50 años del Concilio Vaticano II

Aquel reencuentro del cristianismo con lo moderno (I)

Mundo · Massimo Borghesi
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27 diciembre 2012
El Concilio Vaticano II es reconocido de forma unánime como un evento. Un evento histórico de primer nivel, como sucedió en 1989 con la caída del muro de Berlín o en 2001 con el atentado contra las Torres gemelas de Nueva York. Sobre la categoría de evento dentro de la Iglesia también hay acuerdo. De algún modo todos reconocen que marcó un hito, fue un momento importantísimo. El problema es la valoración que se hace de este evento.

Hay que entender por qué fue un evento. Y sabemos bien que en este punto hay grupos diferentes, incluso contrapuestos. Todos están de acuerdo en que fue un momento de transición muy importante.

En 1962 no había errores dogmáticos particulares que corregir. Todo concilio, en general, se convoca para corregir errores. Sin embargo, el Papa señaló este concilio sin que hubiera errores particulares que corregir. Esto -dirá Ratzinger- será su fuerza y también su fragilidad -"Juan XXIII convocó el concilio sin indicar problemas concretos o programas. Esta fue la grandes y al mismo tiempo la dificultad de la tarea que se presentaba a la asamblea eclesial"-, porque plantea al concilio problemas no secundarios: ¿de qué se debía hablar en la sesión convocada? Lo único que estaba claro era la exigencia, por parte del papa de cerrar un periodo histórico de la Iglesia, un periodo constituido por oposiciones, contrastes, crítica negativa, para abrirse a una perspectiva positiva, constructiva: es decir, pastoral. Un cristianismo positivo, que confía sólo en Dios, en la verdad y la belleza de la Revelación y en el testimonio cristiano.

No en vano el Papa Ratzinger insiste sobre ello: ¿por qué fue importante el Concilio Vaticano II? Porque el Vaticano II quiere cerrar el capítulo de la confrontación con lo moderno. Lo cual no significa la aceptación acrítica y solar de la modernidad, sino la apertura a una confrontación constructiva, capaz de diferenciar, dentro de lo moderno, entre los elementos positivos y los negativos.

Después de la Ilustración y la Revolución Francesa, la Iglesia se coloca en una posición antimoderna, frontal.

No fue así hasta el siglo XVIII: el problema es la revolución francesa, que marca el hito. Ahí nace el antimodernismo católico. La revolución fue percibida como enemiga. La República que nace de la revolución francesa es anticlerical, masónica. Por tanto, la Iglesia reacciona frontalmente contra el Estado  moderno, tal como este se configura. El culmen de esta oposición es el Syllabus, el famoso apéndice de la encíclica Quanta Cura de 1864 del Papa Pío IX. En el Syllabus se condena a todo el liberalismo moderno. Se condena la libertad de palabra, la libertad de conciencia, la libertad de opinión. La Iglesia se pone en una posición de lucha frontal. Ciertamente hay que señalar que el liberalismo de entonces era poco "liberal", profundamente anticatólico, anticristiano. Hay que tener presentes estos factores para comprender.

De la "reacción" católica surge la filosofía neoescolástica, sancionada por la encíclica Aeterni Patris de León XIII, y con ella el modelo medieval del saber y de la sociedad. El "retorno al Medievo" se contrapone a la secularización moderna. Es el modelo que, de finales del XIX a la primera mitad del XX, sirve como escuela de formación de los católicos. La idea del Sacrum imperium contra el Estado liberal. Una posición similar se difunde ampliamente en 1962. Nosotros, que somos hijos del Vaticano II, no llegamos a entender cómo razonaban los católicos de los años cincuenta.

Pues bien, una posición de este tipo confinaba a la Iglesia a la más absoluta soledad. Eso significaba que los únicos ideales, en el ámbito histórico-político, eran los que ofrecían el Portugal de Salazar y la España de Franco. Es en referencia a este modelo como la experiencia histórica de posguerra permitirá rectificar el escenario. Como dirá Benedicto XVI el 22 de diciembre de 2005, "en el periodo entre las dos guerras mundiales y aún más después de la segunda, hombres de Estado católicos demostraron que puede existir un Estado moderno laico, que sin embargo no es neutral respecto a los valores, sino que bebe de las grandes fuentes éticas que abrió el cristianismo".

