Bartolomé y Francisco, la revolución de un ecumenismo vivo

Mundo · Giuseppe Frangi
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18 abril 2016
Entre las implicaciones de la visita del Papa a Lesbos, llamada a dejar una profunda huella, sin duda está su dimensión ecuménica. El papa se ha movido de manera unánime con dos autoridades de la iglesia ortodoxa, en el marco de una unidad que nace de una sensibilidad común ante una de las mayores emergencias de nuestro tiempo. Un ecumenismo de lo concreto que ha encontrado eco en la concreción de las palabras, las miradas, la atención prestada a los datos humanos sin demasiadas preocupaciones formales.

Entre las implicaciones de la visita del Papa a Lesbos, llamada a dejar una profunda huella, sin duda está su dimensión ecuménica. El papa se ha movido de manera unánime con dos autoridades de la iglesia ortodoxa, en el marco de una unidad que nace de una sensibilidad común ante una de las mayores emergencias de nuestro tiempo. Un ecumenismo de lo concreto que ha encontrado eco en la concreción de las palabras, las miradas, la atención prestada a los datos humanos sin demasiadas preocupaciones formales. El Papa, durante toda la visita, estuvo acompañado por el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, y el arzobispo de Atenas y primado de la Iglesia ortodoxa de Grecia, Jerónimo II. Era impresionante verlos avanzar por el campo de refugiados de Moria sin dejar pasar ni una de las manos que se extendían hacia ellos. Era impresionante la familiaridad que surgió inmediatamente entre ellos y esa humanidad sin patria ni casa que tenían delante.

Bartolomé tuvo un papel importante en esta visita, pues fue una carta suya del pasado 30 de marzo lo que convenció al Papa para hacer este viaje. Una carta donde el Patriarca expresaba la urgencia de realizar un gesto que abriera los ojos a una Europa paralizada por sus miedos. “Preso en un huracán de tribulaciones económicas y financieras que han dejado al país y a su gente exangües”, escribió Bartolomé, “Grecia se ve inmersa entre flujos migratorios incontrolados. Sin embargo, la ayuda prestada a los refugiados y las iniciativas de caridad son de tal naturaleza que nos llenan de esperanza”. Luego Bartolomé continuaba, en el párrafo más hermoso de este breve texto: “Ante las tragedias de la historia, la humanidad todavía sabe encontrar el amor infinito que Cristo otorga a la vida divina al afirmar: ‘En verdad os digo que cada vez que hicisteis estas cosas con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis’”.

Luego hemos sabido que el papa Francisco ha escrito el prólogo de la biografía de Bartolomé I que próximamente se publicará en América. Un gesto altamente simbólico que confirma cómo este proceso ecuménico entre ambas iglesias está dando grandes pasos hacia la gran cita del próximo sínodo ecuménico que se celebrará en Nicea en el año 2025 (el último se celebró en el 825). Pero la experiencia de este sábado nos enseña que no se puede mirar este proceso solo dentro de una perspectiva eclesial. Este camino ecuménico es algo que vale para el mundo entero, capaz de generar una hipótesis distinta para mirar y afrontarlo todo, todas las emergencias y todos los problemas que nos afligen. Es una perspectiva de redención del factor humano respecto de los planes de las dictaduras soft, propias de los poderes económicos y de las tecnocracias. También impresionante y muy precisa la referencia de Francisco a la industria europea de armamento que alimenta las guerras y genera así los refugiados contra los que ahora quiere levantar muros.

Bartolomé y Francisco han demostrado con la concreción de su gesto que hay otro camino posible, que puede haber otras políticas, no dictadas por buenos sentimientos sino por el realismo de una mirada capaz de tener presentes todos los factores. El ecumenismo experimentado en Lesbos se convierte así en un hecho de magnanimidad con el mundo. Es una esperanza para todos, exactamente igual que son signo de esperanza los griegos de los que hablaba Bartolomé en su carta, que incluso bajo el asedio de la crisis se han mostrado capaces de acoger a los que llegaban y estaban peor que ellos. El mundo necesita un cristianismo así, experimentado en la concreta y valerosa apertura a las necesidades de los otros, vivido fuera de los propios recintos, capaz de abrir horizontes a una humanidad presa del miedo y del cinismo.

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