Brasil: cuando el Partido de los Trabajadores vota contra los sindicatos

Mundo · Francisco Borba Ribeiro Neto
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28 febrero 2011
En Brasil, la primera gran victoria política de Dilma Roussef ha tenido algo de insólita y sospechosa. La presidenta ha usado todos los medios para convencer u obligar a los diputados y senadores de su amplia mayoría en el Congreso Nacional a aprobar una propuesta de aumento del salario mínimo inferior a la pedida por las centrales sindicales y por los partidos de oposición. Resultado: los liderazgos sindicales -la base original del PT- abuchearon a los diputados y senadores del partido, mientras los banqueros y empresarios los elogiaban.

El reajuste del salario mínimo en Brasil sigue actualmente una fórmula que combina la inflación más el crecimiento del PIB nacional en los últimos dos años. Como la economía brasileña y mundial creció en la mayor parte del gobierno Lula, esa fórmula permitió ganancias reales para los más pobres en ese periodo. Entre 2004 y 2009, el salario mínimo saltó de 114 euros a 204 con una ganancia real, por encima de la inflación del 42 por ciento.

Pero, con la crisis de 2009, el resultado de la aplicación de la fórmula en 2011 fue inferior a la inflación. Por eso el gobierno aceptó un reajuste igual a la inflación, fijando el salario mínimo en cerca de 239 euros. Las centrales sindicales, acostumbradas durante esos años a aumentos superiores a la inflación, propusieron un valor de 245 euros y los principales partidos de oposición, el PSDB y el DEM, normalmente acusados de seguir principios neoliberales en la economía, propusieron 263 euros.

Para dimensionar esa cuestión en términos de distribución de renta y justicia social en el contexto de Brasil, debemos tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, que la Constitución Nacional establece que el salario mínimo debe tener un valor unificado para todo el país. Para una familia de cuatro personas, en las regiones metropolitanas brasileñas, ese valor está estimado en cerca de 1.100 euros. El salario promedio del trabajador en esas regiones es de 1.515,10 euros. En otras palabras, independientemente del valor fijado en ese debate del Congreso, el valor del salario mínimo en Brasil está totalmente fuera de las necesidades reales del trabajador pobre. En según qué lugar hay que tener en cuenta que los reajustes de las pensiones del sistema público de previsión son, por ley, iguales al reajuste del salario mínimo. Por eso, la situación de los ancianos pobres en Brasil depende directamente del valor de ese salario.

El valor del salario mínimo tiene un fuerte impacto en las cuentas públicas, no sólo por el número de funcionarios que reciben ese valor, también por su efecto en las pensiones. El Gobierno federal declaró que hará en 2011 un recorte en los presupuestos de 21.500 millones de euros. En relación a la propuesta del Gobierno, el aumento pedido por las centrales sindicales aumentaría los gastos del Estado en 2.000 millones y el pedido por los partidos de oposición, en 7.000 millones. Además un aumento de los salarios por encima de la inflación es potencialmente inflacionario, exigiendo políticas monetarias más rígidas y mayor austeridad fiscal del Gobierno.

Las herencias malditas

Cuando llegó al poder, hace ocho años, Lula dijo que había recibido una "herencia maldita" de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso. Brasil, ésa era la realidad, no había caminado significativamente hasta la igualdad de renta y la justicia social en los años precedentes. Pero la situación financiera del Estado era mucho mejor que la del inicio del mandato de Fernando Henrique.

Hoy la situación se invierte. Las condiciones de vida de los más pobres mejoraron con el Gobierno de Lula, pero el Estado se encuentra en una situación económica muy difícil. Para garantizar la victoria de Dilma en las elecciones de 2010, el Gobierno Lula necesitó abandonar la línea de austeridad fiscal que seguía desde su inicio. El Gobierno gastó mucho y, lo que es peor, con poca eficiencia. La situación se descontroló con los gastos políticos del año electoral.

La situación económica en el inicio de gobierno de Dilma Roussef es muy precaria. Las expectativas inflacionarias son relativamente altas (hasta el 7 por ciento para para 2011, mayores que en cualquier año del Gobierno Lula). No existe confianza en la capacidad del país para mantener los niveles de crecimiento proyectados. Además, la coalición política que ha llevado a Dilma al poder incluye partidos que en Brasil son llamados "fisiológicos", como el PMDB, que siempre piden favores personales y políticos para aprobar leyes y asumir políticas públicas de interés social.

Para hacer frente a una herencia que también es maldita y que puede afectar a las inversiones es para lo que el Gobierno aprobó el recorte del presupuesto. Ese recorte tiene un talón de Aquiles. Dilma prometió hacer el corte sin comprometer los salarios de los servidores (protegidos por leyes), ni las inversiones sociales o en infraestructura. Se puede recortar en gastos de consumo. Pero los gastos anuales de consumo son de 23.000 millones de euros. La promesa, evidentemente, no era factible y no aumentó la credibilidad financiera del Gobierno. En la práctica, los recortes propuestos están afectando a proyectos sociales e inversiones en infraestructura. No aumentar el salario mínimo se convirtió en una cuestión clave para el Gobierno, su principal señal posible de compromiso con la austeridad fiscal.

El verdadero problema

Los dos grandes problemas de fondo, que no son atacados en esa discusión, son la estructura del crecimiento económico brasileño -muy dependiente de commodities y poco eficiente en el sector industrial-. Y la composición de gastos públicos, el Gobierno gasta mucho y gasta mal.

Hoy Brasil tiene 131.000 millones de euros en reservas. La recaudación con impuestos sigue subiendo, en gran parte en función del crecimiento del mercado interno. A pesar del clima mundial de incertidumbre, el país aún recibe inversiones internacionales. Si existiese un clima de confianza en la acción del Gobierno, la cuestión del equilibrio fiscal -aun siendo importante- sería vista con otros ojos. El gran problema es gastar mejor, sin olvidar el equilibrio fiscal.

Pero la mayoría parlamentaria del Gobierno Dilma se construyó a partir de intereses políticos particulares y no de programas políticos compartidos. Gran parte de los políticos de ese pacto piden, para votar en las propuestas del Gobierno, compensaciones políticas y personales que no permiten la construcción de proyectos económicos y sociales adecuados sin un elevado costo extra. La oposición se contrapone siempre al Gobierno y asume posiciones populistas, no siendo así un referencial digno de confianza.

Actualmente, falta entre los políticos brasileños capital moral, liderazgo político y cohesión en torno al bien común. Sin eso es muy difícil conseguir credibilidad para afrontar las fluctuaciones y los reveses de la economía o el "fisiologismo político" -esa tendencia de poner el interés personal de los políticos delante de los intereses públicos. Sin eso, no subir 6,55 euros en la renta mensual del pobre parece una cuestión vital para la nación.

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