La Europa de después del 45 está en manos de hombres como Schumann, Adenauer, De Gasperi, grandes católicos que demuestran que se puede ser leal al Estado democrático sin renegar de la propia fe. Una interpretación de tipo tradicional. A la que se añade el valor que asumió, después de 1945, la experiencia americana respecto a la relación entre política y religión. En el discurso de 2005 el Papa añade: "Nos dábamos cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno distintos del teorizado por las tendencias radicales emergidas en la segunda fase de la revolución francesa". Tras la victoria de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, el modelo de democracia americana adopta una forma distinta del francés, imperante en la vieja Europa. Y esto incide. Y digo más: sin la victoria americana en la Segunda Guerra Mundial, quizá no habríamos tenido el Vaticano II. Así es la historia, también la historia de la Iglesia, sin ser historiadores ni tener en cuenta la acción del Espíritu Santo. No es casual que sea precisamente el episcopado americano el que, en las sillas conciliares, presionara más por la solución del problema de la libertad religiosa. De ahí la necesidad de un replanteamiento para resolver una aporía entre la doctrina y la realidad, entre la teoría y la realidad política dictada por cristianos demócratas que no podían hallar legitimación en la Iglesia. Es el caso de la Democracia Cristiana que, en Italia, a menudo ha sido acusada de ser pragmática, poco atenta a los ideales. El problema es que hasta el concilio la DC no podía hallar legitimación cultural dentro de la Iglesia. ¿Dónde podía encontrar De Gasperi legitimación cultural para su actuación cristiano-demócrata? ¿En los padres de la "Civiltà Cattolica" que teorizaban sobre el régimen de Franco? La relación entre cristianismo y democracia no pudo justificarse hasta el Concilio Vaticano II. Esta es la debilidad teórica de la Democracia Cristiana. Aunque hizo demasiado la DC con caminar por su propio pie.

El apoyo, por caridad, se lo daba la Iglesia, la Acción Católica. Sin embargo, era un apoyo práctico que no podía tener justificación ideal dado el prejuicio antimoderno de la cultura católica. Un problema análogo afectará a J.F. Kennedy, el primer presidente católico de los Estados Unidos. La cautela de Kennedy, tan atento a la laicidad, a la distinción entre religión y política, era obligada. Debía garantizar a la opinión pública que él, como católico, no traicionaría a la constitución ni a la libertad religiosa.

Con el Syllabus, Pío IX no se dirigía sólo al Estado moderno liberal, sino sobre todo a los católicos liberales a la Montalembert. En 1864 en Francia había católicos liberales como Montalembert que se vieron golpeados por el Syllabus, donde la Iglesia ofrecía, ciertamente, un instrumento de argumentación óptimo contra la deriva del Estado totalitario. El Syllabus se puede leer de dos formas: por su aspecto de crítica al modelo liberal es un fracaso, por su aspecto de crítica a la absolutización del Estado es sin embargo sustancialmente válido y tiene, singularmente, una forma "liberal". Cuando critica la deriva totalitaria del Estado moderno, el Syllabus conserva su fuerza, hay páginas preciosas. El problema es cuando extiende a toda forma de Estado moderno la acusación de totalitarismo, entonces deja de distinguir entre la deriva totalitaria y la democracia liberal. La alternativa era un Estado confesional absoluto donde derecho y religión coincidían.

En los cien años que separan el Syllabus del Vaticano II el pensamiento católico contó con dos grandes figuras que anticiparon de algún modo el concilio sobre el tema de la relación entre catolicismo, libertad y democracia. Son figuras aisladas pero de gran nivel. El primero es Jacques Maritain. El primer borrador del Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI lo escribió Maritain, como documento la revista 30Giorni hace unos años. La otra figura relevante para el debate conciliar sobre la libertad religiosa fue un jesuita americano: John Courtney Murray, un estudioso jesuita que sufrió la oposición del Santo Oficio en los años cincuenta y al que la revista Time dedicó la portada tras la elección de Kennedy. Murray está detrás de los obispos estadounidenses que aportaron su contribución decisiva a la Dignitatis humanae. Tanto Maritain como Murray obtendrán su reconocimiento gracias al concilio, un concilio que se benefició del trabajo de ambos.

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