Aprender del Imperio, no defenderlo
Mario Vargas Llosa, al responder a Andrés Manuel López Obrador, ha retomado una interesante línea de autocrítica sobre la revolución liberal y el proceso de independencia de América. Sus palabras han rescatado la tesis de Octavio Paz con el que coincidió en muchas cosas y discutió en otras. A estas alturas es difícil seguir manteniendo un relato simplista, sostenido por algún criollismo de élite y por algún indigenismo ideológico, sobre el papel de España en el Nuevo Mundo.
El Premio Nobel de Literatura aprovechó el III Congreso Internacional de la Lengua para criticar las cartas con las que el presidente de México ha reclamado al Rey de España y al Papa que pidan perdón por los excesos de la conquista. Vargas Llosa recordó que América es independiente de España desde hace doscientos años y que sigue teniendo millones de indios marginados, pobres e ignorantes. Sorprende que, después de todo lo que se ha escrito y estudiado en las últimas décadas, López Obrador haya recurrido a la versión más simple de la leyenda negra. El recurso a los fantasmas del pasado, el abuso de la memoria, sigue siendo un resorte político útil.
El lema que acompañó a López Obrador hasta las elecciones fue “Primero los pobres”. Si alguien sabe de pobreza y exclusión en México son los indios. En México hay una población de 15,7 millones. Casi todos sufren la marginación.
López Obrador quiso en su campaña fotografiarse con indios de estados como el Chiapas, les prometió trenes y estaciones hidroeléctricas. Pero los líderes de las comunidades llevan semanas criticándole por hacer demagogia.
La economía mexicana se ha enfriado desde el pasado mes de octubre y apenas ha crecido en los primeros meses del año. La mayoría de los economistas pronostica un drástico declive en los ingresos públicos este año, así como un descenso de las inversiones extranjeras y nacionales. El presidente ha prometido pensiones para los ancianos, becas para los estudiantes, asistencia financiera para las personas con discapacidad y muchas cosas más. Va a ser difícil que cumpla sus promesas. Tampoco está, de momento, teniendo mucho éxito en la lucha contra la violencia. Resucitar un debate sobre los excesos del imperio siempre es más fácil que gobernar.
Como explica Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad, el relato dominante atribuye a la llegada a los españoles “una interrupción de la historia de México”. Al “liberarse de la dominación europea, la nación restablecía su libertad y reanudaba su tradición (…) Esta ficción histórica jurídica consagraba la legitimación de la dominación azteca” a la que se atribuye el carácter de momento culmen (a pesar de los sacrificios humanos y otras prácticas). “Ahora sabemos con certeza que el gran período creador de Mesoamérica es anterior a los aztecas”. Paz explica que “una vez consumada la independencia las clases dirigentes se consolidan como las herederas del viejo orden español. Rompen con España pero se muestran incapaces de crear una sociedad moderna”. Se funda México “sobre una noción general del Hombre y no sobre la situación real de los habitantes de nuestro territorio, se entrega a los hombres de carne y hueso a la voracidad de los más fuertes (…). La venta de los bienes de la Iglesia y la desaparición de la propiedad comunal indígena –que había resistido precariamente tres siglos y medio de abusos y acometidas de encomenderos y hacendados– acentúa el carácter feudal de nuestro país”. Con genialidad Paz concluye que “el mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo”. La tragedia de una identidad sin experiencia y sin historia.
Paz es un buen referente. Reconoce la gran aportación social y religiosa de la conquista española, pero sus páginas son también un antídoto contra la leyenda rosa. Estamos asistiendo a un nuevo pendulazo y la publicación de algunos interesantes trabajos sobre la “imperofobia” y las mentiras de la leyenda negra pueden llevar a una defensa poco matizada de la presencia española en América.
El Imperio no es un período que haya que defender sino del que aprender. La fórmula de la conquista o el régimen de las encomiendas no resisten un juicio anacrónico. Pero es sorprendente la polaridad crítica que desde el primer momento se desarrolla en las Españas del Nuevo Mundo. Los diferentes poderes se encuentran con constantes contrapuntos. La reina Isabel obliga a Colón a liberar a los indios que había tomado como esclavos. Los dominicos critican ya en 1508 el trato de los encomenderos. En la Junta de Burgos de 1512 se discute si el hecho de que los indios sean paganos confiere derecho de conquista. Se afirma que la donación papal no justifica lo que se está haciendo. En la Junta de Valladolid de 1550 se vuelve a plantear la misma discusión y el debate sobre los “justos títulos” se convierte en el germen de la teoría de los derechos fundamentales. Se hace oír la posición del cardenal Cayetano que asegura que “ningún rey ni emperador, ni la misma Iglesia romana puede emprender guerra contra los indios, pecaríamos gravemente si pretendiéramos extender la fe de Jesucristo por este camino (…) tendríamos obligación de restituir como injustos vencedores y ocupantes”. Una conquista y un imperio sometidos a revisión por sus protagonistas, en nombre de la libertad y de la dignidad, pueden enseñar algo en este tiempo de poderes esféricos.