Benedicto XVI, entre el Finisterre y la Marca
Empecemos por Compostela, la meta de un camino que ha forjado a Europa, un camino guiado por la búsqueda de la tumba del apóstol Santiago. Era esa meta la que gobernaba el duro camino de miles de europeos de todos los rincones; era esa meta la que daba sentido, forma y aliento a la aspereza del camino, convirtiéndolo en una verdadera vía de humanidad. Se comprende la vibración única e inolvidable de aquel discurso de Juan Pablo II llamando al continente a reencontrarse, a vivir unido desde el Atlántico a los Urales, sobre la base de la experiencia compartida de una fe que ha generado toda una cultura de la vida, del trabajo, de la solidaridad y del derecho. El clamor dramático del Papa Wojtyla señaló una hora clave en la historia europea, una hora que derribó muros y abrió espacios, pero muchas de las oportunidades de aquella hora quedaron baldías, devoradas por el avance depredador del nihilismo.
Es evidente que Benedicto XVI se hará eco de aquel inolvidable discurso, pero la cuestión ya no es tanto recordar las raíces cristianas de Europa cuanto tejer una red comunitaria deseosa de alimentarse de su savia y dispuesta a crear nuevas formas a partir de esa tradición viva. Ahora el clamor del Papa ya no se orientará a derribar el muro de la ideología sino a ensanchar el espacio de la razón, a recuperar las grandes preguntas humanas y a abrir espacio a la propuesta de la fe cristiana. Compostela es un lugar especialmente propicio para mostrar que "donde está Dios, allí hay futuro", para documentar que la afirmación de la fe no tiene por qué degenerar en fanatismo, sino que es un potente factor de construcción de la casa común de hombres de diversas procedencias y culturas.
En Barcelona el Papa consagrará el templo de la Sagrada Familia, cuya propia figura, todavía inacabada, es una metáfora de la historia que nos toca vivir. En medio de la gran urbe secularizada y con el telón de fondo de la ingeniería social del Tripartito que gobierna la Generalitat de Cataluña, se levantan las agujas diseñadas por el gran Antonio Gaudí señalando al infinito. "Mucho que derribar, mucho que construir", decía T. S. Eliot en Los Coros de la Roca. La Iglesia, decía el genial poeta inglés, siempre se está deshaciendo y reconstruyendo, y eso es algo que resulta palpable en toda Europa pero si cabe aún más en la cosmopolita Ciudad Condal. En esta ciudad febril y creativa, cruce de tantos caminos y escenario de tantos experimentos culturales, se construye todavía hoy esta iglesia forjada en una visión plenamente cristiana y tranquilamente moderna. La visión de un artista cristiano, Antonio Gaudí, se injerta en el río vivo de la tradición cristiana que ha generado en Cataluña tantos educadores, servidores de la caridad e incluso mártires.
La fe no es una pieza de arqueología sino una vida que bulle, dialoga y construye en el presente, y la figura en construcción de la Sagrada Familia explica esto mejor que muchos discursos. Es muy posible que haciéndose eco del título de esta portentosa iglesia, Benedicto XVI hable de la familia, verdadero santuario de la vida. Pero no lo hará sólo para recordar verdades abstractas. Como acaba de recordarnos, "la Iglesia guarda dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los tiene juntos a lo largo de su peregrinación en la historia", y quizás la Barcelona de hoy sea un lugar especialmente apropiado para hacer ver esa correspondencia desconocida u olvidada por tantos.
Muchos, demasiados europeos, ya no tienen un acceso cotidiano y afable al tesoro de la fe cristiana. Desconocen al Dios que se hizo carne en aquella familia cuya memoria viva custodia ya el templo de Gaudí, como desconocen el significado de la vida dramática que se desenvuelve cada día entre el vértigo y la apatía de nuestros contemporáneos, ya no atinan a calibrar el valor del sacrificio, de la alegría o del dolor. De todo eso hablará Benedicto XVI en Compostela y Barcelona, para calentar el corazón de los cristianos y tender una pista de luz y esperanza, en la niebla que a tantos rodea.