Barbarie, ¿quién puede vencerte?

Mundo · Fernando de Haro
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22 julio 2009
Dolor. Dos violaciones la semana pasada, una en Baena (Córdoba) y otra en Isla Cristina (Huelva). Las víctimas en los dos casos, menores, casi niñas, 13 años. Los presuntos violadores, en los dos casos, un grupo de siete jóvenes menores, algunos de ellos con menos de 14 años. Discursos sobre la cara oscura de un sexo que se ha vuelto demasiado banal y ha degenerado en violencia, sobre la necesaria reforma de la regulación penal y sobre la psicología de una juventud que se ha vuelto bárbara.

Discursos justos en muchos casos, el dolor busca respuestas. En otros casos menos,  vuelve la vieja tentación de lanzarnos a la cabeza la responsabilidad por la tragedia. La violencia juvenil es contra las mujeres; está auspiciada por las mafias que saben que los menores de 14 años no tienen responsabilidad alguna y que utilizan a chicos que viven en la marginalidad; pero también está en casa, entre los más socializados. La última Memoria de la Fiscalía General del Estado recoge con alarma el aumento de las agresiones de hijos a padres, e incluso a abuelos. El fiscal jefe de Zamora manifiesta su preocupación por este "fenómeno nuevo, cuyo crecimiento se produce en régimen de progresión geométrica". La mayoría de los agresores tiene entre 14 y 16 años.

Las asociaciones de jueces mayoritarias reclaman que no se modifique en caliente, tal y como pide el PP, la Ley del Menor de 2000 -que ya fue modificada en 2006-. Esa ley eximía de responsabilidades penales a los menores de 14 años. En realidad no es la primera vez que se abre el debate. La Memoria de la Fiscalía General del Estado recuerda que cuando se pidió al Ministerio Público que informara sobre la Ley del Menor elaboró un Informe. En ese texto ya se decía que había que "romper con la presunción de iuris et de iure de que por debajo de 14 años no es exigible al menor, en ninguna circunstancia y bajo ningún concepto, ningún tipo de responsabilidad cuyo fundamento por cierto no está claro". Los fiscales ya lo avisaban.

El debate absolutamente necesario sobre una reforma legal puede acallar el dolor entre algunos, pero los más sinceros saben que no se trata sólo de cambiar el ordenamiento penal. Entre ellos parece estar el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, que pide una reflexión sobre la "escala de valores" de los jóvenes. Aunque habar de valores sin concretar cuáles y explicar cómo es posible sostenerlos puede no querer decir nada. El dolor sube realmente al segundo escalón cuando empieza a interrogarse de forma concreta por la dimensión ética de la barbarie y por la respuesta posible. Gabilondo es el ministro de Educación, el hombre que ha asumido como respuesta la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Si pudiéramos dejar, por un momento, de lado todo lo que de polémico hay en el contenido de la asignatura; si la materia sólo enseñara el contenido ético de los derechos fundamentales, recogidos en la Constitución, estaríamos ante un intento respetable por parte del Estado. El intento de frenar la disolución de ese ethos elemental que durante siglos se ha transmitido de padres a hijos como el contenido mínimo y elemental de nuestra civilización y que permitía convivir pacíficamente.

El Estado, Gabilondo en este momento como su representante, reconoce esa disolución. Intenta ofrecer una respuesta. ¿Suficiente? La situación es tan seria que nos exige a todos ser muy leales y muy críticos sobre el éxito de nuestros intentos. Los intentos del Estado y los de la sociedad civil. Afirmar que faltan valores puede ser una bonita frase que nos paralice. Pero el dolor nos puede llevar al tercer escalón, donde se convierte en responsabilidad, donde empezamos a hablar no de la moral sino del hombre, de la verdad. Para subir a ese tercer escalón es necesario reconocer nuestro fracaso educativo: la incapacidad para transmitir no como una pieza de museo sino como algo verdadero -es decir, capaz de dar respuestas actuales, atractivas y convincentes- nuestra tradición. Nuestra tradición que en los 14 últimos siglos puso freno a que las personas fueran tratadas peor que las cosas y generó una civilización en la que, ni siquiera en los momentos más oscuros,  faltó un destello de belleza. No fue fácil llegar a ese momento  en el que las personas dejaron de ser tratadas como cosas. En ese tercer escalón es donde está la respuesta, es el que permite que los jóvenes no estén frente a un vacío que los convierte en bestias instintivas sino ante adultos que despierten su interés, que despierten con respuestas el deseo que hay en ellos de bien y de verdad, más fuerte que la barbarie.

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