Editorial

Arriesgar la libertad

Editorial · Fernando de Haro
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16 noviembre 2020
Hace poco más de dos meses, tres jóvenes pintaban, en el acceso a un colegio de Madrid, flechas verdes y rojas. Vestían ropa deportiva por si la pintura acababa en sus pantalones. No eran pintores profesionales y no tenían mucha destreza. Eran el profesor de matemáticas, el de lengua y la profesora de lengua. Ni el Gobierno nacional ni el de la Comunidad Autónoma habían dado instrucciones claras sobre cuándo y cómo reabrir las clases. Las indicaciones solo llegaron días antes de que los chicos pudieran volver a las aulas. Muchos colegios de la concertada pudieron contar con sus profesores para hacer tareas de acondicionamiento con urgencia. Ahora esos tres profesores que llevan diez semanas dando sus lecciones, con mascarilla y con la ventana abierta, dedican buena parte de su poco tiempo libre a enterarse de cómo queda la enseñanza concertada en la nueva ley educativa que se aprueba esta semana en España. Es la octava ley en 40 años en un país en el que, desde la transición a la democracia, la enseñanza ha sido motivo de confrontación. Casi desde 1978, el derecho a la educación y la libertad de enseñanza han causado enfrentamientos.

Salvo que las Comunidades Autónomas ejerzan algún tipo de insumisión, la escuela concertada perderá libertad. La escuela concertada, a pesar de sus imperfecciones y limitaciones, es un ejemplo de subsidiariedad educativa. Hasta ahora ha permitido a la iniciativa social escolarizar entre un 30 y 40 por ciento de los alumnos con dinero público. En la nueva ley, se prevé solo aumento de plazas para la escuela pública. Se elimina la demanda social (las peticiones de los padres) como criterio para planificar colegios concertados. Se impide recibir cesiones de suelo municipal, lo que en la práctica dificulta la construcción de nuevos centros. Se obliga a los niños a ir al colegio del barrio, impidiendo a los padres elegir, como hasta ahora, en los distritos únicos regionales (fórmula que da muchas más posibilidades).

La limitación de la libertad es un hecho. Otra cosa es encontrar la respuesta más adecuada a un Gobierno que va a estar al frente del país, cuando menos, tres años más. Habrá que valorar si ciertas respuestas y ciertas guerras culturales contra la nueva norma pueden provocar reacciones contraproducentes en quien detenta el poder. Lo importante es no perder más espacio.

Esta situación indeseada, esta amenaza a la libertad, quizá pueda ser la ocasión para tomar conciencia del resultado del sistema de conciertos. No sin problemas, y con restricciones en las Comunidades Autónomas donde han gobernado los socialistas, la enseñanza de iniciativa social ha educado a cuatro de cada diez españoles en los últimos 35 años.

Los resultados educativos no se miden solo por la adquisición de competencias duras o blandas, absolutamente útiles y necesarias en el ámbito profesional. La tarea educativa se materializa cuando la hipótesis ofrecida es asumida o rechazada por el joven en un proceso crítico en el que madura como sujeto. Por eso hablamos tanto de emergencia educativa, porque, a menudo, el encuentro entre las dos libertades, la del educador y la del joven, no se produce. Los adultos, con frecuencia atenazados por el miedo y la desorientación, somos incapaces de arriesgar ante la libertad de los estudiantes que se nos antoja un enigma indescifrable.

Sería paradójico que la nueva batalla por la libertad de educación, que debería estar guiada más que nunca por la prudencia y el realismo, no fuera una ocasión para profundizar en lo que a menudo se da por supuesto: cómo educar para la libertad. Probablemente es lo que tenían en la cabeza los tres profesores metidos a pintores.

Hace poco más de dos meses, tres jóvenes pintaban, en el acceso a un colegio de Madrid, flechas verdes y rojas. Vestían ropa deportiva por si la pintura acababa en sus pantalones. No eran pintores profesionales y no tenían mucha destreza. Eran el profesor de matemáticas, el de lengua y la profesora de lengua. Ni el Gobierno nacional ni el de la Comunidad Autónoma habían dado instrucciones claras sobre cuándo y cómo reabrir las clases. Las indicaciones solo llegaron días antes de que los chicos pudieran volver a las aulas. Muchos colegios de la concertada pudieron contar con sus profesores para hacer tareas de acondicionamiento con urgencia. Ahora esos tres profesores que llevan diez semanas dando sus lecciones, con mascarilla y con la ventana abierta, dedican buena parte de su poco tiempo libre a enterarse de cómo queda la enseñanza concertada en la nueva ley educativa que se aprueba esta semana en España. Es la octava ley en 40 años en un país en el que, desde la transición a la democracia, la enseñanza ha sido motivo de confrontación. Casi desde 1978, el derecho a la educación y la libertad de enseñanza han causado enfrentamientos.

Hace falta una reforma del sistema educativo español. De eso no hay duda. Los programas son demasiados extensos y suelen abordarse sin profundidad. La tasa de abandono escolar temprano se ha reducido considerablemente en los últimos años, pero con más de un 17 por ciento sigue estando por encima de los objetivos de la Comisión Europea. Las fórmulas de refuerzo todavía no son eficaces. La Formación Profesional sigue sin acercarse al mundo de la empresa. Tiene el estigma de ser la opción para los perdedores. La única referencia en la que destacan los alumnos españoles en las evaluaciones de Pisa es la competencia global: la habilidad blanda de respeto al otro. Los resultados en matemáticas, comprensión lectora y ciencias tienen pendiente una mejora.

El cambio impulsado por el Gobierno PSOE-Podemos, cuando salió del Gobierno, ya iba en la dirección contraria a las necesidades reales. Durante la tramitación parlamentaria, la ideologización se ha incrementado por los acuerdos con los nacionalistas vascos y catalanes. Podemos, muy lejos de la moderación socialdemócrata propia de la izquierda europea, ha incrementado la intervención del Estado y la colonización radical de contenidos. Sobre todo, en materias en las que no hay consenso y en las que la capacidad de decisión de los padres debe ser tenida especialmente en cuenta.

Es dudoso –tal y como prevé el proyecto– que la facilidad para pasar de curso, a pesar de acumular suspensos, sirva para mejorar la calidad de la enseñanza. Especialmente en el bachillerato. En la práctica supone reducir la autonomía de decisión de los claustros. La supresión de un sistema objetivo de selección de los inspectores educativos hace temer una politización de la administración.

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