Arriba y abajo, la ironía de la evangelización

Mundo · José Luis Restán
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23 mayo 2016
La abadía de Echternach, en Luxemburgo, fundada en el lejanísimo año 698 por San Willibrord, contempla cada año una nutrida procesión que discurre durante más de tres horas portando las reliquias de este gran misionero del que apenas sabemos algo por estos pagos. Pero no es mi intención ofrecer una lección de historia, aunque la historia cuenta, y pesa. Este año han participado diez mil personas, lo que indica que debemos matizar bien las referencias gruesas (por otro lado indudablemente verdaderas) a una Europa secularizada. A los fieles luxemburgueses se unieron otros muchos llegados de las regiones del sur de Holanda, de Lorena y del Palatinado.

La abadía de Echternach, en Luxemburgo, fundada en el lejanísimo año 698 por San Willibrord, contempla cada año una nutrida procesión que discurre durante más de tres horas portando las reliquias de este gran misionero del que apenas sabemos algo por estos pagos. Pero no es mi intención ofrecer una lección de historia, aunque la historia cuenta, y pesa. Este año han participado diez mil personas, lo que indica que debemos matizar bien las referencias gruesas (por otro lado indudablemente verdaderas) a una Europa secularizada. A los fieles luxemburgueses se unieron otros muchos llegados de las regiones del sur de Holanda, de Lorena y del Palatinado.

Este año me parece destacable la homilía pronunciada por el cardenal Wim Eijk, arzobispo de Utrecht, que presidió la celebración. Eijk es una figura notable del nuevo catolicismo que despunta en Holanda, sin duda minoritario pero también creativo, realista y al tiempo audaz, con notable espesor cultural y de vuelta ya de muchas martingalas de decenios pasados. Su homilía partió de un texto de la Carta a los Hebreos que recomienda a los fieles de la primera comunidad: “acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la Palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vidas e imitad su fe”. Y a continuación les advierte de que no se dejen arrastrar “por doctrinas complicadas y extrañas”. El cardenal no se anduvo por las ramas al afirmar a los participantes en la procesión que estas recomendaciones bien pueden aplicarse a nuestros días en el corazón de Europa, que ha visto un rápido declinar de la fe.

Uno de esos guías a los que recordar en tiempos de apremio es precisamente San Willibrord, un monje nacido en el norte de Inglaterra que evangelizó el territorio de los actuales Países Bajos a finales del siglo VII, siendo confirmado en su labor por el papa Sergio I. Pero según Eijk, su impulso no nació de un plan de evangelización ni buscó la creación de grandes estructuras, sencillamente pretendía seguir la vida de Jesús y de sus primeros apóstoles. Por eso aceptaba no tener un lugar donde reposar su cabeza, y asumía el rechazo, la incomprensión y la violencia que se volvían contra su anuncio siempre pacífico y lleno de alegría.

Es cierto, como explica el cardenal, que Willibrord y sus compañeros también pusieron en marcha obras e instituciones, y además buscó el apoyo del rey de los francos. Pero muchas de ellas fueron destruidas repetidamente. El “éxito” de su apostolado podría resumirse como “tres pasos adelante y dos hacia atrás”. En realidad así es siempre la evangelización, no faltan los frutos pero tampoco momentos de serio retroceso. Y mirando a sus tierras, Eijk sabe de lo que está hablando. Pero esa libertad respecto del éxito, de los planes y de las estructuras, daba a la presencia de Willibrord un innegable atractivo, una frescura de la fe que llamaba a otros a seguirle y a multiplicar su obra.

“¿Acaso podemos no ver en todo esto una comparación con lo que ha sucedido tantas veces?”, se ha preguntado el arzobispo de Utrecht. “Tristemente hay que reconocer que la Iglesia, una vez más, ha bajado varios escalones en los últimos 50 años”. Por eso es más necesario que nunca el apremio: recordad a vuestros guías, a los que os anunciaron por primera vez la palabra de la salvación.

Lejos de cualquier nostalgia o arqueologismo, el cardenal aclara que no podemos seguir literalmente (mecánicamente) los pasos de San Willibrord, pero sí podemos aprender de él la dinámica de su fe, aprender a realizar la misión con estructuras mucho menos poderosas e influyentes que hace medio siglo (recordemos aquí que Eijk ha tenido que cerrar, dolorosamente, varias parroquias en su diócesis). También nosotros, como aquellos monjes llegados de la norteña Escocia, somos invitados a “estar en la carretera con Jesús”, sin protecciones, haciendo frente a muchas formas de oposición, sostenidos únicamente por la verdad y la belleza de una fe experimentada personalmente. La homilía concluyó con una mirada al futuro, con un punto de ironía esperanzada: “no soy profeta, pero puedo aseguraros que la actual cultura secular no durará para siempre, y también será reemplazada por una nueva cultura… y entonces quizás podamos subir unos cuantos escalones otra vez”.

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