Así se tejió Europa
A menudo tendemos a simplificar la historia. Pensamos, por ejemplo, que la antigua Europa de los monasterios y de las catedrales, la Europa unificada y fecundada por el anuncio cristiano, habría surgido de golpe y se habría establecido sólidamente de una vez por todas. Y al no entender el recorrido dramático que se desarrolló a lo largo de siglos, con avances y retrocesos tremendos, tampoco entendemos el tiempo que ahora nos toca vivir, sus implicaciones y desafíos.
Una figura que nos ayuda a entender aquella primera evangelización de las tierras europeas es la de San Bonifacio, un monje inglés a caballo entre los siglos VII y VIII, cuya vida podría haber transcurrido tranquilamente en un monasterio benedictino de su patria enseñando gramática latina y escribiendo poesía, tareas para las que se encontraba singularmente dotado. Por entonces las islas británicas eran un oasis de fe y cultura, separado por el mar de unas tierras en las que dominaban la oscuridad y la violencia. Era frecuente que grupos de monjes saltaran al continente para adentrarse por diversas rutas en territorios gobernados por jefes de tribus germanas: desde la norteña Escocia llegaron algunos a la que hoy es imperial Viena, pero nuestro amigo, junto a algunos compañeros, estableció una primera estación en Frisia, la actual Holanda. Su impulso juvenil se topó con un cerrado rechazo que lo devolvió a su tierra. Viaje de ida y vuelta en condiciones que apenas somos capaces de imaginar.
El segundo intento condujo a Bonifacio y sus amigos hasta las regiones entonces ignotas de la Germania. Llevaba consigo cartas del Papa Gregorio II que le facultaban para esta incierta misión. En una de sus cartas describe su tarea de esta forma: “Estamos firmes en la lucha en el día del Señor, porque han llegado días de aflicción y miseria… ¡No somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen ante los lobos! Somos en cambio pastores diligentes que velan por el rebaño de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a las normales, a los ricos y a los pobres la voluntad de Dios… en los tiempos oportunos e inoportunos…”. En esta época Bonifacio siembra y cosecha. Sus biógrafos narran su carácter incansable, dotes organizativas, y su temperamento amable que le permitía ser firme en lo esencial pero flexible en las cosas secundarias. ¡Y habría tantas!
El Papa Gregorio III le nombró arzobispo de las tribus germánicas, le hizo llegar el palio como signo de comunión con la sede de Roma y le encargó organizar la jerarquía en aquellas regiones. Su impronta benedictina se reflejaba en el modo de ejercer el ministerio, con ese equilibrio singular entre caridad, cultura y empuje misionero. Naturalmente impulsó la fundación de varios monasterios entre los que destaca el de Fulda, verdadero centro de irradiación espiritual y de formación de nuevos misioneros para una Europa todavía caótica y en efervescencia. Y aunque conviene evitar cualquier historia en rosa, está documentado que el influjo de la evangelización se notó en todos los aspectos de una vida ciertamente ruda, haciéndola más humana en todos los sentidos.
Bonifacio era ya un anciano y parecía haber encontrado su remanso de paz, con numerosos discípulos y una realidad eclesial bien asentada, cuando escuchó de nuevo la llamada a salir de su propio recinto, como diría hoy el Papa Francisco. El reclamo llegaba de aquella Frisia que le había rechazado de plano en su primer viaje, cuando contaba poco más de cuarenta años y estaba lleno de energía. Además no se engañaba sobre la posible “suerte” que le esperaba, como demuestra la premonitoria carta enviada a su sucesor en Maguncia: “Deseo llevar a término el propósito de este viaje… Está cerca el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte… Pero tú, hijo queridísimo, llama sin pausa al pueblo del laberinto del error, lleva a cabo la edificación de la ya comenzada basílica de Fulda, y allí depositarás mi cuerpo envejecido por largos años de vida”. Y en efecto, mientras celebraba Misa en Dokkum (en el norte de la actual Holanda) fue atacado, y tras rogar a su gente que no le defendiera con las armas, cayó muerto exclamando “¡ánimo en el Señor!”.
La historia de Bonifacio sería inexplicable sin algunos factores: la fecundidad del catolicismo británico en esa época, la experiencia monástica, la inteligencia de los papas que contemplaban el horizonte de la misión en Europa, así como las propias cualidades de nuestro personaje. Pero todo eso no cierra la ecuación, falta el punto crítico de toda esta historia: la fe de Bonifacio, es decir la respuesta libre que él quiso ofrecer a su Señor, encontrado a través del testimonio de otros cristianos. Es así como se enhebra la historia del cristianismo en Europa, y no existe hoy otro camino distinto. Algunas de las obras que Bonifacio levantó han perdurado (no sin atravesar notables cambios), otras fueron derruidas y debieron ser pacientemente replantadas. Su propia patria habría de sufrir el terrible azote de los vikingos que destrozaron un siglo de cultura monástica en Gran Bretaña. Al final, aunque resulte misterioso, y hasta cierto punto repugnante para nuestra cultura moderna, solo si el grano de trigo cae en tierra y muere da mucho fruto. Y esa entrega, tenga la forma que tenga, tampoco hoy nos la podemos ahorrar.