50 años del Concilio Vaticano II

Aquel reencuentro del cristianismo con lo moderno (y 2)

Mundo · Massimo Borghesi
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27 diciembre 2012
El Concilio quería ser  pastoral. De ahí el intercalarse de dos cuestiones: el ecumenismo, y por tanto el acercamiento a ortodoxos y protestantes, que reclamaba a la superación del Estado "católico". No puede ser ecuménico quien pretende tener el monopolio del Estado. El problema ecuménico desembocaba inevitablemente en el de la libertad religiosa, superando la vieja noción de "tolerancia" aún utilizada por Pío XII, que ya no era la más adecuada. El encuentro con lo moderno tenía lugar en el terreno de la libertad religiosa, motivado por el ecumenismo. La perspectiva ecuménica era el punto genético.

El esquema conciliar preveía un apéndice a la declaración Dignitatis humanae dedicado al ecumenismo y, en particular, a los judíos. Al principio no debía ser el documento Nostra aetate, sino un documento sobre el ecumenismo que en su apéndice se detenía en la cuestión hebrea. Una preocupación que llevaba el Papa en el corazón, la de los judíos.

Aquí también la historia nos marca el camino. Después del nazismo y de la shoá, ya no era posible repetir juicios veterotestamentarios sobre el pueblo "deicida". Después de que seis millones de judíos fueran exterminados no se podían repetir ciertas fórmulas. El compromiso de muchos obispos bajo el Tercer Reich levantaba ampollas. Paradójicamente, la hostilidad a la revisión de los juicios, ¿de quién venía, sin embargo? De los obispos de las comunidades repartidas por el Oriente árabe-islámico. ¿Por qué los obispos procedentes de las iglesias orientales eran tan críticos? Porque naturalmente estaban preocupados: viviendo entre los árabes, toda palabra positiva hacia los judíos sonaba como un reconocimiento al Estado de Israel, un reconocimiento que aún no existía. Emergen las luchas, las tenciones, la elaboración de documentos, los párrafos fundamentales, el enfrentamiento abierto entre algunos obispos italianos de la Curia, que eran los más resistentes a los cambios junto a los españoles y latinoamericanos, y los obispos norteamericanos, polacos y del este de Europa.

No fue sólo la Iglesia estadounidense la que pedía la libertad religiosa, eso se puede entender fácilmente. Era también la Iglesia perseguida de los países satélites de la Unión Soviética la que pedía la libertad religiosa. El documento Dignitatis humanae nace de este encuentro entre el este y el oeste, entre el este perseguido y el oeste americano. Porque es evidente que quien era perseguido pedía al Estado la libertad religiosa y no podía pedirla sólo para sí mismo, debía pedirla para todos. Y eso es interesante, porque los tradicionalistas que critican el decreto sobre la libertad religiosa y acusan al concilio de no haber condenado el comunismo (cosa que no sucede sólo por motivos de prudencia), nunca se acuerdan de que el decreto sobre la libertad religiosa fue fuertemente querido precisamente por los episcopados perseguidos por el comunismo. Todavía no he oído a ningún tradicionalista decir que el documento fue querido por los obispos contra el comunismo, que ciertamente no les era favorable.

Con el documento Nostra aetate y con la Dignitatis humanae la Iglesia sin duda pasaba página. Se trataba por tanto de un evento, es decir, un hecho que cierra una época, una página de la historia eclesial para abrir otra. Se abrió el debate entre modernistas y tradicionalistas. Con profunda inteligencia habló el Papa Benedicto XVI. La Iglesia no es una fortaleza cerrada en sí misma, la Iglesia entra en diálogo, en relación con el mundo en el que vive. La confrontación -dice el Papa en 2005- tiene lugar en tres niveles: las ciencias modernas, el Estado moderno y la tolerancia religiosa, por tanto, las religiones en el mundo. Una confrontación posible gracias al hecho de que la modernidad misma entretanto había cambiado. La modernidad de después del 45 no es la modernidad del siglo XVIII o XIX. También la modernidad aprendió de sus propios errores. Por tanto, hay una parte del mundo moderno con la que es posible hablar, que ya no es hostil por prejuicio a priori hacia la religión y la fe. No hay que ser antimoderno para relacionarse con la modernidad, porque la propia modernidad ha cambiado después del positivismo y el totalitarismo. La nueva confrontación puede tener lugar por tanto, para la Iglesia, salvando la continuidad de los principios pero repensando, sin embargo, la aplicación y declinación de dichos principios.

