De los astilleros Lenin a la plaza de San Wenceslao:

Aquel 89 que no queremos olvidar

Mundo · José Luis Restán
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3 junio 2014
Varsovia, 4 de junio de 1989, domingo melancólico, con un cielo cargado de nubes pero radiante para los polacos, que están a punto de hacer realidad lo que parecía imposible. Ese día, en las urnas fruto de un acuerdo amasado contra toda esperanza entre el general Jaruzelski y Lech Walesa, va a desmoronarse por primera vez un régimen comunista del otro lado del Telón de acero. El atípico electricista de Gdansk y el primer Papa eslavo de la historia, que sigue atentamente los acontecimientos desde Roma, son quizás los únicos en el mundo que han creído que esta historia podía acabar bien.

Varsovia, 4 de junio de 1989, domingo melancólico, con un cielo cargado de nubes pero radiante para los polacos, que están a punto de hacer realidad lo que parecía imposible. Ese día, en las urnas fruto de un acuerdo amasado contra toda esperanza entre el general Jaruzelski y Lech Walesa, va a desmoronarse por primera vez un régimen comunista del otro lado del Telón de acero. El atípico electricista de Gdansk y el primer Papa eslavo de la historia, que sigue atentamente los acontecimientos desde Roma, son quizás los únicos en el mundo que han creído que esta historia podía acabar bien.

Hace ahora exactamente veinticinco años. Recordar aquellas jornadas me parece como repasar en un zoom vertiginoso la historia de toda una generación, la mía. Recuerdo aquellos meses increíbles de 1989, cuando volvíamos a casa ansiosos por encender el humilde televisor y contemplar las imágenes que nos llegaban desde Varsovia, Praga, Budapest, o Berlín Oriental. Recuerdo nuestra audacia, cuando un grupo de jovencitos de CL y de varias parroquias madrileñas conseguimos, en el invierno de 1981, que el entonces arzobispo de Madrid, cardenal Tarancón, presidiese una Misa por los líderes del sindicato Solidarnosç encarcelados tras el golpe militar de Jaruzelski. Desde entonces nunca dejamos de sentir como nuestra aquella lucha. Escribíamos, publicábamos manifiestos, algunos tuvieron la dicha (y el riesgo) de viajar al corazón del régimen comunista para alentar a los amigos que, sostenidos y alentados por su fe, luchaban por la libertad y por la dignidad entonces aplastada.

En estos días, un cuarto de siglo después, me ayuda la lectura del libro “La Atlántida Roja”, del periodista italiano Luigi Geninazzi, publicado en España por RIALP. Conozco personalmente la pasión de Geninazzi pero también su precisión en el detalle a la hora de revivir estos acontecimientos. De sus páginas brotan los testimonios de hombres como Walesa, Mazowiecki, Michnik, Havel, el cardenal Tomaseck, los verdaderos protagonistas de una historia que pasaba como un río tumultuoso delante de nuestros ojos y en el que no podíamos dejar de zambullirnos.

Los jóvenes españoles que ahora tienen la edad que yo blandía entonces alegremente (entre 23 y 30 años) apenas saben nada de estos nombres y de esta historia. Pero desperdiciar este legado, dar la espalda a esta memoria, no es solo un absurdo desperdicio sino que hace más frágil, superficial y vulnerable a toda una generación. Es una amarga coincidencia (no por ello menos instructiva) que estas bodas de plata de la libertad en Polonia coincidan con la eclosión del extremismo destructivo en tantos rincones de Europa, y aquí, en España, con el triunfo de una formación como “Podemos”, cuyo imaginario colectivo acaricia los regímenes contra los que aquellos valientes se jugaron la vida. Deberían conocer la historia de estos hombres, enfundados en su mono azul, que desafiaron a los tanques del poder socialista.

