Editorial

Autodeterminación

Editorial · Fernando de Haro
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22 octubre 2017
La Unión Europea, con sus máximos representantes, acudió en respaldo de uno de sus miembros en el momento en que su soberanía era contestada. Un cuestionamiento de lenguaje moderno y alma postmoderna. Los presidentes del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión acudieron a Oviedo, a la entrega de los Premios Princesa de Asturias, a dar soporte al Rey de España (Jefe de Estado de un socio de la Unión) y a Mariano Rajoy. Lo hicieron horas antes de que el Gobierno decidiera limitar severamente las competencias de autogobierno de Cataluña para imponer la obediencia constitucional. Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, recordó el fantasma nacionalista del pasado: “demasiadas veces se nos ha ofrecido el paraíso cambiando las fronteras, y se nos ha llevado con ello a los infiernos”. Cataluña puede ser la primera ficha de un dominó que el Viejo Continente conoce demasiado bien. “No quiero una Europa de 98 Estados”, había asegurado Juncker días antes.

La Unión Europea, con sus máximos representantes, acudió en respaldo de uno de sus miembros en el momento en que su soberanía era contestada. Un cuestionamiento de lenguaje moderno y alma postmoderna. Los presidentes del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión acudieron a Oviedo, a la entrega de los Premios Princesa de Asturias, a dar soporte al Rey de España (Jefe de Estado de un socio de la Unión) y a Mariano Rajoy. Lo hicieron horas antes de que el Gobierno decidiera limitar severamente las competencias de autogobierno de Cataluña para imponer la obediencia constitucional. Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, recordó el fantasma nacionalista del pasado: “demasiadas veces se nos ha ofrecido el paraíso cambiando las fronteras, y se nos ha llevado con ello a los infiernos”. Cataluña puede ser la primera ficha de un dominó que el Viejo Continente conoce demasiado bien. “No quiero una Europa de 98 Estados”, había asegurado Juncker días antes.

El nacionalismo resurge como fórmula potsmoderna –fórmula de neo soberanía–, como proyecto de construcción de una identidad alternativa, justificada en un pasado recreado. Y lo hace como intento de respuesta frente a las incertidumbres de un mundo líquido. Los días de tensión que está viviendo España se explican por un conflicto de soberanía entendido en el modo más clásico. Es llamativo que este conflicto se produzca cuando la globalización y la fuerza de los mercados parecían haberse disuelto o relativizado las atribuciones propias de los Estados. La amenaza tradicional de la pérdida de integridad territorial, aparentemente superada porque a los nuevos poderes no les interesan los territorios sino las almas, ha resucitado al Estado clásico y las atribuciones que se le dieron en Westfalia. El Gobierno de España ha recurrido a un mecanismo límite, copiado de la Constitución de Alemania. Ese mecanismo permite intervenir y limitar las facultades de autogobierno de uno de los estados federales (en este caso autonomías). Se trata de tutelar el derecho de soberanía de todos los españoles ante un poder que se autoproclama soberano. La duda es si, en el mediano y en el largo plazo, en este mundo líquido las atribuciones del Estado clásico son suficientes.

El discurso de Carmen Forcadell, presidenta del parlamento de Cataluña, horas después de la intervención del Gobierno en Madrid, ilustra bien qué mentalidad fundamenta la voluntad de convertir el autogobierno en independencia. Forcadell se lamentó de que se hubiera vulnerado la soberanía del Parlamento catalán. Cataluña, según esta mentalidad, ya es soberana.

Esa mentalidad que atribuye a Cataluña una soberanía clásica se ha fraguado desde el siglo XIX. Fue ese momento en el que se produjo una transferencia de sacralidad. Durante un largo tiempo las iglesias siguieron llenas, pero de forma imperceptible el sujeto eclesial, como criterio de acción y de afecto, como cultura primaria, fue sustituido por el pueblo, la nación catalana. Y las iglesias se vaciaron porque lo que sobra en la vida se desecha. La salvación ya estaba en otra parte. La “razón del corazón”, propia del romanticismo, fue ocupándolo todo, la voluntad de lo que se quiere ser –y se quiere ser nación y toda nación exige un Estado– se fue haciendo más determinante que la identidad recibida.

Hay un último paso sin el que no se hubiera producido un desequilibrio radical entre el “hacerse” y el “ser hecho” que subyace en la pretensión de autodeterminación. La identidad occidental siempre se ha construido en el diálogo y la tensión entre el “ser hecho” y el “hacerse”, según asegura Corlett en su artículo “Self and the Other”. Una identidad se hacía partiendo del dato. Ahora el ser hecho se reduce a cero. Se habla, sí, de una tradición catalana, del legado de la Edad Media, de la tradición pactista, de una nación que precede. No se trata de eso. Es un fenómeno que en este momento recorre el mundo: se crean nuevas identidades religiosas, culturales, nacionales, familiares, en nombre del pasado, cuando en realidad el legado de la tradición, de la tradición real, ha quedado arrumbado. Son identidades creadas ex novo, postmodernas, hijas de la voluntad de autodeterminación, que no es solo primacía de la voluntad para alcanzar las capacidades de un gobierno plenamente soberano, sino expresión de un “querer hacerse” absoluto, del dominio sin contemplaciones del proyecto sobre el dato.

La globalización con su sociedad postmoderna y líquida (Cataluña es la sociedad más postmoderna y líquida de España y de buena parte de Europa) acelera el proceso. Los vínculos que permiten “ser hecho” se han disuelto y son necesarias nuevas pertenencias a las que se pueda recurrir para superar el desconcierto. Y por eso, juntos, llega el momento de hacerse como nación y Estado.

Lo que sucede en Cataluña tiene dentro una radical provocación para toda Europa. Más allá de las necesarias medidas jurídicas, no hay respuesta posible sin una identidad en la que el “ser hecho” tenga un peso. Es curioso que en esta época en la que el hombre absolutamente independiente de la Ilustración ha sido derrotado, en gran media, por las dependencias de la neurociencia, la psicología o la biología, vuelva el viejo sueño en formato romántico (siempre fue el reverso). Hay una identidad recibida, no inventada, una dependencia positiva que potencia la libertad, que no está condenada a la violencia del proyecto. Se distingue por su capacidad de universalidad.

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