verdadera perspectiva con la que poder mirar a la cara el mal y el dolor del junto, la injusticia y la arrogancia del hombre.

Obra fundamental de la cultura española, La vida es sueño encierra todo un universo de símbolos, las claves artísticas y culturales más importantes de la tradición clásica cristiana, y representa además una insuperable síntesis de los temas trágicos y cómicos de la existencia humana, una síntesis de elementos literarios sublimes-altos y elementos bajos-humildes, sólo comparable a la obra del inglés William Shakespeare.

Luego el teatro se divide para recorrer senderos divergentes entre sí: o el de la ilusión sublime de los clásicos franceses del XVII o los de la espontaneidad cómica de la Comedia del Arte italiana.

La trama desarrolla la decisión de un rey de encarcelar a su hijo después de leer en las estrellas su violento destino, para luego liberarlo para verificar la veracidad del presagio, con las consecuencias dramáticas que comporta, hasta el desenlace final. Es posible leer la obra según varios niveles: desde el nivel más sencillo, literal, indicado por la suerte del protagonista, al más alto  nivel de los sentimientos que constituyen la trama de las historias humanas: el deseo de venganza y la traición, la violencia instintiva y el deseo de poseer, la magnanimidad y el perdón, el amor y la adulación, la devoción sincera de los ancianos servidores y la vida como farsa o parodia, el miedo a la muerte o el prejuicio de la ciencia.

Los temas de esta obra permiten identificar también cuáles son los puntos más vivos en el debate cultural del siglo XVII: el uso y la interpretación de la ciencia, el valor y el origen del poder real absoluto, la libertad y la justicia, la razón de estado y el honor, la muerte y el dolor, la cultura. Además, de la estructura escénica de la obra emerge una importante dicotomía de lugares: en el primer y tercer acto, la torre; y en el segundo, el palacio. Ambos definen los lugares de la Naturaleza, los de la vida instintiva de Segismundo, y los de la Cultura, los de la razón que sabe controlar y dirigir los instintos humanos, incluso mediante la magia, la astronomía, signos de una cultura que ha perdido un horizonte unitario de referencia.

Se define así en la obra una figura geométrica característica de la cultura barroca, la elipse, con la que se describe el movimiento de la tierra en el universo, con dos puntos de fuga representados en la obra por la torre y el palacio. Siguiendo con esta representación geométrica, la elipse puede encerrar simbólicamente otras contraposiciones culturales presente en la sociedad de la época, en el arte (la coexistencia y contraposición entre orden-linealidad y fantasía-diseño), en la literatura (entre clasicismo y manierismo), en la economía y el derecho (en el debate sobre derecho natural y derecho divino), sólo por citar algunas, y sobre todo la gran contraposición del XVII entre ciencia y fe en la vida cultural, y entre poder absoluto e Iglesia en la vida social.

En la obra, esta dicotomía, encarnada por los dos personajes principales, Segismundo (el hijo), el que vive en la torre, y Basilio (rey y padre de Segismundo), el que vive en palacio, parece irresoluble. De hecho, en la parte central del drama asistimos a la confirmación de las previsiones negativas de los astros sobre la naturaleza de Segismundo.

Sin embargo, en una lectura más atenta del texto podemos ver que todos los elementos de la obra son vistos desde la condición del protagonista, Segismundo, que parece así representar todo el destino humano. Mediante las palabras de tres monólogos que marcan los puntos culminantes de cada acto (el primero sobre la libertad, el segundo sobre el desengaño de la vida, el tercero sobre el descubrimiento de la verdad de la vida), Calderón lleva al protagonista a adquirir una verdadera conciencia de sí mismo y de la realidad. Mediante el mecanismo de la ficción teatral, el autor engloba simbólicamente la historia del hombre en este “gran teatro del mundo” que es la vida, vivida en presencia de un destino más grande, en presencia de una sabia dirección trascendente.

En el primer acto Segismundo parece, en su tensión hacia el infinito, erigirse sobre las demás criaturas y superar los límites impuestos a su libertad por las contingencias de la vida. Con palabras que parecen responder a los diálogos de Job, Segismundo es el hombre encadenado a sus propias pasiones y a sus propios instintos, que grita al cielo su grandeza, que reside en su libertad, y pide el cumplimiento de su plenitud. Una oración que se convierte en blasfemia cuando el hombre pretende responder según su propia medida, usar su libre arbitrio según su propia instintividad.

Es lo que sucede en el segundo acto, cuando Segismundo trata con violencia todo lo que le rodea en palacio, procura la muerte según su propio placer, se deja dominar y guiar sólo por la soberbia, sin dar marcha atrás ante ninguna autoridad moral o política, ni siquiera ante su propio padre natural. Sin embargo, de nuevo prisionero en la cueva (antro escénico que recuerda la mítica caverna platónica), Segismundo vuelve en sí, percibiendo la inconsistencia de la realidad (decía Job: “Nuestros días sobre la tierra son como una sombra”): la vida es sueño, y los sueños sueños son, para indicar que la vida del hombre es sombra, reflejo de otra vida más verdadera y feliz.

La existencia humana está poblada de ilusiones, deseos verdaderos que tienen la misma inconsistencia que los sueños más hermosos; pero aquí interviene en la conciencia del protagonista otra importante sugerencia típica de la cultura española, el desengaño. La ilusión de la vida no acaba en una actitud decepcionada por el presente ni en una romántica fuga, sino que más bien hace percibir la precariedad de las cosas de la vida misma, en presencia de ese destino al que todo tiende y del que todo depende.

La vida humana, por tanto, ya no se reduce a los contornos de la propia apariencia –eso sí sería decepcionante–, se abre a una presencia más grande, en una relación donde el bien, la libertad y la justicia adquieren su valor definitivo.

Se sucede así el último cambio de la naturaleza de Segismundo, al que podríamos llamar su verdadera conversión, el vuelco real de su punto de vista, que casi permite ver los dos espacios desde una perspectiva superior: Segismundo reconoce una medida más grande que su propia existencia, resume todos los sentimientos de la obra en un gesto imposible para un hombre solo, el perdón, por el que se reconcilia con Clotaldo, con Rosaura, con Estrella y Astolfo, y en nombre del cual se inclina ante su padre. Un gesto de misericordia, un vínculo que, finalmente, ya no está definido por la relación siervo-amo, como cuando secundaba, en el segundo acto, sus pasiones, sino por la relación padre-hijo.

El hombre, sólo en este abrazo, en este sentirse amado más allá de las injusticias, bravuconerías y capacidades, es él mismo, es libre. Sólo entonces Segismundo puede reinar, templando su poder absoluto con una clemencia que deriva de reconocer una dependencia del cielo, de esa realidad injuriada al principio.

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