Believers
Este es un razonamiento que hemos escuchado habitualmente en las últimas semanas. En ocasiones ni siquiera se ha formulado explícitamente pero ha estado y está detrás de muchos de los análisis que se han hecho tras la caída de Kabul. Vuelve así una idea que ha circulado desde hace décadas, quizás desde hace un par de siglos. Cuanta más presencia de Dios hay en la vida de las personas y de las sociedades –no solo estamos hablando del islam– más riesgo hay de que crezca la intolerancia hacia el otro y de que la vida en común quede dominada por la violencia o al menos por una sombra oscura que impide el desarrollo de las mujeres, de los niños y de cualquier persona. Es una mentalidad muy presente en los recientes debates que, por ejemplo, se han producido en Francia.
Es una amenaza, pues, que vuelvan los believers (creyentes). Por eso uno de los grandes errores cometidos por Estados Unidos en Pakistán y en Afganistán habría sido favorecer en los años 80 del pasado siglo una alianza de believers, de creyentes musulmanes y de creyentes cristianos, para hacer frente a la invasión del ateísmo de la Unión Soviética. El error habría sido no haber impulsado un islam moderado y haber favorecido demasiado islam en las madrasas (escuela coránicas) del este de Pakistán. Demasiada religión, demasiado Dios, no son buenos.
¿Y si en realidad el fanatismo, incluso la violencia, no fueran consecuencia de que hay demasiados believers sino pocos? ¿Y si eso que llamamos islam radical para oponerlo al islam moderado fuera una forma de ateísmo encubierto? Esta es la provocativa tesis del dominico Adrien Candiard, que desde hace años estudia en El Cairo el islam medieval. Su desafiante explicación coincide, por otros motivos, con la que defiende desde hace años el también francés Olivier Roy.
El libanés Ridwan al-Sayyid explicaba hace unos días que los talibanes están más cerca del islamismo de los Hermanos Musulmanes, apoyado por Qatar y Turquía, que del yihadismo. En cualquier caso, sea yihadismo o islamismo, estas corrientes beben en autores del siglo XX que se inspiran en Ibn Taymiyya, un teólogo medieval del siglo XIII que pertenece a la escuela hanbalita. Adentrémonos unos segundos en el pasado. No es un ejercicio de erudición, es una incursión que nos ayuda a entender por qué el fanatismo, el islamismo o incluso el yihadismo pueden ser el resultado de la ausencia de Dios. No podemos seguir intentando comprender el mundo contemporáneo sin entender al menos los rudimentos de las principales corrientes del islam.
Ibn Taymiyya pertenecía a la escuela hanbalita que desde el siglo IX tenía como principal preocupación afirmar la absoluta trascendencia de Dios. Según esta corriente, que ha adquirido mucha fuerza en los últimos años, Alá no reveló a través de Mahoma su naturaleza. Alá siguió siendo inalcanzable, lo que reveló fueron sus mandatos. No sabemos, dice el hanbalismo, quién es Dios. No tenemos experiencia de la divinidad, solo alcanzamos a conocer su ley. Todo lo que se diga de Dios en realidad es falso porque no sabemos nada de Él. Este modo de entender el islam es en realidad una forma de “ateísmo o agnosticismo piadoso”. Los supuestos “creyentes” en realidad son personas sin experiencia del Misterio, solo defensores de sus normas.
El peso de la corriente hanbalita no solo sirve para desvelar el déficit de Dios en parte del islamismo y del yihadismo. Ilumina también las consecuencias de reducir la experiencia religiosa a cumplir y hacer cumplir una determinada ley, fenómeno que se extiende cada vez con más frecuencia más allá del islam. Cuando toda la experiencia religiosa se reduce a una forma de moralismo o de legalismo, que se concreta en la obligación de que las mujeres lleven velo (algo que no existía antes de finales del siglo XIX) o burka, o que los hombres usen barba larga, hacer algo coincide con ser algo. Se es creyente porque se hacen determinadas cosas. Podemos extrapolar el rigorismo hanbalí a otras formas religiosas cada vez más frecuentes en las que ser creyente se identifica con alcanzar cierto nivel moral o cumplir con algunas exigencias y normas. No se llega siempre a un “ateísmo piadoso”, pero la reducción de la experiencia de Dios, el conocimiento de Dios, a unas normas aplicadas con tesón, devoción y mucha fuerza de voluntad aíslan la dimensión religiosa de lo humano y favorecen la reducción e interpretación ideológica de la fe. Hay un modo de ser creyente que supone menos presencia de lo humano y menos presencia de Dios.