Dios tiene necesidad de los hombres

Arqueología de nuestro presente

Cultura · Juan Orellana
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17 noviembre 2014
En 1950 Europa comenzaba a disfrutar de los esfuerzos de reconstrucción de un continente arrasado por la guerra, a la vez que sufría un nuevo mesianismo letal en las nuevas repúblicas socialistas del este. Pero en el Occidente libre, mientras muchos movimientos antifascistas ven el comunismo como la promesa de una plenitud histórica, otros descubren en la tradición cristiana la posibilidad de una verdadera restauración en los europeos de un horizonte ideal. La alternativa es el desencanto de las ideologías que sólo se encarnan con violencia y privación de libertad. La alternativa es el nihilismo.

En 1950 Europa comenzaba a disfrutar de los esfuerzos de reconstrucción de un continente arrasado por la guerra, a la vez que sufría un nuevo mesianismo letal en las nuevas repúblicas socialistas del este. Pero en el Occidente libre, mientras muchos movimientos antifascistas ven el comunismo como la promesa de una plenitud histórica, otros descubren en la tradición cristiana la posibilidad de una verdadera restauración en los europeos de un horizonte ideal. La alternativa es el desencanto de las ideologías que sólo se encarnan con violencia y privación de libertad. La alternativa es el nihilismo.

En ese caldo de cultivo, un cineasta francés ateo de origen protestante, Jean Delannoy, decide llevar a la pantalla la novela El párroco de la Isla de Sein del famoso escritor bretón Henri Queffelec, publicada justo el año del armisticio. La historia se centra en dicha isla atlántica, a mediados del siglo XIX, cuyos habitantes tienen fama en el continente de ladrones y asesinos. Harto de sus pobladores, el párroco les abandona y se marcha de la isla. En ausencia del clérigo y debido a la fuerte tradición religiosa del pueblo, el sacristán Thomas decide asumir un liderazgo religioso en la parroquia que se torna dramático cuando los fieles empiezan a exigirle cosas que sólo puede hacer un sacerdote legítimamente ordenado: dar la absolución, consagrar, exorcizar… Por otra parte, la jerarquía continental, sabedora de la inquietante situación, decide poner fin a esa surrealista locura.

Esta película puede leerse en diferentes claves, y así se ha hecho ciertamente. Desde los que han visto en ella una precoz dialéctica entre institución y carisma, hasta los que han visto una crítica antiburguesa de tono buñueliano. Pero más allá de interpretaciones de corte ideológico Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, ofrece una lectura antropológica, lejos de leer el film como un alegato anticatólico o antirromano, ve en él una interesante descripción del sentido religioso del ser humano. Los personajes viven un sentimiento original de dependencia del Misterio, incluso dentro de la más grave inmoralidad; por otra parte, no es un sentido religioso abstracto, new age, sino que precisa de signos concretos, de sacramentos. Es un sentido religioso que clama por la encarnación, por la humanización de lo divino.

Con el paso de los años, esta película ha adquirido un nuevo valor. Si en 1985 Giussani calificaba la película en el Meeting de Rímini como un film “olvidado”, en 2014 hay que decir que se trata ya de un film “incomprensible”. Dios tiene necesidad de los hombres muestra un pueblo definido y cohesionado por una honda religiosidad ajena a cualquier moralismo. El que mata sabe que no puede morir sin absolución y el que roba sabe que debe ayudar económicamente para la reconstrucción del templo. Un pueblo que lo es porque todos comparten una íntima conciencia de dependencia de Dios, y una última obediencia a quien reconocen como signo presente del Misterio divino. Quien no haya vivido hoy, por edad o contexto, una situación con analogías a la descrita no estará en condiciones de entender lo que muestra el film, que resultará definitivamente extraño, más surrealista de lo que es, y del todo inverosímil. La película no generará rechazo, sino el desinteresado estupor de quien escucha un idioma del que no conoce ni palabra. Quizá, como mucho, una tierna curiosidad. Esta película del año 50 es en sí misma una constatación de un cambio antropológico sin precedentes. En poco más de medio siglo se ha disuelto una tradición que estaba en la base misma de la sociedad desde hacía más de mil años. Se ha disuelto en la sociedad porque ha desaparecido como contenido de la conciencia del individuo. Ante este nuevo escenario histórico -epocal, más bien- sólo es posible partir de cero, como los antiguos cristianos hicieron con los bárbaros. Frente a ello, sin embargo, son posibles dos actitudes estériles: la nostalgia triste y quejosa del “cualquier tiempo pasado fue mejor” y la conciencia equivocada de que aún es posible reconquistar hegemónicamente para la Iglesia el espacio perdido. Quien piensa así hace mucho tiempo que dejó de ver películas…

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