Es aquí donde Benedicto XVI formula su idea en mi opinión más bella, cuando dice que la Iglesia sale al encuentro de lo moderno a partir del redescubrimiento de la tradición de los primeros siglos. Cuando la Dignitatis humanae trata de buscar las fuentes que justifiquen la libertad religiosa y la libertad de culto, ¿dónde la encuentra, en el Medievo? No: debe ir antes a los primeros siglos. En el texto conciliar se cita en las notas a los padres de la Iglesia que afirman la libertad de religión, la libertad de fe, la no coerción por parte del Estado. Es decir, la Iglesia sale al encuentro de lo moderno a partir del redescubrimiento de la tradición de los primeros siglos, eso es lo que ni modernistas ni tradicionalistas comprenden.

Es cierto que hubo una ruptura, pero no una ruptura radical. El encuentro con la modernidad sucede a partir del cristianismo patrístico. Sólo se abandona el modelo medieval-carolingio. La Iglesia redescubre su tradición más auténtica, la de los primeros siglos, cuando era verdaderamente Iglesia libre y no se había constituido como Iglesia de Estado. En este sentido, verdaderamente el Vaticano II reactualiza en cierto modo un horizonte preconstantiniano. "Preconstantiniano" no significa un juicio negativo sobre el edicto de Milán del 313 d.C., que representa un documento de tolerancia y libertad religiosa absolutamente positivo. Preconstantiniano indica el horizonte de la Iglesia de los primeros siglos, un horizonte que Agustín, en De civitate Dei, comparte plenamente. El "agustiniano" Ratzinger, en su diálogo con la ilustración crítica, parte de aquí, de la idea de que el modelo original de Agustín permite el encuentro con la modernidad. Para Benedicto XVI, "el Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo con el Decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recuperó nuevamente el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cfr Mt 22,21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos". Iglesia de los mártires significa, para el Papa Benedicto, la Iglesia de la libertad de la fe y de la razón. Estos mártires han dado testimonio contra el poder absoluto del Estado. Así, dice, "murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe – una profesión que ningún Estado puede imponer, pero que sin embargo sólo es posible con la gracia de Dios, en la libertad de la conciencia. Una Iglesia misionera, que tienda a anunciar su mensaje a todos los pueblos, debe comprometerse con la libertad de la fe".

Es precioso este párrafo, según el cual la libertad religiosa se fundamenta en el hecho de que el cristianismo es un acontecimiento de gracia, y si es gracia no puede ser impuesto a nadie. Si el cristianismo, por naturaleza, es gracia, no puede ser coercitivo. El brazo secular contradice a la naturaleza del cristianismo. De este modo, el concilio revisó y corrigió decisiones históricas. Bajo este punto de vista, el Vaticano II, lejos de ser modernista, representa el retorno a la tradición del primer milenio. Es lo que afirman también los historiadores de la escuela dossettiana como Enrico Morini. 

Gracias a este retorno, se da un encuentro con una modernidad "reflexiva", post-totalitaria. En este sentido, el concilio no significa la conciliación entre Iglesia y modernidad, como de forma acrítica entiende un teólogo como Hans Küng. La Iglesia sigue siendo, dice Benedicto XVI, signo de contradicción, hoy y siempre, pero esta contradicción no es dialéctica. La Iglesia se encuentra con la herencia positiva de lo moderno, la valora a partir de su tradición más genuina, la tradición de libertad y separación entre Dios y el César que está en la misma génesis de la modernidad. De tal modo, ya no aparece como una parte que egoístamente defiende sus propios privilegios, sino como un lugar de defensa de lo humano, lugar de misericordia en un mundo desgarrado por las guerras y los enfrentamientos religiosos. El Vaticano II fue un evento para la Iglesia y para el mundo.

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