Después de las elecciones catalanas

Apuntes de una conversación y esbozo de algunas ideas

España · Ferrán Riera
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5 octubre 2015
Es difícil adentrarnos en una descripción adecuada de lo que está sucediendo en Catalunya, como también lo es en cualquier otro pedazo de este mundo globalizado, si lo hacemos desde los manidos esquemas bipolares tipo izquierda-derecha, conservador-progresista, absoluto-relativo, etc. Me da la sensación de que no resulta demasiado fructífero atender a la realidad catalana tan sólo hablando de la polarización del ambiente al que se ha llegado en ese ir tensando la cuerda entre “independentistas” y “unionistas”.

Es difícil adentrarnos en una descripción adecuada de lo que está sucediendo en Catalunya, como también lo es en cualquier otro pedazo de este mundo globalizado, si lo hacemos desde los manidos esquemas bipolares tipo izquierda-derecha, conservador-progresista, absoluto-relativo, etc. Me da la sensación de que no resulta demasiado fructífero atender a la realidad catalana tan sólo hablando de la polarización del ambiente al que se ha llegado en ese ir tensando la cuerda entre “independentistas” y “unionistas”.

El hombre de hoy no es el ideólogo de los 70 ni tampoco el relativista de los 90. Es más bien alguien contradictorio: que afirma “cosas”, valores que nos pueden parecer más o menos espurios y efímeros, y al mismo tiempo, y sin pudor, niega absolutos a los que entregar la vida.

Desde esta perspectiva se puede entender el nacionalismo moderno en Catalunya, el que tuvo en la manifestación del 11 de septiembre de 2012 un visible pistoletazo de salida y en la crisis económica un acicate y una excusa para emerger con la fuerza con la que lo ha hecho en estos años.

Este nacionalismo ha caído sobre un hombre fragmentado para el que ya no existen demasiadas evidencias y que, además, vive sin caer en la cuenta de ello; un hombre cuya razón se ha desvinculado de la propia experiencia, para el que no existen grandes horizontes ideales en los que entregar la vida y que, a su vez, reclama el “derecho a soñar”; un hombre que vive pendiente y esperando siempre de que se dé un “chispazo”, que no le salve la vida sino que le permita alcanzar, más o menos contento, la mañana siguiente.

El cambio marcado por la caída del muro de Berlín y el atentado de las torres gemelas nos han traído un hombre más leve, más inconsistente, cuyo ideal es su propia autonomía e independencia. De esa posición y del inextirpable deseo de cumplimiento de la vida que convive con ella, han nacido los llamados “nuevos derechos”. Es este contexto antropológico el que da pasto al independentismo catalán.

Si insistimos tanto en esto no es para ahondar en el análisis sino para comprender el reto que tenemos delante después de las elecciones del 27-S. Porque si bien es cierto que en muchas familias y en tantos ambientes de trabajo no se habla de política por miedo a discutir, también es cierto que a la mañana siguiente de las magnas manifestaciones y de las mismas elecciones, la única agitación estaba en los medios de comunicación: sorprendentemente, en la calle, nada ni nadie hacía pensar en lo sucedido el día anterior.

Esta levedad antropológica es algo que nos afecta a todos: paganos y religiosos, independentistas y unionistas (catalanistas o españolistas), todos refugiados en nuestro propio sistema de creencias, dentro del cual nos sentimos seguros. Los hombres así somos especialmente vulnerable a las banderas (las de las naciones, del partido o de las facciones) porque nuestras adhesiones no son fruto de la experiencia hecha sino de una necesidad de sentirnos de nuevo unidos y con identidad.

Para volver a empezar, para rehacer relaciones, para atrevernos a establecer puentes de diálogo que no sean estratégicos sino que nazcan de una verdadera intención de encontrarse con el otro, es necesario descubrir el bien que el otro es para mí. Algo difícil de apreciar para alguien que no tiene evidencias.

Sólo uno que esté “abierto a un cielo que no es el suyo” (parafraseando a Pavese) es alguien que se puede abrir a otro. Sólo quien ha hecho la experiencia del bien que es el otro, en el que ha encontrado esa vida que no queda medida por el propio límite y los propios preconceptos, sabe que la unidad con el otro es un bien. Ser más hombre o más mujer, ser más uno mismo, no depende del grado de autonomía que tengamos, sino de la relación con otro que me impide caer preso de mi medida. Este juicio es de ida y vuelta: para los que quieren la independencia y para los que no la quieren; no en vano el modo en el que se produce la conversión, el cambio de uno, es en el encuentro con otro que desborda lo que yo pienso. Eso es lo único que hace que el diálogo sea algo más que una palabra mágica que invocamos como muestra de buen talante.

El hombre postmoderno de Cataluña, como el de cualquier otro lugar del mundo, sigue esperándolo todo, quizás sin demasiadas razones y con tendencia a quedarse en el mundo de la imaginación y de las emociones; un hombre con una cierta disposición afectiva a que “suceda algo” en la vida que la cambie, que la haga mejor. Ese ímpetu es un buen aliado del encuentro, por eso el Papa insiste en el testimonio de la misericordia y en no levantar muros ante el que piensa, siente y vive diferente.

¿Qué tipo de encuentro necesita este hombre –necesitamos nosotros– para que partiendo del ímpetu inicial lleguen a moverse razón y libertad? Sólo cuando nos encontramos con alguien en quien “el cielo que sonríe en sus ojos no es el suyo” empezamos a perder el miedo a la realidad y nos atrevemos a ir más allá, al encuentro del que no es como nosotros, sin pretensiones.

La unidad de cualquier sociedad una vez caídos los grandes relatos pasa por la experiencia del encuentro que ilumina nuestra razón dándole certezas acerca del valor del otro para nosotros y que moviliza nuestra libertad en la persecución en este mundo de un atractivo que es de otro mundo. Se trata de un camino cuyo tiempo no lo modulamos nosotros.

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