Las páginas de “La Atlántida Roja” se abren con una ciudad del Báltico en la que “la historia se puso en movimiento”. Fue en los astilleros Lenin, en Gdansk, donde unos obreros muy extraños para el espectador occidental se atrevieron a desafiar al poder de la mentira en agosto de 1980. Aparentemente nada jugaba a su favor… nada salvo una historia de fe, esperanza y caridad, que como un campo fecundo dio a luz la planta inerme de una humanidad que amaba la verdad y la libertad. Anotemos que por entonces no había comenzado la famosa Perestroika de Gorbachov y que las cancillerías occidentales no daban un real por aquellos obreros que celebraban Misa diariamente en el patio de la fábrica. El único signo al que podían asirse era un hombre vestido de blanco, el Papa que Polonia había regalado inesperadamente al mundo. No era pequeño signo para un pueblo acostumbrado a cantar, a lo largo de su tormentosa historia: “Dios viene, tiembla el poder”.

Los nueve años que van desde la primera huelga en Gdansk a las elecciones que marcan el triunfo de Solidarnosç no fueron un camino de rosas. Constituyen uno de los periodos más hermosos de la historia contemporánea, y nadie en Europa debería permitirse el lujo de desconocerlo u olvidarlo. Recorrer (devorar, diría yo más bien) los capítulos que se suceden en “La Atlántida Roja” nos permite casi sentir físicamente la estrechez, el frío y el miedo que se masticaban en las ciudades del otro lado del Telón de acero. Pero también la luz de la dignidad, el sentido de comunidad, el horizonte de bien y de belleza que movía a aquellos hombres y mujeres que la prensa occidental comenzó mirando casi con desprecio.

Si algo no es esta historia, es el fruto de un proceso mecánico. Esta historia reúne también mucho dolor y no pocas traiciones. Cada día, cada semana, cada año, pudo precipitarse en el abismo. De hecho varias veces se anunció su cancelación por parte de un régimen ciego de soberbia y de una inteligentsia occidental escéptica. Por el contrario esta aventura renacía siempre de la fe amiga de la razón y de la libertad, de un pueblo que sabía por qué merece la pena luchar y sufrir. “Solidaridad vive, Solidaridad resiste”, seguían rezando las octavillas clandestinas cuando los jefes del sindicato parecían pudrirse en los años oscuros tras el golpe. “Mi Dios es un maestro de la espera”, diría Vaclav Havel, futuro presidente checo, el más religioso de los agnósticos declarados que conozco. De dónde, si no, podía nacer la fuerza de aquellos miles, apretados en julio del 85 en la basílica de Velehrad, para interrumpir al ministro de Cultura del más opresivo de los regímenes de la zona con silbidos y gritos tan ingenuos como “¡Libertad para la Iglesia, queremos al Papa aquí!”… Sólo cinco años después, tras la visita de Juan Pablo II a Praga, Geninazzi cuenta que el viejo cardenal Tomaseck, el roble de Bohemia, le confió entre lágrimas en la Plaza de San Wenceslao las mismas palabras del anciano Simeón: “ahora Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación…”.

La historia no termina con aquellos hermosos días del 89 que algunos tuvimos la dicha de vivir. La historia nunca termina. Los bienes que un día son conseguidos a un alto precio no permanecen porque sí. Es necesario volver a aprehenderlos nuevamente, creativamente. La línea del bien en la historia no es un continuo crecimiento sino un dramático zigzag. Después del dorado 89 vimos el clamoroso enfrentamiento de Walesa y Mazowiecki, la desmembración de Checoslovaquia, la difusión del nihilismo, el surgir de nacionalismos de vía estrecha, la tentación de ajustar las cuentas, las dificultades de la Iglesia para situarse en la nueva estación pluralista… tantas cosas. Y con todo, ha merecido la pena y tenemos mucho que aprender de aquellos días, que no se repetirán, pero sí nos ofrecen un patrimonio precioso para afrontar los retos de este momento. Como dijo Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático en enero de 1990, “lo más admirable es que pueblos enteros han tomado la palabra: mujeres, jóvenes, hombres, han vencido al miedo, la persona humana ha mostrado las reservas inagotables de dignidad, de valor y de libertad que lleva en su interior”.

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