Brexit: entre el aburrimiento y la incertidumbre

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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24 enero 2019
Más allá del rechazo del acuerdo del Brexit por el parlamento británico y sin entrar en cuestiones técnicas sobre la salida del Reino Unido de la UE, habría que subrayar que el balance del Brexit, sin haber concluido aún el proceso, es desolador. Lo es para la política interior y exterior británicas, y en definitiva para el prestigio del país.

Más allá del rechazo del acuerdo del Brexit por el parlamento británico y sin entrar en cuestiones técnicas sobre la salida del Reino Unido de la UE, habría que subrayar que el balance del Brexit, sin haber concluido aún el proceso, es desolador. Lo es para la política interior y exterior británicas, y en definitiva para el prestigio del país.

No cabe, sin embargo, cargar todas las culpas sobre Theresa May porque el problema viene de muy atrás, sobre todo de las divisiones profundas y guerracivilistas del partido conservador. Lo de menos fueron las extravagancias antieuropeas del exministro y exalcalde Boris Johnson, que parece no haber renunciado a sus ambiciones de primer ministro, y quizás haya que remontarse al célebre discurso de Brujas de Margaret Thatcher en 1988. Allí se agitó el fantasma de un superestado europeo, encarnado por la Comisión, que estaría cercenando todo tipo de libertades, incluida la económica. Aquella visión gruesa y simplista de Europa, con aspiraciones a representar la verdadera Europa, la de las naciones, frente a otra falsa y burocratizada, ha alimentado las chirriantes afirmaciones de que los partidarios del Brexit son los continuadores de la lucha épica de Churchill en la II Guerra Mundial. Y no han faltado otras absurdas comparaciones como la de que la UE era como el Imperio romano, una estructura opresora de pueblos entre los que se contaban los primitivos britanos.

David Cameron, que ostenta ahora un discreto cargo oficial y es un conferenciante bien remunerado, pecó de imprudente al pensar que la racionalidad, que él confundía con el pragmatismo, se impondría sobre las emociones desatadas y peligrosas de los antieuropeos. No fue así y esto le costó su carrera política. Su sucesora, Theresa May, que había jugado la carta de la ambigüedad respecto a Europa, se sintió al principio de su mandato con un nivel elevado de autoestima. Las encuestas le sonreían y decidió convocar elecciones anticipadas en espera de que la historia le otorgara el papel de nueva Dama de Hierro. Pero para ser como Thatcher no solo hacía falta ser euroescéptica, si es que May lo fue realmente alguna vez, sino que había también que saber manejar las situaciones. La premier se limitó a jugar con los términos del Brexit, el suave o el duro, y lo que ha conseguido es una humillante derrota parlamentaria que no solo ha sentenciado su futuro político, sino que ha dañado, más todavía si cabe, al partido conservador. Se quiera o no, la única vencedora ha sido la UE que, gracias al extenuante proceso del Brexit, está dando clases prácticas de lo que puede pasar si otro Estado miembro decidiera dar la espalda a Europa.

John Harris, un articulista de The Guardian, resaltaba el pasado 14 de enero que todo lo relacionado con el Brexit, cualquiera que sea su desenlace, resulta aburrido para una gran mayoría de la población. No se percibe ansiedad sobre el futuro ni se nota nada especial en la calle. Antes bien, predomina una “indiferencia exasperada” y el consabido discurso retórico de lo que habría hecho Churchill termina por cansar. Menos entusiasma todavía la posibilidad de un segundo referéndum, en el que una hipotética victoria de los europeístas se contempla como una victoria pírrica, el inicio de un trabajoso esfuerzo por desandar lo andado. Los partidarios del Brexit se oponen afirmando que sería una ofensa a la democracia, un intento de socavar un mandato popular. Cabe preguntarse si los antieuropeos creen que el futuro convertirá al Reino Unido en una especie de paraíso del libre comercio, como si de un enclave asiático se tratará, o potenciará una relación más estrecha con EEUU, capaz de llenar el hueco dejado por la pertenencia a la UE. Todo esto suena ahora a quimérico.

Harris opinaba que el Brexit no llevará a Gran Bretaña a un “desastre nacional”. No lo habrá, según él, en una nación de sonámbulos, que está demostrando tener poco interés por la política y los políticos. Nuevo referéndum, nuevas elecciones, nuevo primer ministro. No añadirán nada nuevo a un cansancio y una desorientación colectivos. Los medios de comunicación, y los expertos en desinformación o exageración, tratarán de alimentar el fuego de las polémicas, pero serán efímeras y muy poco decisivas. La debilidad británica en la negociación del Brexit, capaz de suscitar una crisis institucional más profunda de lo que se quiere aparentar, influye en el curso de los acontecimientos. No se percibe una marea alta de oportunidad que permita remontar el barco, tal y como decía Shakespeare en Julio César. Y las incertidumbres de hoy y del futuro próximo no se conjuran con orgullosas afirmaciones de soberanía e identidad nacional. Son, sin duda, legítimas pero insuficientes en un mundo que está viviendo un cambio de época.

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