Bratislava, ¿el nuevo rostro de la Unión Europea?

Mundo · Eugenio Nasarre
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13 septiembre 2016
¿Qué va a pasar el próximo viernes en Bratislava? ¿Qué van a decir a los europeos los veintisiete jefes de estado y de gobierno, ya con la ausencia de Gran Bretaña? ¿Cómo se va a presentar este nuevo rostro de la Unión Europea?

¿Qué va a pasar el próximo viernes en Bratislava? ¿Qué van a decir a los europeos los veintisiete jefes de estado y de gobierno, ya con la ausencia de Gran Bretaña? ¿Cómo se va a presentar este nuevo rostro de la Unión Europea?

Los medios europeístas viven una febril agitación. Porque intuyen que esta cumbre tiene, sobre todo, un alto valor simbólico. El Brexit es el golpe más duro que sufre el proceso de construcción europea desde hace muchos años. La secesión del segundo socio de la Unión en población y riqueza y con un papel fundamental en materias claves como defensa, comercio y finanzas es una amputación más que dolorosa. No sólo cambia el mapa de la Unión Europea, el que enseñábamos hasta ahora a los escolares que se asomaban a la realidad europea; cambia la configuración misma del proyecto europeo. Los redactores del ahora famoso artículo 50 del Tratado de la Unión lo plasmaron en el texto pensando que nunca se aplicaría, y menos entre los grandes Estados de la Unión. Ahora sabemos que cualquier Estado, mediante un referéndum en el que tan sólo un tercio de sus ciudadanos, con tal de que superen en número a los partidarios de la posición contraria, digan no a Europa, podrá seguir el camino británico. Abraham Lincoln, en las páginas más dramáticas de la historia norteamericana, vio con claridad lo que significaba un proyecto de secesión para el porvenir de la Unión.

Hay otro momento en la historia de la Unión Europea comparable con el que supone el Brexit. Fue el fracaso de la Comunidad de Defensa por el rechazo de Francia al Tratado en la dramática sesión de la Asamblea Nacional del 30 de agosto de 1954. La amargura y el desconcierto dominaron los ambientes europeístas. Parecía que los sueños del Congreso de La Haya (1948) se venían a pique. Pero llegó Messina (junio de 1955). Y en aquella cumbre, convocada por el gobierno italiano para intentar superar el estado de parálisis, hubo determinación, audacia y realismo. Los seis Estados fundadores decidieron seguir adelante, ciertamente por otro camino más viable: el de la integración económica. Y en poco tiempo fueron capaces de dar vida al Tratado de Roma (marzo de 1957), por el que se creó el Mercado Común.

Hoy necesitamos un “nuevo Messina”. ¿Podrá Bratislava serlo? Para ello los líderes de los 27 Estados deben ser conscientes de la encrucijada en que se encuentra la Unión Europea y de que el interés de las naciones a las que representan está indisolublemente unido a la fortaleza del proyecto de integración europea. Porque la debilidad del proyecto común se trasladaría inexorablemente a las realidades nacionales. El problema es que, desde la perspectiva británica, el éxito del Brexit, es decir la preservación de los intereses británicos, exige un debilitamiento de la Unión Europea o una relativa desnaturalización de la misma. Y ya hay muchas voces en el continente, las enemigas de la integración europea –sean cuales sean sus motivos– que están proclives a escuchar los cantos de sirena de la hábil diplomacia inglesa.

Bratislava no debería centrarse en la cuestión del Brexit. Hay tiempo para negociar con el espíritu más constructivo, pero sin que la Unión Europea abandone lo más precioso de su patrimonio: ser una comunidad de Derecho, sometida a las exigencias del imperio de la ley de la que se ha dotado. Lo que Europa necesita ahora es que Bratislava traslade al demos europeo un doble mensaje: el de una sólida unidad en torno al proyecto europeo, que conviene reafirmar con la mayor solemnidad. Pero no será suficiente la retórica. Habrá de mostrar, también, la voluntad de dar un impulso político, ambicioso y coherente, centrado en los dos aspectos, que constituyen los mayores desafíos para el porvenir de nuestras sociedades en libertad y democracia.

El primero de ellos es la seguridad y la defensa. Son muy diferentes las circunstancias de la Europa de hoy respecto a la Europa en que fracasó la Comunidad de Defensa. Entonces la amenaza era el expansionismo del imperio soviético, que liquidaría las libertades y la democracia. Ahora lo es el terrorismo yihadista, la guerra que se libra en el seno del islam y la inestabilidad en varios países vecinos, que pondrían en jaque a una Europa debilitada. Paradójicamente éste debería ser el momento propicio para dar un paso fundamental en la tarea de construir la Europa de la Seguridad y la Defensa. Necesitamos la máxima colaboración en este terreno y, también, la máxima solidaridad, que se debe traducir en hechos concretos.

El segundo de ellos afecta a la zona euro, en la que participan diecinueve Estados de la Unión. Se debería, con un ritmo acelerado y con compromisos verdaderamente asumidos sin reticencias, llevar a cabo las reformas, necesarias y pendientes, para hacer de la zona euro un área monetaria óptima, lo que implica mayor armonización de las políticas económicas y mayor convergencia. En definitiva, mayor solidaridad, que exige, a su vez, un leal compromiso con las reglas que nos hemos dado. En 1957 el Reino Unido no quiso entrar en el Mercado Común. Y hasta creó una organización alternativa (la EFTA) para competir con él. Sólo el éxito del Mercado Común le hizo variar su posición, reconocer la realidad… e ingresar en la Unión Europea quince años después. La zona euro debe recuperar crecimiento y prosperidad y trasladarlos a los pueblos europeos. Sólo proyectos ambiciosos podrán poner en marcha las abundantes energías de que disponemos. Y así recuperar la confianza de una sociedad en la que los vientos populistas hacen mella. ¡Qué responsabilidad de los líderes europeos hoy para salvar “el alma” del proyecto europeo!

¿Y España? Desde que ingresó en la Unión Europea ha sido siempre un socio activo y constructivo, que ha participado en todos los avances de estos treinta años. Ahora, en este crucial momento, debería ser fiel a esta trayectoria. Pero, lamentablemente, la desazonadora situación política doméstica le impide de facto desempeñar el papel que le correspondería: formar parte del núcleo duro del liderazgo que ahora necesita la Unión. Por eso, ahora España necesita un gobierno más europeísta que nunca. ¿Se dan cuenta de ello nuestras fuerzas políticas? ¿No se dan cuenta del daño que se está causando por el bloqueo y la parálisis?

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