Editorial

Bajo aguas tranquilas

Editorial · Fernando de Haro
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8 enero 2017
Parece que después de la tormenta ha llegado la calma. España encara un 2017 relativamente tranquilo en política, desde luego más tranquilo que Francia, Alemania y Holanda donde las elecciones plantean muchas preguntas. Un 2017 que paradójicamente puede ser tranquilo con un Gobierno en minoría después de un 2016 sin acuerdos y sin Ejecutivo. La mayor incertidumbre en el horizonte, no precisamente pequeña, es qué va a pasar con el proceso de secesión de Cataluña.

Parece que después de la tormenta ha llegado la calma. España encara un 2017 relativamente tranquilo en política, desde luego más tranquilo que Francia, Alemania y Holanda donde las elecciones plantean muchas preguntas. Un 2017 que paradójicamente puede ser tranquilo con un Gobierno en minoría después de un 2016 sin acuerdos y sin Ejecutivo. La mayor incertidumbre en el horizonte, no precisamente pequeña, es qué va a pasar con el proceso de secesión de Cataluña.

El último Barómetro del CIS, la encuesta pública más representativa, muestra que los españoles se han relajado: la imagen de la política ha mejorado en 7,8 puntos. Rajoy en su mensaje de fin de año expresó su voluntad de acabar los cuatro años de legislatura. Tendió la mano a su socio de Gobierno -a Ciudadanos- y al que, en teoría, es el principal partido de oposición, el PSOE. Los socialistas respondieron con el doble lenguaje que vienen usando desde que echaron a su último secretario general, Pedro Sánchez. Hicieron críticas a la gestión de los populares pero después destacaron el valor de los acuerdos ya alcanzados con el Gobierno y reafirmaron su voluntad de seguir en la misma línea que han mantenido en los últimos meses.

Algo parecido a esa “gran coalición” por la que tanto se suspiró en 2016 funciona en la política española desde que los socialistas permitieron la investidura de Rajoy con su abstención. Una “gran coalición”, eso sí, a la española. Los socialistas, con el peor resultado electoral de su historia, una crisis interna que dura ya demasiado tiempo y la amenaza de convertirse en la tercera fuerza han decidido ganar tiempo y pactar. Pactar para hacerse valer, para poder sacar pecho ante sus electores y demostrar que cuentan, no como sus rivales, la izquierda ruidosa y utópica de Podemos que se pierde en los pasillos del Congreso.

El PSOE quiere pactar, Rajoy quiere pactar. Se ha olvidado de sus amenazas de convocar elecciones en mayo (las encuestas le siguen dando mejores resultados que en los comicios de verano). Los acuerdos con los socialistas le permiten dar estabilidad a su Gobierno y reducir a la insignificancia a Ciudadanos, su teórico socio, pero también su competidor: buena parte de sus votos son de antiguos votantes del PP.

La voluntad de pacto de Rajoy con los socialistas ha provocado que los dogmas de la anterior legislatura hayan dejado de serlo. Para acordar el techo de gasto (paso previo de los presupuestos) ha aceptado subir el salario mínimo. Los populares ya están dispuestos a financiar parte de las pensiones con impuestos, tal y como reclamaban los socialistas. No es descartable que el PSOE acabe permitiendo la aprobación de las cuentas públicas de 2017 a cambio de concesiones que el Gobierno del PP hasta hace nada consideraba imposibles.

La marcha de la economía permite esta “política de entendimiento”. 2016 se va a cerrar con un crecimiento muy por encima del 3 por ciento. Y las previsiones para 2017, aunque apuntan a una relativa desaceleración, son también positivas. El empleo aumenta a razón de 400.000 puestos de trabajo al año y es posible que en 2020 la tasa de paro sea parecida a la que había antes de la crisis. El objetivo de déficit, por fin, se puede alcanzar sin grandes esfuerzos y sin importantes recortes, si acaso con una reestructuración del IVA.

A la “pax económica” hay que añadir el pragmatismo de Rajoy. El PP ya ha renunciado a su ley de educación aprobada la pasada legislatura, ley de la que no se puede sentir especialmente orgulloso. Y estará seguramente dispuesto a hacer lo mismo con su ley de seguridad ciudadana también cuestionada por el centro-izquierda, también muy revisable.

El cuadro de esta aparente balsa en la que se ha convertido la política española se completa con una escasa preocupación por la inmigración y con la pérdida de fuerza, al menos de momento, del populismo de izquierda de Podemos. La amenaza de la xenofobia todavía está lejos. Solo un 7 por ciento de los españoles está preocupado por los extranjeros. Y el modelo de integración, que consiste en no tener modelo, funciona. Sin populismo de derechas, la utopía del partido morado está de momento estancada en una intensa lucha interna. España no es ni Francia ni Grecia.

¿Todos contentos? ¿Ha conseguido Rajoy, con su particular modo de administrar sus tiempos, la máxima pacificación posible en unos tiempos muy revueltos? Quizás. Desde luego la vuelta de los socialistas a una posición más socialdemócrata ha permitido, al menos de momento, el retorno de cierta quietud política. Quietud facilitada por un espacio compartido en los aspectos más tecnocráticos de la gestión.

Pero la gestión no lo es todo. Bajo las aguas tranquilas, las corrientes se siguen agitando. La misma encuesta del CIS refleja las profundas heridas que ha dejado el “año sin Gobierno”. Todavía un 67 por ciento de los españoles tienen una visión negativa de la situación política. No es de extrañar. Haber ganado en gobernabilidad, que es mucho, no significa necesariamente que se haya restaurado una cierta conversación nacional más urgente que nunca.

La relativa contención de Podemos, por sus torpezas, no significa que la inquietud y la insatisfacción que genera la democracia del 78 entre los más jóvenes se haya resuelto. Las encuestas reflejan que permanece alta la preocupación por el fraude y la corrupción. Un Gobierno facilitado por la necesidad de los socialistas y por la resistencia de Rajoy no resuelve de forma automática el gran reto pendiente: actualizar, para hacer significativo, a las nuevas generaciones el relato con el que España se “refundó” durante la transición. Cierta bonanza económica no resuelve todos los retos que implica un cambio en el modelo productivo, y una mejora urgentísima de la enseñanza. La gestión no sustituye un debate sosegado sobre la sostenibilidad energética, los servicios públicos, el sistema de pensiones, la creciente irrelevancia internacional, la impotencia demográfica y un largo etcétera. Todo ello requiere superar esquemas ideológicos, hábito en la conversación.

Las negociaciones para una nueva ley educativa van a ser un buen termómetro para medir la temperatura del diálogo, de momento baja, en lo que va más allá de los números. Durante demasiado tiempo hemos sostenido demasiadas cosas sin saber formular ante los demás y ante nosotros mismos los motivos y las experiencias en que se fundamentan.

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